CUARTO DESAFÍO:
“Un
cristiano puede perder su salvación, por su pecado y/o incredulidad. En él se haya la determinación
sobre permanecer o no en la gracia de Dios. Asegurar que la salvación no se
pierde nos lleva al conformismo y a una actitud licenciosa para el pecado”
Uno de los temas más polémicos dentro
de la discusión teológica entre las distintas congregaciones cristianas es si
es posible o no perder la salvación. Muchos aseguran que una persona, una vez
salvada, puede perder la vida eterna. Otros lo niegan rotundamente. Sin
embargo, y como aclaramos en los inicios de este estudio, la autoridad objetiva
que dirime sobre estos asuntos es la Palabra de Dios, ninguna otra fuente es
más relevante. A pesar de esto, al momento de discutir sobre este tema muchos
alzan la experiencia antes que la Escritura. Los defensores de la pérdida de la
salvación sostienen su idea argumentando que no existe otra explicación a la
oleada de personas que aseguran ser cristianos, ser creyentes o fieles
congregantes por un tiempo, pero que al final de cuentas vuelven a la incredulidad
y a la vida de pecado que antes sostenían, incluso hasta un punto más bajo del
que tenían antes de conocer la verdad. Este no es un cuadro teórico, es la viva
imagen de la realidad, situación no exclusiva de nuestro tiempo, sino que se ha
repetido en gran parte del mundo y en todas las épocas. Sin embargo, este
deprimente escenario de personas que afirman ser cristianos y fieles seguidores
de Cristo, redimidos y perdonados por Dios, y que con el tiempo decaen y
finalmente retornan a su vida de pecado, ha proliferado en nuestro tiempo como
nunca antes. Para explicar este fenómeno, muchos cristianos sostienen que tales
personas fueron salvadas debido a su sincera confesión, arrepentimiento del
pecado y momentánea participación en la fe cristiana, pero lamentablemente
perdieron este estado debido a su pecado, incredulidad y lejanía con Dios. Para
otros, la salvación está expresamente asegurada en la Escritura y es imposible
perderla, pero su actitud es aún depravada, inmoral y completamente alejada de
los preceptos de Dios, aún asegurando que son salvos. Por un extremo tenemos la
imagen del cristiano como una pobre criatura pendiendo de una cuerda floja, sin
absoluta seguridad en la salvación, resbaladizo y completamente dependiente de
sus obras para mantener su derecho a la vida eterna. Por el otro extremo,
imaginan al cristiano como una celebridad, rodeado de placeres terrenales y
completa comprensión divina respecto a su pecado, un hombre que puede hacer y
deshacer lo que quisiera, pues tiene la ventaja de ya estar salvado.
A pesar de todo lo anterior, la idea de
perder la salvación en vista de la corrupción moral de muchas personas que
aseguraron ser cristianas, suele ser bastante atractiva y convincente. La
lógica que hay detrás de ella, la prédica barata de muchos de los que sostienen
que la salvación no se pierde y que pueden pecar deliberadamente, la ignorancia
bíblica y poca claridad con respecto a los conceptos relacionados, han sido
factores de peso para que la gran mayoría de las congregaciones evangélicas y
protestantes acepten la pérdida de la salvación como una doctrina, más aún
cuando se presentan pasajes en la Escritura en donde supuestamente se demuestra
que tal idea es válida. De hecho, en nuestras iglesias pentecostales se ha vuelto
prácticamente incuestionable. No obstante, ¿Cuál es el real mensaje de la
Escritura con respecto a la salvación? ¿Es posible perderla? ¿Cómo podemos
explicar lo expuesto anteriormente?
Sobre la salvación y su seguridad en las Escrituras
Las primeras consultas que debemos
hacernos son, ¿Qué es la salvación y qué carácter tiene? ¿Ocurre múltiples
veces o es un evento único? ¿Existe en la Escritura algún margen en que un
hombre regenerado por el Espíritu Santo de Dios vuelva a su estado no regenerado?
La salvación de Dios involucra una serie de eventos que no pueden ser repetidos
múltiples veces. La salvación abarca la regeneración (nuevo nacimiento), la
redención del pecado, la justificación por medio de la fe, la reconciliación
del hombre con Dios y la adopción del hombre como un hijo de Dios. A pesar que
existen discusiones respecto al margen de tiempo que hay entre un evento y
otro, la respuesta sencilla y más apegada a la Escritura es que todo ocurre
simultáneamente, es decir, el hombre al nacer de nuevo es capacitado por Dios
para responder en fe y obediencia, y de esta forma, ser justificado delante de
Él, redimido de sus pecados, reconciliado por medio de Cristo, y traído desde
su condición muerta en delitos y pecados a una de gloria eterna. Si entendemos
que el hombre está muerto en sus pecados, incapaz de responder a los mandatos
de Dios, y excluido de su gloria, también comprenderemos el sentido de la
condición regenerada. No podemos tener un claro concepto de la vida eterna sin
antes comprender a fondo la depravación radical del hombre. La Escritura nos
enseña que: “Por tanto, como el pecado
entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó
a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12), y que por
tal condición de pecado todos estamos destituidos de la gloria de Dios, puesto
que: “…la paga del pecado es muerte…”
(Romanos 6:23). El sentido de la salvación es el rescate eterno del infierno,
la creación de un nuevo corazón en el hombre, apto para el cumplimiento de los
preceptos de Dios, y por sobre todo, una alabanza eterna a la misericordia y
gracia de Dios, porque todo es dado inmerecidamente y sin retribución alguna: “…más la dadiva de Dios es vida eterna en
Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Este traslado del hombre, desde
su condición caída, depravada y muerta, a una de eterno gozo y vida, es el
sentido principal de la salvación.
“Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere
de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido
de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te
maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”
(Juan 3:5-7).
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas
viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”
(2 Corintios 5:17)
“Y se dirá en aquel día: He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos
esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y
nos alegraremos en su salvación”
(Isaías 25:9).
“Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?...”
(Salmo 27:1).
“Pero la salvación de los justos es de Jehová, Y él es su fortaleza en
el tiempo de la angustia”
(Salmo 37:39).
Sería interminable la lista de alabanzas
a Dios por su salvación, de hecho, la Escritura nos dice enfáticamente que Él
ES nuestra salvación. También es claro que la salvación tiene el carácter de
brindar vida eterna, es decir, involucra un evento que desencadena otro sin
término alguno. Sin embargo, muchos consideran que la vida eterna comienza en
el momento en que partimos de este mundo, no en el momento en que creemos. Los
defensores de la idea que la salvación se pierde no consideran un punto
esencial cuando hablamos de la vida eterna. Si tenemos vida eterna y Dios nos
la quitara, entonces por definición no tendríamos vida eterna, sino una vida
temporal. No es lógico afirmar que una persona, una vez salvada, pierda su
salvación, ya que, si la salvación tiene el carácter eterno, entonces tal
persona no gozaría de una vida eterna, sino de una momentánea. ¿Acaso Dios
sería mentiroso en prometer vida eterna y que en la práctica la mayoría goce de
ella de forma transitoria?
En vista de este argumento lógico, los
defensores de la pérdida de la salvación consideran que la vida eterna no está
garantizada en esta tierra, solamente es consumada desde el momento de la
muerte física. Por tanto, no tenemos vida eterna en el momento de creer en
Cristo, sino más bien poseemos una especie de derecho a la eternidad que se nos
puede quitar en el transcurso de la vida terrenal. Sin embargo, esto no fue lo
que expuso el Señor ni los apóstoles:
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me
envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a
vida”
(Juan 5:24).
“De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna”
(Juan 6:47).
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”
(Juan 17:3).
“aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con
Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo
nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”
(Efesios 2:5-6).
“Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo
de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre
del Hijo de Dios”
(1 Juan 5:13).
La vida eterna es un
estado espiritual que comienza ahora y dura por siempre, no es un estado
futuro. Jesús mismo dijo que el que cree en Él TIENE vida eterna, no “tendrá”.
Ha pasado de un estado de muerte espiritual a uno de vida, y es tal la
maravillosa gracia de Dios, que esta vida no es momentánea, sino imperecedera.
Jesús mismo asegura que el salvado ya no vendrá a condenación, jamás perecerá.
Por tanto, al afirmar que la salvación, el estado eterno de vida espiritual,
puede perderse, estamos afirmando a la vez que Dios no es fiel en prometer una
vida eterna, que comienza en el conocimiento de Dios y dura por siempre. Edwin
Palmer, en su obra clásica “Doctrinas Claves” señala respecto a la idea de una
pérdida de la salvación sostenida por los arminianos: “Ahora bien, esto se opone a la Palabra de Dios. Jesús dice que “todo
aquel que en él cree, no se pierde”. Pero el arminiano dice, “Bueno veamos.
Quizá ira al infierno.” Jesús dice, “Tiene vida eterna.” Pero el arminiano
dice, “No, para cierto es sólo una vida
temporal.” Jesús dice, “Si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre
(Jn.6:51). El arminiano dice, “Quizá.” Jesús dice, “Yo soy la resurrección y la
vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y
cree en mí, no morirá eternamente” (Jn.11:25,26). “No morirá,” dice Jesús.
“Posiblemente”, dice el arminiano” (Palmer, Doctrinas Claves. Pág 126-127.
Editorial El estandarte de la verdad). Añadiendo más pruebas podemos sostener
que ninguno de los aspectos de la salvación, salvo la redención de nuestra
carne a un cuerpo glorificado e incorruptible, es prometido para el futuro,
sino más bien en el mismo momento en que Dios hace la maravillosa obra de la
salvación.
Otra analogía descrita en la Escritura es la
de los corazones de carne y de piedra. Dios a través del profeta Ezequiel dice:
“Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu
nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os
daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que
andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra”
(Ezequiel 36:26-27). La salvación es retratada como el cambio radical de un
corazón endurecido a la Palabra de Dios, a uno de carne, sensible al pecado y
hacedor de los preceptos de Dios. Lo maravilloso de este pasaje es que Dios
mismo ha prometido su absoluta obra, sin intervención de nadie más. Él no sólo
hace una operación de salvación, sino también una promesa de que Él mismo hará
que los salvados anden de acuerdo a su Palabra. Dios capacita completamente al
pecador regenerado, de tal forma que nadie puede jactarse de sí mismo, sino que
alaba a Dios por su sublime gracia. El rey David dijo: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto
dentro de mí” (Salmo 51:10). Prácticamente el profeta y el rey hablan de lo
mismo: un corazón y un espíritu nuevo, operados en el interior del hombre sólo
mediante la obra de Dios. Sin embargo, muchos pueden preguntar ¿Por qué el
corazón? En las Escrituras, el corazón es reconocido como el centro de nuestras
voluntades, intenciones, emociones y disposiciones. Jesucristo dijo que: “…de la abundancia del corazón habla la
boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el
hombre malo, del mal tesoro del corazón saca malas cosas” (Mateo 12:34-35).
Es del corazón de donde procede nuestro actuar. Los pensamientos, las acciones
y las palabras del hombre dependen completamente de la condición del corazón.
Jesús mismo enseña que todos los males del hombre proceden de su corazón caído:
“Porque de dentro, del corazón de los
hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los
homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la
envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de
dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23). Es de esperar, por
tanto, que si Dios salva a un pecador revierta esta condición, es decir, quite
el corazón maligno y lo reemplace por uno que vaya a sus preceptos.
En resumen, tenemos dos cuadros claros
de la salvación. En primer lugar, el nuevo nacimiento, la regeneración por el
Espíritu Santo, en la que Dios resucita al pecador de su condición muerta en
delitos y pecados y le entrega vida eterna, y, en segundo lugar, el cambio
radical del corazón en el que Dios mismo reemplaza el corazón de piedra
característico del hombre pecador, por uno de carne que, por lo revelado por el
profeta Ezequiel, es sensible a la Palabra de Dios y al pecado, y por
consecuencia, cumple los estatutos que Dios ordena. La consulta ahora es:
- ¿Cómo un hombre puede ser
nacido de nuevo y volver a estar muerto en delitos y pecados, siendo que Dios
ha prometido la vida eterna en la regeneración (nuevo nacimiento)?
- ¿Cómo ser una nueva criatura y
luego volver a ser una vieja criatura?
- ¿Cómo un hombre puede tener un
corazón de piedra luego que Dios haya creado en él un corazón de carne?
No
tenemos en la Escritura ningún pasaje que nos asegure que Dios quitará el
corazón de carne para poner otro corazón de piedra, o que el hombre luego de
nacer de nuevo vuelva a su estado de muerte, eventos que bíblicamente
representan la reversión del estado de salvación. En otras palabras, la idea de
perder la salvación no sólo es antibíblica, en el sentido que contradice el
significado de “vida eterna”, sino también es extrabíblica, en el sentido que
no hayamos ninguna mención en la que Dios reversa su decisión de salvar y
remueve la vida eterna y el corazón nuevo.
Ahora, es lógico pensar que si Dios
otorga vida eterna al hombre, este tiene la seguridad que su salvación es
perpetua, y por tanto, no la puede perder. Sin embargo, los detractores de esta
idea aseguran que el hombre puede alejarse lo suficiente de Dios como para
perder su salvación. Sin embargo, no puede haber otra idea más alejada de la
Escritura. Notemos como el apóstol Pablo nos dice:
“Por lo tanto estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles,
ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni
lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios,
que es en Cristo Jesús Señor nuestro”
(Romanos 8:38-39).
Según lo expuesto por el apóstol Pablo
no existe nada que pueda separarnos del amor de Dios. Estamos seguros en el
amor eterno de Dios que es en Cristo Jesús. El apóstol no da lugar a ninguna
cosa creada que tenga la capacidad de romper el perdón, la reconciliación, la
adopción, la justificación, en fin, nada nos separará del eterno refugio de su
amor. No obstante, podemos hacernos la siguiente pregunta: aunque ninguna cosa
creada nos puede apartar del amor de Dios, ¿Puede Dios, el creador, cortar el lazo
de salvación? Los versículos anteriores nos muestran que Dios justifica a sus
escogidos (v.33), que Cristo es el pago por nuestros pecados (v.34), que somos
contados como ovejas de matadero a causa de nuestra fe (v.35-36), pero que a
pesar de todo, somos más que vencedores por medio del que nos amó, Dios (v.37).
Si Dios “…no escatimó ni a su propio
Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…” (v.32), y por tal sacrificio
hizo la expiación perfecta por sus escogidos, ¿Invalidaría su propia entrega
quitando la salvación a uno de ellos? El profeta Jeremías afirmó que la base
del Nuevo Pacto es la preservación de los escogidos:
“Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman PERPETUAMENTE,
para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos. Y haré con ellos
PACTO ETERNO, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré temor en el
corazón de ellos, para que NO SE APARTEN DE MI”
(Jeremías 32:39-40).
Dios no se arrepiente de salvar a los
suyos. Él ha asegurado en su Palabra que la salvación es una obra absoluta de
su mano, y por tanto, segura e irrevocable. No solamente hayamos este principio
en las palabras “perpetuamente” y “pacto eterno”, sino también en la imposibilidad
de apartarse de la misericordia de Dios. Por tanto, según lo expresado por el
apóstol Pablo, ninguna cosa creada puede apartarnos del amor de Dios, y, según
lo expresado por el profeta, Dios ha asegurado la salvación en su poder, de tal
forma que sus escogidos, una vez salvados, ya no se apartarán de su nombre por
el corazón nuevo que les ha dado. Por esta razón el mismo apóstol dijo: “En él también vosotros, habiendo oído la
palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo
de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la
posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13-14).
Con seguridad el lector hará la consulta:
A pesar que Dios ha asegurado que nada ni nadie puede separarnos de su amor,
¿Podemos nosotros mismos anular nuestra propia salvación? Basta reflexionar tan
sólo un segundo para darnos cuenta que el responder afirmativamente a esta
pregunta implica un desafío completo al poder y fidelidad de Dios en la
salvación. Hasta ahora hemos revisado múltiples evidencias bíblicas que nos
dicen enfáticamente que Dios no sólo es poderoso para convertir al hombre de su
pecado, sino también para mantenerlo en la fe y obediencia a su Palabra, de tal
forma que nunca se aparte. Sin embargo, a pesar de ello, la idolatría al libre
albedrío sobrepasa todos los límites. Sostenemos que aún en vista de las
promesas de salvación y seguridad en las Escrituras, Dios no puede negarse a
que el hombre no quiera mantenerse en el estado de gracia, es decir, puede a la
mitad del camino rehusar de su salvación. Sin embargo, aquí recaemos en un
error significativo. Si el regenerado resolviera salir del redil del Señor,
¿Quién es más poderoso en la obra de la salvación? ¿Dios o el hombre? Esta idea
no sólo se contrapone a la promesa dada por el profeta Jeremías, donde Dios
asegura que el sentido del Nuevo Pacto es guardar a los salvados de tal forma
que jamás se aparten, sino que también atribuye al hombre capacidades
inexistentes, como la decisión de extraviarse aún siendo encontrado por Dios y
llevado al deleite de su amor. Revisemos nuestras dudas a la luz de las
palabras del Señor. Jesús dice:
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy
vida eterna; y NO PERECERÁN JAMÁS, NI NADIE LAS ARREBATARÁ DE MI MANO. Mi Padre
que me las dio, es mayor que todos, y NADIE LAS PUEDE ARREBATAR DE LA MANO DE
MI PADRE. Yo y el Padre uno somos”
(Juan 10:27-30).
Hay elementos que podemos
rescatar de este pasaje:
-
Las ovejas representan a los receptores de la vida
eterna.
-
Las ovejas no perecerán jamás una vez añadidas al redil
del Señor (v.9).
-
Nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Señor.
-
Nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Padre,
ya que el Padre y el Hijo son uno.
-
Jesucristo compromete su propia igualdad con el Padre
asegurando el bienestar eterno de sus ovejas.
Entonces podemos apreciar que si
alguien perdiera la salvación, es decir, saliera del redil del Señor, sería más
poderoso que el Señor mismo. Dios ha prometido que nadie puede arrebatar de su
mano a sus ovejas, ni siquiera las ovejas mismas. No obstante, más adelante
revisaremos que el sólo hecho de pensar en rehusar de la salvación es una
evidencia de un corazón no regenerado. Ningún cristiano genuino rehusaría de la
salvación que le ha sido dada por gracia. Escoger el pecado y la muerte antes
que la gloria de Cristo es una prueba irrefutable que la salvación jamás ha
ocurrido.
Todo lo anterior es ratificado al
estudiar las bases del Nuevo Pacto. Dios, a través del profeta Jeremías dijo: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en
los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No
como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de
la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido
para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel
después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré
en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jeremías
31:31-33). Por lo que vemos, el Nuevo Pacto no puede ser invalidado por el
pecado, Dios ha asegurado ello. El Antiguo Pacto fue invalidado a través de
todas las trasgresiones a fin que se revelara el Nuevo, el cual es inmarcesible
respecto al pecado pues está basado en la gracia de Dios más que en la
respuesta del hombre. No obstante, la primera objeción que yace a esto es que el
Nuevo Pacto puede presentarnos una especie de libertad que aliente nuestro
pecado, es decir, “si el Nuevo Pacto no es invalidado por los actos pecaminosos
entonces podemos pecar cuánto deseemos, de todas formas depende de la gracia de
Dios y no de nuestras obras”. Sin embargo, esto es contraproducente con el fruto
de esa misma gracia operada en los hombres, un nuevo corazón que aborrece el
pecado y que ama la justicia.
Hasta este momento, muchos pueden advertir
que esto no es más que un llamado al pecado y libertinaje. Al asegurar que la vida
eterna es efectivamente imperecedera, que aquellos que son salvos están
asegurados y preservados para salvación por Dios mismo y que, por lo tanto, no
hay absoluta posibilidad de revertir tal evento, sienten la tendencia a pensar
que podemos pecar deliberadamente cuánto deseemos y esto no nos llevará a
condenación. Sin embargo, aquellos que viven una vida licenciosa en pecado o
que aseguran que pueden perder su salvación cometen el mismo error: ignorar el
real significado de ser salvo. Al sostener que es imposible que la salvación
pueda perderse no afirmamos que todos los que se dicen salvos realmente lo son.
Para el que efectivamente ha sido salvado, Dios le otorga la seguridad que
jamás revocará su decisión de hacerle bien, pero ¿Cómo saber de forma objetiva
si soy salvo o no?
El cristiano genuino da frutos de su salvación
Hoy en día se calcula que un tercio de
las personas en el globo profesan la religión cristiana en alguna de sus tres
grandes denominaciones: católica, evangélica y ortodoxa. Sin embargo, este
escenario no es muy alentador, no sólo por la enfática declaración de Cristo de
que pocos son los que se salvan (Mateo
7:14; Lucas 13:23-24), sino también por el pésimo entendimiento que tenemos
sobre el ser un cristiano. El término cristiano muchas veces se confunde con
otros conceptos. No es cristiano quien diga o aparente serlo. Tampoco quien
asista a la iglesia con frecuencia o quien hable un par de veces de Cristo. La
religiosidad no es un indicador muy confiable de la obra de Dios en el hombre,
al contrario, muchas veces suele engañarnos. Por la constante manipulación
de este término, muchas veces nos vemos
obligados a diferenciar a ciertos cristianos de otros, en vez de decir
“cristianos” a secas. Para hablar sobre cristianos reales, los cuales la
Escritura cataloga de salvados, elegidos, justificados, adoptados, en fin,
hombres y mujeres genuinamente cambiados por el poder Dios, hablaremos de
“cristianos verdaderos”. Por su parte, al referirnos a personas que manifiestan
ser cristianos pero no son realmente hijos de Dios, hablaremos de “cristianos
confesos”. ¿Cuál es la diferencia? Sólo hay una: la veracidad de la obra de
Dios en sus vidas.
Jesús, al referirse a la esencia del
hombre y sus obras, enseñó: “No es buen
árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto. Porque cada
árbol se conoce por su fruto; pues no se cosechan higos de los espinos, ni de
las zarzas se vendimian uvas” (Lucas 6:43-44). El principio es bastante
claro: Así como catalogamos a un árbol de “bueno” por sus “frutos buenos”, y a
uno de “malo” por sus “frutos malos”, y teniendo en cuenta que es imposible
recolectar un fruto que sea distinto a la naturaleza del árbol, así también las obras de los hombres darán cuenta de su
condición, ya sea aún muerta en pecados o redimida y eternamente viva. Jesucristo
no nos dice que al hacer buenas obras podemos alcanzar el perdón de Dios, como
algunos podrían pensar. Las buenas obras dan cuenta del perdón de Dios en
nuestras vidas. Son frutos, no requisitos. Jesús nos dice que la veracidad de
la salvación no está en nuestra confesión de ser cristianos, sino en los frutos
que demuestran tal obra en nuestras vidas. Suele ser muy oportuno aquel dicho
popular que exclama: “del dicho al hecho hay un gran trecho”. Aquí valen los
hechos, no las palabras. Es la gran diferencia entre “cristianos verdaderos” y
“cristianos confesos”.
Es tal esta enseñanza de los frutos que el
mismo apóstol Pablo animaba a los creyentes a examinarse a ellos mismos a fin de
reconocer si Dios realmente había hecho una obra en ellos, y el criterio
fundamental era si en la realidad, en la vida cotidiana, daban frutos dignos de
arrepentimiento, no si en tiempos anteriores habían confesado o profesado a
Jesucristo: “Examinaos a vosotros mismos
si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros
mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2
Corintios 13:5). Notemos aquí que la
palabra clave es “si estáis en la fe”, no “si estuvisteis”. Para muchos el
cuestionarse si Dios ha salvado sus vidas suele representar una contraposición
a la confianza en Él. Muchas congregaciones suelen prohibir a sus fieles
interrogarse si realmente han sido salvados o no. Sin embargo, las Escrituras
advierten contra el autoengaño, llaman al examen propio y condenan el
conformismo y la mera confesión como requisito para ser salvo. El examen
propio, al que llamó el apóstol Pablo, no atenta contra la confianza en Dios,
su misericordia o su amor, más bien, irrumpe completamente contra la falsa
conversión y la autoconfianza.
“Engañoso es el corazón más
que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).
“La iniquidad del impío me dice al corazón: No hay temor de Dios
delante de sus ojos. Se lisonjea (alaba), por tanto, en sus propios ojos, De que su iniquidad no será hallada y
aborrecida”
(Salmo 36:1-2).
“El que confía en su propio
corazón es necio…”
(Proverbios 28:26).
“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña”
(Gálatas 6:3).
“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos…Si alguno
se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal
es vana”
(Santiago 1:22,26).
“Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”
(1 Juan 1:8).
El asegurarnos salvados sólo porque
confesamos ser cristianos es descrito en la Escritura como un autoengaño. Ni
siquiera la aceptación de Jesús en el corazón como salvador personal, ni el
sentimiento de culpa por haber cometido pecado es suficiente para asegurar que
una persona ha sido salvada por Dios. El arrepentimiento, la separación del
pecado, puede incluso ser momentáneo, y por tanto, no ser verdadero. Si una
persona experimenta culpa y desea con todo su corazón separarse del pecado,
pero al final de cuentas no lo hace, se engaña a sí mismo si afirma ser un
creyente y seguidor de Cristo. Para Dios no valen las intenciones ni los actos
pasados. La obra de Dios en el corazón del hombre no está basada solamente en
lo que ocurrió, sino en lo que sigue ocurriendo. Una comparación objetiva de
nuestra vida ante la luz de las Escrituras es la mejor arma contra el
cristianismo iluso y fingido. Sin embargo, ¿Cómo distinguir a un “cristiano
verdadero” de uno confeso solamente? En otras palabras, ¿Cómo reconocer si Dios
realmente ha hecho una obra en la vida de una persona? Recuerde las palabras
del Señor: “Así que, por sus frutos los
conoceréis” (Mateo 7:20).
“Haced, pues, frutos dignos de
arrepentimiento”
(Mateo 3:8).
“…yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca”
(Juan 15:16).
“Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante
el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios”
(Romanos 7:4).
“…a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por
medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”
(Filipenses 1:10-11).
“para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y
creciendo en el conocimiento de Dios”
(Colosenses 1:10).
“Más el fruto del Espíritu
es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza;
contra tales cosas no hay ley”
(Gálatas 5:22-23).
“Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor;
andad como hijos de luz (porque el fruto
del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad)”
(Efesios 5:9).
“Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después
pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía”
(Santiago 3:17).
“Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en
él, éste lleva mucho fruto; porque
separados de mí nada podéis hacer”
(Juan 15:5).
Si nos detenemos en el último pasaje
revisado, nos encontramos con el Señor Jesús diciendo que el verdadero
discípulo llevará fruto por su permanencia en Cristo. Fuera de Cristo es
completamente impotente y depravadamente alejado de Dios. Jesucristo utiliza en
su alegoría la vid y los pámpanos, simbolizando la irremplazable dependencia
que tenemos hacia Él en relación a la salvación y los frutos que proceden de
esta: “Permaneced en mí, y yo en
vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece
en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (v.4). Si
revisamos el versículo 8 el Señor dice: “En
esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis
discípulos” (v.8). Esto nos aproxima aún más a la bella conclusión: La salvación de Cristo produce en el salvado
el deseo, el deber y la capacidad de cumplir la ley de Dios, expresada en
frutos. Sólo por Dios, por su obra y sólo por medio de Él, son posibles los
frutos. Fuera de su señorío y dependencia es imposible que demos buen fruto.
Dios debe ser glorificado por su obra y los efectos que está constante y
crecientemente produciendo.
En completa contraposición, los frutos
malos son producto de nuestra condición caída y radicalmente depravada. El
hombre desde su condición natural no anhela la justicia, no busca a Dios ni
está interesado en lo más mínimo en abandonar su pecado (Romanos 3:10, 11, 18).
No obstante, los malos frutos no sólo son evidencia de una condición
pecaminosa, sino también causa para la ira de Dios.
“Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto,
todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego”
(Mateo 3:10).
“… pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos
frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es
cortado y echado en el fuego”
(Mateo 7:17-19).
“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio,
fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades,
pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios,
borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os
amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no
heredarán el reino de Dios”
(Gálatas 5:19-21)
“pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser
maldecida, y su fin es el ser quemada”
(Hebreos 6:8).
Si Dios ha prometido que crear un
nuevo corazón dejará evidencias en el hombre, tales como la preservación en los
estatutos y mandatos del Creador (Ezequiel 36:26-27), confirmar que alguien es
cristiano aún sin dar frutos es un profundo error. No todo el que dice o
aparenta ser cristiano realmente lo es. Si un cristiano no da frutos de su
salvación, no es porque la ha perdido, sino porque nunca ha sido salvado.
Notemos que Jesucristo dice: “No todo el
que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace
la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día:
Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé:
Nunca os conocí, apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23).
Jesús tratará en aquel día con millones de “cristianos confesos”, quienes
afirmaron ser sus discípulos y en muchas ocasiones aparentaron serlo
(profetizar, echar fuera demonios, hacer milagros). Sus palabras confirman
nuestra conclusión. Jesús no dirá: Los
conocí, pero por desconocerme y desviarse de mí hoy los desecho. Jesús dirá
“Nunca
os conocí”. En otras palabras,
nunca fueron mis hijos. La salvación es un evento tan sublime que no dejará al
salvado sin evidencias.
Una persona puede aparentar rectitud y
religiosidad, tener conocimiento intelectual sobre la Palabra de Dios,
participar activamente en los asuntos de la iglesia, estar plenamente
convencida de su pecado y estar profundamente confiada en que ha sido salvada. Sin
embargo, aún todos los requisitos anteriores en conjunto no son una razón
suficiente para sostener que alguien ha sido salvado. ¿No fue el mismo Señor
Jesucristo quien les dijo a los fariseos, hombres de apariencia recta y
religiosa, altamente participativos de las cosas de la ley y las tradiciones
religiosas de la época: “¡Ay de vosotros,
escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros
blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro
están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27-28)?
La salvación es un milagro de Dios, y como evento sobrenatural debe dejar
evidencias que van más allá de lo común y del esfuerzo racional.
El hombre sin la operación del Espíritu
Santo en su vida no ama y no puede amar a Dios. El apóstol Pablo es enfático en
citar: “…No hay quien busque a Dios” (Romanos
3:11). Jesucristo dijo que el primer y grande mandamiento es: “…Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37). Dice la
Escritura que el resumen de toda la ley es este gran mandamiento. Pero, ¿Qué
tan práctico podría ser para un hombre no regenerado? La respuesta es que al
hombre, desde su estado natural, le resulta completamente imposible cumplir con
la ley, y por consiguiente de su lema principal de amor a Dios. El hombre puede
decir que ama a Dios, pero la evidencia de su amor no radica en su confesión,
sino en la intervención misma de Dios para efectuar sus mandamientos. El
apóstol Santiago dice: “Porque cualquiera
que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de
todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No
matarás. Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho
transgresor de la ley” (Santiago 2:10). Según lo expuesto por el apóstol es
IMPOSIBLE para el hombre cumplir con la ley de Dios, ya que si tan sólo hay un
pequeño desvío de ella ya nos hacemos completamente culpables de todos sus
puntos. El que no amemos a Dios es el efecto de estar separados de Él por
nuestro pecado. Nuestro corazón maligno es la fuente de todos los males, no el
origen de un amor genuino y verdadero hacia Dios. Por consiguiente, la única
forma de revertir este gran problema es que Dios mismo haga una obra en
nosotros, de tal manera que, con un corazón renovado por el Espíritu Santo, lo
amemos a tal medida que el pecado sea un antagonista en nuestra vida. Deseamos
con nuestro corazón cumplir su ley, y aborrecemos el pecado, que es el total
desacuerdo y contraposición con la ley de Dios. Si antes de la conversión
nuestro corazón, mente y espíritu estaban completamente separados de Dios,
cayendo en la absoluta depravación e inhabilidad para hacer lo bueno, Dios ha
prometido en su Palabra crear en el hombre un corazón nuevo, renovar su
entendimiento y poner su Espíritu Santo para morar con Él. Sólo de esta forma
el hombre puede desear, más que deber, hacer la ley de Dios y cumplir con sus
preceptos. Jesucristo derrota por completo la religiosidad y nos entrega el
mensaje más sublime: Dios en su gracia puede cambiarnos a tal punto que
deseemos cumplir la ley, la cual transgredíamos con todas nuestras fuerzas, y
no sólo ello, nos da la capacidad para amarle y aborrecer el pecado que antes
tanto amábamos. ¡Este es el evangelio!
El poder de Dios en la perseverancia
“Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo,
no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ése si tiene al
Padre y al Hijo”
(2 Juan 9).
El Señor Jesús nos
dice en su Palabra: “Y seréis aborrecidos
de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo” (Mateo 10:22). Más de alguna vez el Señor enseñó estas palabras,
pero ¿Cuál es su real significado? Fuera de lo que muchos puedan concluir, la
perseverancia de los santos es muchísimo más que una participación
ininterrumpida a la iglesia. Perseverar significa mantenerse firme y constante
en una manera de ser o de obrar, durar por largo tiempo en una conducta o
pensamiento. En la Palabra de Dios, la perseverancia, es decir, la capacidad de
mantenerse firme en la fe a pesar de las circunstancias luchando a muerte
contra el pecado, hasta el momento en que tenga que partir el ser humano de
esta tierra, no es posible sin que Dios intervenga con poder, a fin que en
verdad podamos perseverar. ¿Por qué? Como hemos revisado a lo largo de todo
este estudio sobre la doctrina de la gracia, nada somos para que algo bueno
venga de nosotros, más aún si esto involucra el sentido de permanencia y
continuidad a pesar del fracaso. La perseverancia en la Escritura proviene de
Dios. Él es quien provee el espíritu, la capacidad y las fuerzas para
perseverar en su senda. Para el hombre desde su condición más natural no existe
ningún incentivo ni fuerza alguna de perseverar en el temor de Dios. No puede
mantenerse firme en algo que jamás ha deseado ni deseará por su voluntad. Es el
milagro de Dios el que opera en su ser, a fin que sea capacitado para que nunca
se aparte de su voluntad y amparo, y sea toda la gloria única y esencialmente
para Él. Tan sólo veamos cómo la Escritura trata este tema:
“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su
grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la
resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible,
incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois
guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que
está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero”
(1 Pedro 1:3-5).
De acuerdo a lo expuesto por el
apóstol Pedro el renacimiento o regeneración a una esperanza viva tiene como
resultado una preservación en los cielos. Esta epístola fue referida a los
elegidos (v.2), a cristianos eficazmente salvados. El apóstol no repara en
decir que la salvación de la cual son participes está “reservada en los cielos
para vosotros” y que son “guardados por el poder de Dios mediante la fe”. El
nuevo nacimiento no tiene un fin vano, ¿De qué nos serviría renacer a una
esperanza viva si esta pierde sentido para nosotros? ¿Cómo sería posible estar
de pie en la condición regenerada sin que Dios continúe haciendo su obra? El
mismo apóstol responde a ello: “Mas el
Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después
que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme,
fortalezca y establezca” (1 Pedro 5:10). El mismo Dios que realizó una obra
de llamamiento y regeneración, es el mismo que sostiene al salvado por su gracia.
La gracia que otorga Dios al salvar es la misma que hace perseverar al corazón
nuevo, el apóstol Pablo también insistió en lo mismo: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser,
espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro
Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1
Tesalonicenses 5:23-24). Dios mismo ha asegurado que aún en la tentación y
potencial pecado que arremeta ante nosotros, Él se mostrará fuerte en nuestro
favor: “No os ha sobrevenido ninguna
tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados
más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la
tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13). Fue el
mismo apóstol quien confirmó: “Pero fiel
es el Señor, que os afirmará y guardará del mal” (2 Tesalonicenses 3:3). Este
es uno de los puntos en los que detractores de la doctrina reformada caen.
Piensan que la salvación es un evento único en el que Dios otorga una especie
de ticket que uno debe cuidar con todas sus fuerzas, no sea que el diablo lo
arrebate. La Escritura está en contra de este pensamiento y afirma
categóricamente que si la salvación sólo consiste en un evento inicial y no a
la vez progresivo, entonces nadie sería salvo, pues ¿Quién acaso es lo
suficientemente santo como Cristo para no decaer jamás? ¿Quién puede vivir en
Santidad sin que Dios le otorgue tal Santidad? Si Dios no acompaña al nuevo
corazón, suministrándole fuerzas para el combate contra el pecado y el
crecimiento en Santidad, tal corazón perecerá. Por lo mismo la Escritura jamás
desliga el evento del nuevo nacimiento con su posterior y constante
perseverancia. El mismo Dios que nos ha hecho renacer nos mantendrá en el
camino creciendo en Santidad, a pesar de nuestras tristes caídas. Prueba de tal
obra progresiva del Espíritu Santo de Dios en nosotros, manteniéndonos en la
senda hacia la Ciudad Celestial, es lo expuesto por el apóstol Pablo a los
Filipenses:
“Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros, siempre en
todas mis oraciones rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión
en el evangelio, desde el primer día hasta ahora; estando persuadido de esto,
que el que comenzó en vosotros las buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo”
(Filipenses 1:3-6).
El apóstol declara que la obra hecha
desde el primer día hasta ahora no es una obra estática, Él perfeccionará lo
que ha comenzado. Para ser estrictos el apóstol Pablo se está refiriendo
específicamente a la comunión que tenían los Filipenses en el evangelio. No
obstante, este llamado es bastante similar a la oración que presentaba el Apóstol
por los Colosenses: “Siempre orando por
vosotros, damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, habiendo
oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis a todos los santos, a
causa de la esperanza que os está guardada en los cielos, de la cual ya habéis
oído por la palabra verdadera del evangelio” (Colosenses 1:3-5). El amor a
los Santos y la comunión con ellos no vienen de corazones muertos en pecado
sino de mentes renovadas por la Palabra de Dios. Es necesario el nuevo
nacimiento para participar de tal comunión. Con todo eso quiero decir que la
buena obra que Dios comenzó no es en estricto punto la comunión de los Santos,
sino la obra salvadora por medio de su gracia. Es la salvación lo que permite
la comunión y el amor de los Santos. La fe y el amor de los Colosenses, dijo el
apóstol Pablo, son el efecto de la gracia operada en ellos. Así también la
comunión de los Santos. Por lo tanto, la obra que perfecciona Dios a través del
tiempo es la obra de Salvación. Esto explica de inmejorable forma el
crecimiento que tiene el cristiano verdadero a lo largo de los años. De hecho, uno de los más grandes
críticos a la doctrina de la Incapacidad del Hombre declaró: “¿Qué santo verdadero no sabe, que sus
hábitos anteriores son tales, y tales las circunstancias del juicio bajo el que
está ubicado y tal la tendencia hacia debajo de su propia alma, que aunque esté
convertido, no perseveraría ni por un ahora, excepto por la gracia y el
Espíritu de Dios que moran en él y que lo levantan y avivan en el camino de la
santidad?” (Finney, Teología Sistemática. Pág.552. Editorial Peniel). La perseverancia que tiene el hombre
regenerado no proviene de sí mismo ni de su propia conciencia de permanencia,
sino más bien de la obra que Dios está perfeccionando en él. No obstante,
tal perseverancia debe traducirse en frutos dignos de arrepentimiento, en una
lucha persistente contra el pecado y en un crecimiento en el conocimiento de
Dios:
“Y el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino
celestial. A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”
(2 Timoteo 4:18).
La perseverancia es un excelente
indicador de cuán veraz es la profesión de fe de un cristiano. Si perseveramos
hasta la muerte es porque hemos sido salvados, no porque seremos salvos a causa
de la perseverancia. Recordemos que la perseverancia es un fruto de la salvación,
no un requisito. Al observar las evidencias bíblicas, resulta incompatible con
la Escritura aquella interpretación que asegura que la perseverancia es la
manera de obtener salvación, lo que en otras palabras sería igual a decir “Si
persevero me salvaré, debo perseverar para salvarme”. La resolución a la que
llegó el Sínodo de Dort en 1619, discutiendo sobre la perseverancia en la fe,
fue la siguiente:
“Habiendo declarado la doctrina ortodoxa, el Sínodo rechaza los errores
de aquellos…Que enseñan que Dios ciertamente provee al hombre creyente de
fuerzas suficientes para perseverar, y está dispuesto a conservarlas en él si
éste cumple con su deber; pero aunque sea así que todas las cosas son
necesarias para perseverar en la fe y las que Dios quiere usar para guardar la
fe, hayan sido dispuestas, aun entonces dependerá siempre del querer de la
voluntad el que éste persevere o no… Pues este sentir adolece de un
Pelagianismo manifiesto; y mientras éste pretende hacer libres a los hombres,
los torna de este modo en ladrones del honor de Dios; además, está en contra de
la constante unanimidad de la enseñanza evangélica, la cual quita al hombre
todo motivo de glorificación propia y atribuye la alabanza de este beneficio
únicamente a la gracia de Dios; y por último va contra el Apóstol, que declara:
“Dios… os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de
nuestro Señor Jesucristo” (1 Co.1:8)”
Cánones de Dort
Reprobación de los
errores
Capítulo V: De la
perseverancia de los Santos
La perseverancia es la evidencia de que la
obra de Dios ha sido real en la vida del hombre. Antes de robar la Gloria de
Dios debemos dar gracias a Dios por hacernos perseverar, pues no provendría de
nuestros esfuerzos. Los reformadores llamaron a la doctrina que se desprendía
de cada uno de los pasajes revisados “la
doctrina de la perseverancia de los santos”.
La doctrina de la perseverancia no es causa para el conformismo ni el
libertinaje
La principal crítica que se hace a esta
doctrina es la de mantener una actitud licenciosa hacia el pecado o de crear una
tendencia natural hacia este. Sin embargo, jamás en las Escrituras se nos enseña
a volver a nuestro pecado, sino a sostener una lucha contra este y un constante
abandono de toda la inmundicia que empaña la Gloria de Dios. El arrepentimiento
que enseña la ley, los profetas, Jesucristo y los apóstoles, es un abandono
creciente y constante del pecado, que parte de un odio tremendo por la maldad
en que antes se vivía, no un simple clamor por perdón. Los que sostienen que
pueden pecar deliberadamente luego del evento de la salvación, debido al
carácter eterno del perdón de Dios, han olvidado una parte fundamental de la
Palabra de Dios. El sentido principal de la salvación es crear en el hombre un
corazón nuevo, que cumpla los mandatos de Dios y se aleje por siempre del mal.
Quien no ha entendido primero esto no comprenderá jamás la doctrina de la
perseverancia.
Charles Finney, uno de los más
importantes ministros del “segundo avivamiento” cristiano de Estados Unidos,
sostuvo una línea bastante similar a la doctrina pelagiana, incluso podría
reconocerse como un “pelagiano a mucha honra”. Podría pensarse que tal ministro
pudiese objetar en contra de la doctrina de la perseverancia de los Santos, no
obstante, hace defensa de ella (o parcialmente de ella) en su obra “Teología Sistemática”
diciendo:
“Se dice que la misma tendencia natural de esta doctrina la condena;
que tiende a generar y alentar una presunción carnal en una vida de pecado,
sobre todo en aquellos que piensa de sí mismos como santos. Respondo a esto que
existe una clara y obvia distinción entre el abuso de alguna cosa o doctrina
buena, y su tendencia natural. La tendencia legítima de una cosa o doctrina
puede ser buena y, sin embargo, es posible pervertirla o abusar de ella”
Charles Finney
Teología Sistemática
Capítulo 36:
Perseverancia de los Santos II
Según Finney, existe una diferencia
entre la tendencia natural de la doctrina de la perseverancia de los Santos y
la perversión que se hace de ella. El hecho que la doctrina no se entienda o no
se analice debidamente no es garantía para desecharla. Analizando las
objeciones, que pronto responderemos a cada una, podemos ver una tónica que se
repite en ellas, y es el celo sincero de pensar que si se es salvado una vez y
para siempre tal noción puede crear en nosotros conformismo y libertinaje, esto
es, una vida de pecado e injusticia bajo la falsa seguridad de estar salvados.
No obstante, comparto el mismo celo, pues muchos de los que dicen ser
cristianos siguen una doctrina liberal en la que la perseverancia de los santos
se ha transformado en una frívola seguridad para pecar constantemente. Para
tales cristianos “ya están salvados”, y por lo tanto, el que cometan más o
menos pecado no importa. Sin embargo, el que algunos o muchos vivan de una
forma contraria a la Palabra escudándose en una doctrina bíblica no niega la
verdad de tal doctrina. Aquellos que fomentan el pecado de sus amigos
diciéndoles “Dios te perdonará, pues Dios es amor”, ¿Están diciendo una
mentira? Por supuesto que no, pues la Escritura expone claramente que Dios es
amor. El sólo hecho que tal consejo sea impropio por el fin que promueve, no
niega la verdad bíblica que se ocupó para objetivos indebidos. Por lo tanto,
debemos partir por la percepción que el hecho que muchos vivan contrariando con
sus vidas esta doctrina no la niega, incluso me atrevo a adelantar que sus
vidas reprobadas fortalecen aún más tal doctrina. Comparto lo expuesto por
Finney en este punto al decir: “…un
examen más detenido mostrará que la objeción contra aquellas doctrinas carece
enteramente de fundamento; y no
solamente eso, sino que la verdadera tendencia natural de aquellas doctrinas
aporta la posibilidad de un fuerte argumento a su favor” (Finney, Teología
sistemática. Pág.551. Editorial Peniel).
Partiremos este punto exponiendo la
objeción a la doctrina de la perseverancia. Si bien sus detractores hayan
consuelo en ciertos versículos para exponer su punto, su idea principal es errada,
lo cual deseo demostrar. La objeción parte diciendo que el creer en que la
salvación no es posible perderla lleva al creyente a un estado de conformismo y
libertinaje, esto es, pecar deliberada y constantemente amparado en su
seguridad de salvación. Para los defensores de esta idea, Dios da un regalo (la
salvación) que el hombre observa si cuida o no. Si es descuidado perderá su
salvación a causa de los pecados, pero si decide perseverar cuidará la
salvación que le ha sido dada. Una gran parte de ellos afirma que el creyente
sólo está seguro de la salvación si está en Cristo, pero si se aparta de Cristo
y vuelve al mundo o comete pecados de muerte, la salvación fue historia. Sin
perjuicio de ello, la objeción se levanta sobre un punto en particular y es el
que hemos estado mencionando: alentar el alma para el pecado. Según tal, la
doctrina de la perseverancia puede alentar el corazón para la maldad.
Ante tal objeción no podemos responder con
total negación porque es cierto que muchos se sostienen de tal doctrina para
cometer pecado con avidez. No obstante, el hecho que muchos perviertan la
doctrina con su comportamiento mundano no es garantía de que la doctrina sea
mala. Sería injusto tildar a Martín Lutero de revolucionario y agitador mundano
por el vandalismo y asesinato de los campesinos que en su época malentendieron
el mensaje del reformador destruyendo iglesias y asesinando monjes. Así mismo el
que algunos digan vivir para Cristo no debe evaluarse por sus palabras sino por
sus frutos. Si alguien dice que es salvo y por lo tanto puede pecar cuanto
desee, de todas formas Cristo ya compró su salvación y nadie lo puede arrebatar
de la mano de Dios, tal supuesto creyente no es más que un blasfemo y perdido.
No obstante, si bien tal “cristiano confeso” puede sembrar dudas respecto a la
doctrina de la perseverancia, no la anula por su mal vivir, pues su
comportamiento ha dado cuenta que no ha entendido la doctrina de verdad. Esto
digo porque la objeción que exponen los detractores de la doctrina reformada
es, como dijo Spurgeon, en parte error y en parte mentira: “En parte es un error porque tiene su origen en un entendimiento
incorrecto, y en parte es una mentira porque los hombres saben que no es cierto
o deberían saberlo, si así lo quisieran”. Spurgeon estima: “Creo que la conclusión que llevaría a los
hombres a pecar porque la gracia reina no es lógica, sino precisamente lo
contrario; y me atrevo a afirmar que, de hecho, los hombres impíos, como regla
no toman como pretexto la gracia de Dios como una excusa para su pecado. Como
regla son demasiado indiferentes para preocuparse por cualquier tipo de
razones; y si ofrecen una excusa es usualmente más débil y superficial. Puede
haber unos pocos hombres de mentes perversas que hayan usado este argumento,
pero no hay registro de las extravagancias del entendimiento caído” (Spurgeon,
Sermón: Las doctrinas de la Gracia no conducen a pecar). Según el predicador pocos
podrían excusarse de que son salvos para pecar, con regularidad si alguien ha
pecado busca otro tipo de razones para justificar el pecado, si es que
verdaderamente le avergüenza. Aún así, el hecho que unos pocos puedan utilizar
este argumento, como tengo entendido que profesan ciertos jóvenes
pseudocristianos, no significa que la doctrina esté desechada, pues como bien
lo ilustra Spurgeon:
“Si vamos a condenar una verdad por el mal comportamiento de individuos
que profesan creerla, nos encontraríamos condenando a nuestro Señor mismo por
lo que hizo Judas, y nuestra santa fe moriría en las manos de apóstatas e
hipócritas. Actuemos como hombres racionales. No culpamos a las sogas porque
algunas criaturas locas se han ahorcado con ellas; ni pedimos que la
cuchillería de Sheffield deba ser destruida porque los utensilios filosos son
instrumentos de los asesinos”
Charles Spurgeon
Sermón: Las doctrinas
de la gracia no conducen a pecar
Predicado el 19 de
Agosto de 1883
Todos aquellos que promovieron las
Doctrina de la Gracia en la Historia de la Iglesia, hombres de oración y ayuno,
de una fe pura y meditación creciente de las Escrituras como Owen, Charnock,
Manton, Howe, entre otros, fueron hombres entregados por entero a la gracia, no
confiaron un solo instante en su brazo de fuerza, sino únicamente en el Señor. Mientras
se les podía calificar de “animadores al pecado” por sostener la doctrina de la
perseverancia de los Santos, ellos se encontraban de rodillas orando a Dios y
en diversas persecuciones soportando por la causa del evangelio. ¿Quién podría
calificarles de tendientes al pecado o alentadores de una vida carnal y
destructiva? No puedo explicarlo de mejor forma que Spurgeon al decir: “Señores, si había iniquidad en la tierra en
esos días, se encontraba en el partido teológico que predicaba la salvación por
obras. Esos caballeros con rizos al estilo de las damas y muy perfumados, cuyos
discursos tenían un sabor profano, eran los abogados de la salvación por obras,
y todos enlodados y salpicados por la lujuria abogaban por el mérito humano;
sin embargo los hombres que creían en la gracia solamente eran de otro estilo.
No estaban en las cámaras del alboroto y el libertinaje; ¿en dónde estaban? Se
les podía encontrar de rodillas clamando a Dios pidiendo ayuda en la tentación;
y en los tiempos de persecución se podían encontrar en la prisión sufriendo con
alegría la pérdida de todas sus cosas por causa de la verdad. Los puritanos
eran los hombres más piadosos sobre la faz de la tierra. ¿Son tan
inconsistentes los hombres que les ponen un apodo por su pureza y, sin embargo,
dicen que sus doctrinas conducen al pecado? Y no es un ejemplo solitario el del
Puritanismo; toda la historia confirma la regla: y cuando se dice que estas
doctrinas promueven el pecado, yo apelo a los hechos”. Hemos visto en la
Historia de la Iglesia que los perseguidos promotores de esta doctrina jamás
vivieron conforme al abuso que muchos hacen de la doctrina. Por lo cual, la
tendencia aparentemente automática que defienden los detractores de la doctrina
de la perseverancia no es tan real como suponen. Aún así, se ha visto a falsos
profetas enseñando que si una vez se es salvo no es posible caer del estado de
la gracia, y por lo tanto, es posible pecar de vez en cuando siempre y cuando
pidamos a Dios perdón. Tales hombres sólo están para entretener a hombres
carnales que alivian sus ansias lujuriosas en consejos depravados. Esto no
niega la doctrina, aunque si la desprestigia. No obstante, esta doctrina no
está basada en los comportamientos que tengan hombres impuros e inconversos,
sino en la Palabra de Dios.
Dios salva mediante la regeneración por el
Espíritu Santo, el nuevo nacimiento descrito en Juan 3. Jesús mismo ha dicho
que es necesario nacer de nuevo para ver el reino de Dios, es decir, ser
rescatado eternamente del infierno y llevado a la gloria del Altísimo. El corazón
nuevo es símbolo del nuevo hombre descrito en las epístolas del apóstol Pablo:
“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que
está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de
vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y
santidad de la verdad”
(Efesios 4:22-24).
“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas
viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”
(2 Corintios 5:17).
“No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre
con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo
creó se va renovando hasta el conocimiento pleno”
(Colosenses 3:9-10).
“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la
incircuncisión, sino una nueva creación”
(Gálatas 6:15).
La línea que podemos distinguir en todas
estas menciones es la de una conversión de una vieja criatura en pecado a una
nueva criatura que vive para Dios. El mismo Apóstol describe que la conversión
sólo es posible por medio del sacrificio de Jesucristo: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con
él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirva más al pecado… Y si morimos con Cristo, creemos
que también viviremos con él” (Romanos 6:6,8). Sólo por la muerte y
resurrección de nuestro Señor podemos morir al pecado y revivir para Dios
respectivamente. Dios nos habla de “nuevas criaturas”, “nuevos hombres”,
“nuevas cosas”. La pregunta ideal es, ¿Qué relación específica con el pecado
tienen estas nuevas criaturas? La objeción a la que respondemos puede ser rebatida
fácilmente al decir que una nueva criatura no tiene los mismos afectos,
sentimientos, costumbres, relaciones, deseos ni deberes de una vieja criatura,
pues es lo que por lógica deducimos cuando se pronuncia el adjetivo “nuevo”, y
más aún cuando se nos habla que la diferencia entre el viejo y el nuevo hombre
es el abandono de vicios y deseos engañosos (pecado). Sin perjuicio de lo
anterior, la lógica no debe superponerse a la Palabra de Dios, y por lo tanto,
es necesario presentar evidencias bíblicas que demuestren que la objeción es
incorrecta en sí misma. Sujetándonos de la misma línea que estábamos abordando
podemos continuar leyendo al Apóstol Pablo quien dice: “sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere;
la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió
una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:9-10).
Tan sólo detengámonos a revisar la seguidilla de verdades que el Apóstol
describe. Existe un viejo hombre que fue crucificado juntamente con Cristo para
que el nuevo ya no sirva más al pecado (v.6), y no sólo ello, sino que por
medio de su resurrección podemos vivir con Él (8-9). Cristo resucitado ya no
muere, por lo que la muerte y el pecado ya no se enseñorean de Él. La consulta
es, ¿Puede el nuevo hombre estar bajo la bendición de no volver a estar bajo el
señorío del pecado y la muerte? El Apóstol aproxima su respuesta diciendo: “Así también vosotros consideraos muertos al
pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos
6:11). Hasta el momento podemos llegar a pensar que podemos participar de la
bendición de estar libres de la esclavitud del pecado, no obstante falta una
respuesta más categórica, y esta la hallamos en el versículo 14: “Porque el pecado no se enseñoreará de
vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (v.14). El
Apóstol responde afirmativamente a nuestra pregunta. Asimismo como Jesús murió
nuestro viejo hombre sumido en pecado murió, pero en cuanto Jesús vive nosotros
vivimos para nuestro Dios y no se enseñorearan de nosotros el pecado ni la
muerte. Nuestra primera respuesta a la objeción planteada por los detractores
de la Doctrina de la Perseverancia de los Santos es que el pecado no puede
enseñorearse de una nueva criatura, y si un hombre que se intenta comportar
como “nuevo” pero que sirve aún al pecado sin variación alguna para pensar que
es un “nuevo hombre”, tal no es una nueva criatura pues negaría el principio de
Romanos 6:14. Por lo tanto, si alguien dijese que es nueva criatura pero a la
vez vive bajo el señorío del pecado, tal es mentiroso. Si el pecado se
enseñorea o domina a un hombre esto no es muestra de pérdida de salvación, sino
más bien la evidencia de una vida en donde el señorío de Cristo nunca estuvo
presente. Recordemos que existe una diferencia entre cristianos verdaderos y
cristianos meramente confesos: “Hay una
gran diferencia entre el cristianismo nominal y el cristianismo real, y esto
generalmente se puede comprobar en el fracaso de uno y en la perseverancia del
otro” (Spurgeon, Sermón: La perseverancia final de los Santos).
Si el cristiano verdadero no será
enseñoreado por el pecado pues Cristo no es enseñoreado por el pecado ni por la
muerte, ¿Cómo entonces el cristiano demuestra que no es esclavo del pecado?
Simplemente porque el que ha comenzado en él la buena obra (Filipenses 1:6) le
hará crecer en santidad cada día. El camino del cristiano no es el pecado sino
la Santidad. Todo el que objeta contra la Doctrina de la Perseverancia de los
Santos olvida que un cristiano no debe vivir en pecado, pues si vive en pecado
no es un cristiano verdadero. Si el pecado se enseñorea del que dice vivir para
Dios entonces hay una contradicción evidente. La Palabra de Dios bien enseña
que la voluntad de Dios es la Santificación de sus escogidos (1 Tesalonicenses
4:3). Antes de aquella locura de involucrar el pecado como una forma de vida
para el salvado, el cristiano genuino y verdadero es llamado a la Santidad. La
Santidad es un fruto del Espíritu Santo, es la verdadera evidencia de si
alguien es salvo o no. Su persistencia en la Santidad será evidente pues Dios
la enseña en su Palabra y el hacedor de la Palabra la busca a diario: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado
para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad
y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito
2:11-12). Aquel que no vive sobria, justa y piadosamente simplemente es porque
no ha sido enseñado de la gracia de Dios, y recordemos que sólo es posible dar
frutos una vez que hayamos oído y entendido la gracia de Dios en verdad
(Colosenses 1:6). La Palabra de Dios no escatima en decir: “Seguir la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al
Señor” (Hebreos 12:14). Nadie puede entrar al reino de los cielos sin
Santidad. Nadie puede mirar a los ojos a nuestro Señor sin Santidad. Sería
irrisorio suponer que un cristiano puede vivir haciendo caso omiso a tal
santidad o que en vez de perseverar en ella se valga del pecado para
reemplazarla. Una de las cosas que Dios prometió por medio de la obra de Cristo
es que los redimidos irán por un especial camino: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no
pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en
este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Isaías 35:8). Un
cristiano verdadero persevera en Santidad siempre, de otro modo, no es un
cristiano verdadero como supone. No existen vacaciones para la Santidad, no hay
momentos de descanso o días libres, la Santidad es un camino en el que se está
o no, y el cual el creyente verdadero desea seguir con fe y amor a su Señor.
Aunque alguno podría exclamar casi como un
suspiro agonizante: ¿Entonces el cristiano no puede pecar? La respuesta que nos
entrega la Escritura es que existe una clara diferencia entre el pecado en que
el cristiano tristemente puede caer y el pecado en que el hombre no regenerado
vive. Por ello el Apóstol Juan alivia el alma angustiada y avergonzada de haber
pecado contra su Señor diciéndole: “… y
si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el
justo” (1 Juan 2:1). La vida del cristiano no es perfecta, de otro modo, no
estaría en la tierra. El cristiano puede desviarse y decaer, pero sólo
momentáneamente. Su corazón está constantemente pendiente de agradar a quien le
rescató de su pecado y del dolor eterno del infierno. No obstante, no puede
volver a la antigua vida que tenía antes, pues el pecado no se enseñoreará
sobre él. Si peca su Padre le disciplinará con dureza. Si cae se levantará y
seguirá adelante: “No obstante,
proseguirá el justo su camino, Y el limpio de manos aumentará la fuerza” (Job
17:9). El mismo Finney declaró que la Doctrina de la Perseverancia “…es absolutamente necesaria para impedir la
desesperación, cuando la convicción es profunda, y los conflictos con la
tentación, agudos. Su tendencia natural es destruir y mantener bajo el egoísmo,
impedir esfuerzos y resoluciones egoístas… Tiene la tendencia de someter el
pecado, humillar al alma bajo el sentir del grande amor y fidelidad de Dios en
Cristo Jesús, a influenciar al alma a vivir en Cristo, y a renunciar
completamente y para siempre a toda confianza en la carne” (Finney,
Teología Sistemática. Pág.554. Editorial Peniel). Edwin Palmer concilia esto ejemplificando: “La vida del cristiano es como la línea que describe la economía de un
país durante un periodo de cien años. La línea del diagrama empieza en el
rincón izquierdo más bajo y se va elevando hacia el extremo derecho superior.
Hay altos y bajos, hay recesiones y depresiones casi catastróficas. La línea es
quebrada y no recta en su ascensión; pero si se la considera globalmente, en
ese período de cien años, es fácil ver que a pesar de los retrocesos
temporales, al final hay ganancia, y que la economía de ahora es muy superior a
la del siglo diecinueve” (Palmer, Doctrinas Claves. Pág.133. Editorial El
Estandarte de la Verdad). No podemos ignorar que la perseverancia consiste en
una lucha a pesar de las adversidades. Trata de un camino cuesta arriba que
deba terminarse sí o sí. Dios advierte en su Palabra de las caídas que pueden
tener sus hijos a lo largo del camino, pero también habla de la corrección y
restitución que por gracia hace a favor de ellos. En resumen, no podemos
observar la perseverancia cristiana abstrayéndonos de la Santidad y lucha
contra la maldad que acompaña todo el camino.
A pesar de todo lo revisado muchos
aún pueden insistir diciendo que todo lo revelado puede tentar al corazón
distraído hacia el pecado. Este argumento sigue siendo tan absurdo como al
principio, incluso comienzo a entender a Finney cuando dijo: “¡Imposible! Esta doctrina, aunque es pasible
de abuso por los hipócritas, aún así es el ancla segura de los santos en horas
de conflicto. Y ¿se privará a los hijos del pan de vida, porque los pecadores
perviertan su uso para su propia destrucción?” (Finney, Teología
Sistemática. Pág.554. Editorial Peniel). El mismo Apóstol Pablo fue juzgado por
detractores, tomando en consideración la misma objeción: “¿Y por qué no decir (como se nos calumnia y como algunos, cuya
condenación es justa, afirman que nosotros decimos): Hagamos males para que
vengan bienes?” (Romanos 3:8). Ya en tiempos tan tempranos la Gracia de
Dios estaba siendo cuestionada respecto a la perseverancia, a lo cual el mismo
Apóstol responde:
“¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia
abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo
viviremos aún en él?”
(Romanos 6:1-2).
“¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la
gracia? En ninguna manera”
(Romanos 6:15).
La respuesta es tan categórica que me
uno a Spurgeon al decir: “Ésta es la
objeción constantemente repetida que he oído hasta el cansancio, con su ruido
vano y falso. Casi me avergüenzo de tener que refutar tan abominable argumento.
Se atreven a afirmar que los hombres se sentirán con licencia para ser
culpables por esa gracia de Dios y no titubean en decir que si los hombres no
son salvos por sus obras, entonces llegarán a la conclusión que su conducta es
un asunto sin importancia, y que pueden pecar para que abunde la gracia” (Spurgeon,
Sermón: Las doctrinas de la Gracia no conducen a pecar). El mismo Apóstol
respondió a este asunto en una de sus epístolas más leídas, y aún así,
permanece invisible para aquellos que se suman a las calumnias contra la Sana
Doctrina. Aquellos que asumen que la Salvación se pierde puesto que la doctrina
opuesta (la salvación no se pierde) sienten que alienta a pecar, debiesen
educarse urgentemente en la Escritura. La gracia de Dios jamás genera en el
hombre un propósito adverso como algunos pensarían: “Porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo bien, hagáis callar
la ignorancia de los hombres insensatos; como libres, pero no como los que
tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios”
(1 Pedro 2:15-16). No obstante, si existen falsos profetas que abusan de la
Doctrina de la Perseverancia de los Santos, fuentes seguras para que muchos se
opongan a tal Doctrina, debemos saber que tales ya estaban descritos en la
Palabra: “Porque algunos hombres han
entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta
condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro
Dios, y niegan a Dios el único soberanos, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas
4). El apóstol Judas jamás expuso que la Gracia de Dios era insegura o debía
ser anulada debido al comportamiento de los falsos profetas, sino al contrario,
tal Gracia demostraba en cierto sentido el error perturbador que tenían tales.
Asimismo debemos aplicar aquello para todo tipo de consejero, sea un obispo o
compañero de cuarto, si nos incentiva a pecar tomando como ejemplo la Doctrina
de la Perseverancia, entonces mejor no escucharle. Tengamos en cuenta que uno
de los que más tienta con este tipo de Doctrina es el enemigo. Ante cualquier
mórbido ataque de menuda consistencia es bueno responder como el Apóstol: “¿Pecaremos para que la gracia abunde? En
ninguna manera”.
Ninguno de los apóstoles, siento yo,
dedico más a este tema que el Apóstol Juan. No es mi intención introducirme en
su mente, no sé si él alguna vez pensó que existiría este tipo de debate con
respecto a la doctrina bíblica, pero en alguna forma siento que Dios lo inspiró
para dar respuestas a las dudas de muchos creyentes en todas las épocas.
Revisemos unas cuantas menciones sobre la Perseverancia expuesta en sus
escritos:
“Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros
permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos”
(Juan 8:31).
Notemos que Jesucristo el Señor se
refiere a los judíos que habían creído en Él, no a incrédulos. Les advierte que
si verdaderamente permanecen en la Palabra que les enseñaba, serían realmente
sus discípulos; si se apartaban, la demostración sería opuesta. Esto no niega la inmensa posibilidad de
depositar un cierto grado de confianza en Jesús por un tiempo, pero no se
trataría de fe verdadera, pues la fe que concede el Señor no es únicamente un
punto inicial, sino también una fe viva que acompaña todo el crecimiento y
perseverancia en Santidad, jamás retrocede al mundo, ni regresa a la antigua
vida de la cual fue sacado, sino que progresa cada día, independientemente de
las caídas que pueda tener. A un discípulo se le puede llamar de esa manera
porque permanecerá en la Palabra de Dios. Si no permanece en la Palabra no es
un discípulo. Todo esto es ratificado en la primera epístola que envía el Apóstol,
al decir: “…así ahora han surgido muchos
anticristos… Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen
sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se
manifestase que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:18-19). El hecho que
algunos abandonen la fe que dijeron tener muchas veces resalta la fe de los que
verdaderamente la tienen. El Apóstol es enfático al decir que “no eran de nosotros”. Si el punto de
vista de los detractores de la doctrina reformada es correcto la mención
bíblica debiese ser “Salieron de
nosotros, y fueron de nosotros”, lo cual no es en nada correcto. No eran de
nosotros precisamente porque si fuesen de nosotros habrían permanecido con nosotros. La permanencia en la fe es evidencia de
la Obra progresiva de Dios, la cual perfeccionará cada día hasta el día de
Jesucristo. La huida del camino da cuenta, no de pérdida de salvación, sino de
una ausencia en la fe, pues de lo contrario jamás hubiera dejado la senda.
Pero, ¿A qué llamamos permanecer? Permanecer en la Palabra del Señor guarda
relación con “vivir en ella”. La palabra exacta para permanecer viene del
griego menó que significa quedarse,
durar, perseverar, retener, posar, vivir. La palabra hace mención a un estado
perdurable, no estar de paso únicamente. Un cristiano lamentablemente puede
caer o desviarse debido a las tentaciones de su propia concupiscencia, las
maquinaciones del enemigo y la vanagloria y perversión del mundo. No obstante,
si es un verdadero discípulo perseverará con fe y seguirá adelante. Lo
maravilloso de ello es que quien nos permite y hace perseverar es el mismo Dios
que nos da la fe para hacerlo. Por lo cual, todo aquel que diga que la Doctrina
de la Perseverancia es un llamado al pecado contradice a nuestro Señor, pues
sólo han tomado en cuenta la Gracia ofrecida por nuestro Dios pero no los
frutos que esa misma Gracia crea en el corazón humillado: perseverancia y
permanencia en la fe.
No debemos olvidar que no todo el que dice
Señor a Jesucristo es un verdadero discípulo. Existe una larga distancia entre
meramente profesar ser cristiano y verdaderamente serlo. El Apóstol no escatima
en decir: “El que dice que está en la
luz, y aborrece a su hermano, está
todavía en tinieblas” (1 Juan 2:9). Notemos que se nos hace mención del que
dice que anda en luz pero que hace precisamente algo no concordante
con la luz en la cual dice caminar: aborrecer
a su hermano. Si los detractores de la Doctrina de la Perseverancia
tuviesen razón, el pasaje bíblico sonaría algo así como “El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, ya no está en
la luz”, haciendo alusión a perder el estado de la Salvación. No obstante,
no es lo que dice el texto. El que dice estar en la luz pero aborrece a su
hermano es porque aún no está en la luz. La palabra aún denota un estado al cual no se ha accedido, es más el versículo
subsiguiente hace clara mención de un estado no regenerado: “Pero el que aborrece a su hermano está en
tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le
han cegado los ojos” (v.11). Todo esto es confirmado con el versículo 10 el
cual dice: “El que ama a su hermano,
permanece en la luz, y en él no hay tropiezo” (v.10). No hay tropiezo para
que el que está en la luz. No puede deslizarse del estado de Salvación al
estado de Perdición. Ha sido comprado con Sangre, no será desechado. Tanto el
hecho que el que ama a su hermano permanece en la luz como el que aborrece a su
hermano aún está en tinieblas, confirma la Doctrina de la Perseverancia y a la
vez niega el menudo argumento que establece que tal Doctrina genera una vida
licenciosa en pecado.
La perseverancia de los Santos es una
Doctrina que lejos de alentar al pecado, lo censura porque Dios lo condena. Es
más podría llegar a ser una de las verdades más terribles para el no regenerado
pero a la vez el puente que Dios puede utilizar para atraerle a su Gracia
Salvadora, pues al ver que su vida no da frutos y no se conforma a la Doctrina
de Dios, puede ver que aún se encuentra en un estado de perdición. El estar o
no en Cristo es uno de los motivos por los cuales debemos examinarnos. Si el
examen tiene un resultado desfavorable el corazón afligido tiene la esperanza
que el Salvador Jesús obrará si se arrepiente de los pecados y cree en el
evangelio. La Doctrina de la Perseverancia de los Santos nos permite cuestionar
nuestras vidas si están o no en Cristo, no nos ayuda a tener argumentos
mentales para proceder más confiadamente al pecado. Es más, todo el que cree
firmemente en lo que la Palabra de Dios dice sobre la Perseverancia jamás
tendría un pensamiento tan escuálido de pecar amparándose en esta verdad. No
obstante, si existen algunos que lo han hecho y, aún más, lo enseñan, tales
sólo les espera el Juicio de Dios contra su falsa doctrina e inexistente
seguridad.
Sobre la perdida de la salvación como argumento inevitable para
explicar el espíritu inconstante de algunos
Podríamos acabar este tema aquí, pero aún
hay algunos que no se sienten satisfechos con los argumentos bíblicos
anteriormente presentados. A muchos les surge la duda de cómo aquellos que
parecía que caminaban con el Señor y perseveraban con denuedo ahora se
encuentran en abominables pecados e incredulidad. ¿Qué sucedió con ellos? Aquí
no tratamos con el abuso de la Doctrina de la Perseverancia explicado en el
punto anterior, sino con la tendencia que debiese crear en los receptores de la
Gracia de Dios. ¿Qué hay de aquellos que perseveraron por un tiempo y en la
actualidad no creen en Dios ni hacen su voluntad? ¿No es esto una evidencia a
favor de la pérdida de la salvación?
Nuevamente, el argumento de los
detractores de la Doctrina Reformada es insuficiente en sí mismo, pues por una
parte reconocen el valor que debe tener la perseverancia para el cristiano
verdadero pero por otra aplican su cuestionamiento sobre corazones que han dado
evidencias de no ser salvados. En primer lugar, si el que persevera hasta el
fin es porque ha sido salvado, ¿Es salvado aquel que ha abandonado su supuesta
perseverancia? En segundo lugar, ¿Es cristiano todo el que aparenta o dice
serlo? Y en tercer lugar, ¿Es el pecado y la incredulidad la vida que practica
el cristiano? Respondamos a estos dilemas.
Jesús dijo que aquel que pone su mano en
el arado y mira hacia atrás no es apto para el reino de Dios (Lucas 9:62).
Aquel que retorna a su “vida antigua” es porque no ha tenido una nueva. La vida
nueva jamás deja de ser atractiva para el regenerado por el Espíritu Santo.
Puede decaer y desviarse, pero se levantará y persistirá porque su fe está
basada en uno que no cayó ni dejó de tener fe: Cristo Jesús. Un cristiano puede
caer en las manos del Gigante Desesperación y ser encarcelado en el Castillo de
la Duda, pero una vez que ha vuelto en sí se arrepentirá de su pecado y hará
uso de la Llave de la Promesa, la cual abrirá todas las puertas del Castillo de
la Duda. No hay retorno para el corazón agradecido con el Señor, es
inimaginable cometer la locura de volver a la vida de pecado que se llevaba
antes. El pecado no se enseñoreará de aquellos que ahora sirven con sus
miembros a la Justicia (Romanos 6:12-14). Por lo tanto, alguien que no cumpla
con la Perseverancia hasta el fin, volviendo a la vida de pecado e incredulidad
de antes, no es que haya perdido las cosas que poseyó, haber muerto una vez más
al pecado, cambiado el corazón nuevo por el antiguo, o volver a ser una vieja
criatura. Si vive aún en pecado e incredulidad es porque lo que dijo ser
perseverancia no se trató más que un disfraz ocupado en una fiesta temporal. Si
la Perseverancia no es hasta el fin entonces no se puede concluir que se sea
salvo. Si alguien es salvado del pecado y del infierno tiene una nueva vida que
persevera y no volverá a ser cautivo del pecado, de otro modo negaríamos todo
lo que hemos estudiado hasta el momento. ¿Cómo entonces es explicado el que
algunos hayan demostrado cierta perseverancia pero que ahora se hallan viviendo
en pecado?
Debemos primero hacer la salvedad que
hoy existen variados índices que podemos considerar válidos para evaluar si un
hombre es o no es cristiano, no obstante, muchas veces tales criterios son más
humanos que bíblicos. Uno de ellos es la asistencia o participación en una
iglesia. En nuestro vocabulario tenemos adherido que la iglesia es un lugar al
cual se asiste más que un cuerpo al cual se pertenece. Juzgamos a los que no
asisten como descarriados o no perseverantes, cuando muchas circunstancias
podrían explicar la inasistencia. Muchas veces cristianos verdaderos dejan de
asistir a una iglesia en particular porque no encuentran la comunión descrita
en las Escrituras o porque hallan una masa de personas que asisten a un club
social antes que a un lugar donde es posible crecer en el camino del Señor.
Esto se puede entender aún más al ver el estado actual de congregaciones que
dicen servir a Dios. Su desatención al mensaje de las Escrituras, su fidelidad
a tradiciones humanas, su ignorancia y pereza, su carácter multitudinario,
muchas veces termina enloqueciendo a aquel que busca la Verdad del evangelio
con denuedo. La perseverancia, por tanto, no se mide por la frecuencia o
constancia con la cual se asiste a un templo, pues cualquier incrédulo o impío
podría aparentar ser hijo de Dios si serlo sólo consistiera en asistir a un
templo. Muchas veces existen templos llenos de inconversos con excelentes
historiales de asistencia, pero en su listado de frutos dignos de
arrepentimiento no hay cruz alguna. Otro índice humano y no bíblico es la
apariencia de Santidad. Si bien el aire que se respira en el camino de la
Perseverancia es la Santidad, muchos podrían aparentar cierto nivel de
moralidad externa. No olvidemos lo que Jesús dijo de los fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos,
hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la
verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos
y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). Un cristiano denotará frutos tanto
interiores como exteriores; un “cristiano confeso” sólo se mostrará dispuesto a
los que los demás pueden ver, es más, buscará la forma que su santidad exterior
sea un motivo para que lo adulen (Mateo 6:1,5,16). Por lo tanto, debemos
depurar nuestro pensamiento sobre qué significa perseverar y plantearnos una
pregunta limpia de estándares humanos: ¿Qué hay de aquellos que profesaron el
nombre de Cristo, sostuvieron que tenían fe, mostraban amor para con los
hermanos, manifestaban cierto cambio de emociones y actitudes, pero con el
tiempo terminaron rechazando la fe, regresando a la vida que tenían antes, y
muchos incluso negando a Dios? ¿No es esto una prueba que la perseverancia de
los Santos es una doctrina errada?
Precisamente para responder aquello Jesús
refirió la parábola del sembrador. En esta parábola, el Maestro simboliza los
corazones de los hombres como distintos terrenos y la Palabra de Dios como la
semilla de un sembrador, para luego evaluar uno por uno el impacto de la
semilla sobre el terreno. La semilla que cayó junto al camino simboliza
aquellos hombres que oyen la Palabra pero el diablo la arrebata de sus
corazones para que no crean y se salven (Lucas 8:12). La semilla que cayó sobre
la piedra son aquellos que reciben la Palabra con gozo pero no echan raíces,
por lo cual cuando viene la prueba se apartan (v.13). El evangelio según San
Marcos lo describe de esta forma: “…son
de corta duración, porque cuando viene la tribulación o la persecución por
causa de la palabra, luego tropiezan” (Marcos 4:17). La semilla que cayó
entre espinos fue ahogada por la acumulación de maleza, que simboliza los
placeres y afanes de esta vida, por lo cual no le fue posible dar fruto (Lucas
8:14). Finalmente la semilla que cayó en buena tierra “…éstos son lo que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída,
y dan fruto con perseverancia” (v.15). Al tomar en consideración toda la
parábola no puedo creer que muchos crean hasta el momento que el que la
salvación se pierda es un argumento inevitable para explicar la corta duración
que tienen algunos en la fe. Los primeros tres terrenos simbolizan todos los
corazones que en alguna medida u otra rechazan la Palabra de Dios. Los primeros
directamente, los segundos creen por un tiempo pero fracasan y los terceros se
desatienden del camino. La única semilla que dio fruto fue la que cayó en buena
tierra, la cual simboliza el corazón bueno y recto. ¿Quién acaso tiene el
corazón bueno y recto sin ser justificado por medio de la fe? ¿A quién Jesús
trata de justo, recto o bueno fuera de los que Dios ha llamado y escogido por
Gracia? Ninguno de los tres terrenos anteriores es considerado “buena tierra”,
por lo tanto, esta parábola no nos menciona que los hombres que se desvían una
vez fueron buenos y rectos pero acabaron desechando al Señor. Simplemente los
otros terrenos no dan fruto porque no son buena tierra. Por tanto, para que la
semilla de la Palabra de Dios haga el efecto que Dios desea es necesario que el
Señor prepare primero el corazón con su Poder para que podamos responder. ¿No
fue esto lo que le pasó a Lidia? “Entonces
una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que
adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que
estuviese atenta a lo que Pablo decía” (Hechos 16:14). El Señor convierte
los malos corazones en buena tierra para que atiendan la Palabra y den fruto con perseverancia. Nótese que
ninguno de los demás terrenos dieron fruto, menos con perseverancia.
¿Qué es lo que podemos concluir de lo anterior?
Que aquel que verdaderamente ha sido convertido por Dios en buena tierra, es
decir salvado, retendrá la Palabra y dará fruto con perseverancia, no con
inconstancia ni desechando la Palabra. El que persevera hasta el fin será
salvo, no el que abandona a mitad de camino lo que supuestamente empezó. Dios
perfeccionará la obra que inició hasta el final (Filipenses 1:6), de otra
forma, el corazón que se dijo ser buena tierra resultaba ser un terreno no apto
para el cultivo. Manifestar por un tiempo fe y luego abandonar el camino es
evidencia de no ser buena tierra.
El error de los que manifiestan
dependencia a la pérdida de la salvación también radica en que consideran la fe
como algo que todos tienen. Su equivocación parte por pensar que la fe es algo
que puede invertirse o no en el Señor y a lo cual uno puede retractarse
fácilmente. No obstante, la fe no es de todos dijo el apóstol Pablo (1
Tesalonicenses 3:2). La fe es parte del Fruto del Espíritu Santo de Dios
operado en sus hijos (Gálatas 5:22) y por lo tanto no es de todos los hombres.
La fe no consiste en una actitud humana, sino más bien la obra que Dios ha
hecho para que creamos en el que Él ha enviado (Juan 6:29). La Escritura
también nos dice que “…irrevocables son
los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Aquel que dice que
dejó de creer está negando la irrevocabilidad de los dones que Dios entrega.
Por lo tanto, aquel que dejó de creer es porque nunca tuvo una fe verdadera,
sino que emuló en alguna forma una creencia o sumisión al Señor, pero si tal
estado no duró entonces no debemos presuponer que existió verdaderamente. La
incredulidad es una evidencia de un corazón no regenerado, y la Verdad de la
perseverancia que tiene el corazón nuevo que Dios pone en el Regenerado no debe
ser mancillada por entendimientos limitados. El mismo apóstol Pablo dijo: “Además os declaro, hermanos, el evangelio
que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también
PERSEVERÁIS; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado,
sois salvos, si no creísteis en vano” (1 Corintios 15:1-2). El apóstol no
escatima en decir que una fe vana es una que no retiene la Palabra, el cual es el
primer impacto descrito por Jesús que debiese tener la semilla en la buena
tierra. Siguiendo la exposición del apóstol podemos concluir que la retención
de la Palabra y la perseverancia en el evangelio son evidencias de una buena
tierra. Asimismo explicó que la fe que justificó a Abraham es una fe que se
fortalece y no una que se desvanece: “Tampoco
dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe,
dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para
hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por
justicia” (Romanos 4:20-22). Por tanto, el hecho de ver supuestos
cristianos que dicen ser algo pero que en realidad no lo son no es causa
suficiente para refutar la Doctrina Reformada de la Perseverancia de los
Santos.
Argumentos aparentemente bíblicos a favor de la pérdida de la salvación
Muchas veces los cristianos se ven en la
necesidad de concluir que la salvación se pierde, porque supuestamente existen
pasajes en la Escritura que apoyan tal idea o no pueden hallar una explicación
racional a estos mismos para que les cuadre con lo que la Palabra de Dios habla
sobre la Perseverancia. Son tantos los pasajes que hemos estudiado y revisado
que podría bastarnos con someter tales versículos a la Verdad de la
Perseverancia, pero si hacemos eso sólo estaríamos amoldando los versículos y
no demostrando bíblicamente el error de los que los malinterpretan. Veamos
cuáles son y si verdaderamente demuestran que la salvación es posible perderla
como afirman.
“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos,
buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí;
y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma
consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el
postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero…”
(Mateo 12:45).
Muchos infieren que este versículo es
una de las pruebas infalibles de la pérdida de salvación, no obstante, ignoran
aspectos importantes de lo que afirmó el Señor. Primero, el espíritu inmundo
salió del hombre voluntariamente, no enseña que fue expulsado por el Señor o
que comenzaron a convivir en el mismo corazón. Segundo, el espíritu inmundo
reconoce al hombre como su casa. Si Jesús vivía allí, ¿Cómo compartirá estancia
con un espíritu inmundo? Tercero, el espíritu inmundo encuentra desocupada la
casa, es decir, Jesús no está allí. Si se encuentra adornada y barrida, ¿No da
cuenta esto de una reforma propia y una autojustificación? Si el espíritu
inmundo vuelve con siete espíritus para derribar los adornos y ensuciar la
casa, ¿Dónde estaba Cristo para impedir aquello? La Biblia enseña que si el
Espíritu Santo mora en nosotros, el cuerpo es su templo, y Dios no comparte su
templo con espíritus inmundos. Jesús dijo que nadie arrebata de su mano a los
verdaderos creyentes (Juan 10:28) y el Apóstol Pablo exhortó que ningún
principado, ángel ni potestad puede separarnos del amor de Dios (Romanos 8:38).
Si asumimos que la fuerza de los siete espíritus nos hizo perder la salvación,
entonces estamos en un serio problema, pues negamos la Verdad de Jesús y el
verdadero poder de su salvación.
“…ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”
(Filipenses 2:12).
Aquellos que piensan que este
versículo es un argumento a favor de la pérdida de salvación debiesen tan sólo
bajar su mirada al versículo anterior, en el cual se les dice a los Filipenses “porque Dios es el que en vosotros produce
así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (v.13). El temor y el
temblor no son producidos por el sentimiento de pérdida de salvación, sino
porque Dios es el que produce en nosotros el querer como el hacer. El temor y
el temblor consisten en un estado de reverencia al saber que Dios mismo, el
Hacedor de todas las cosas, está obrando en nosotros de tal manera que produce
tanto el deseo como las buenas obras en nosotros.
“Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a
su vomito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno”
(2 Pedro 2:22).
Muchos recurren a este versículo para
concluir que el estado de salvación se puede revertir. No obstante es necesario
situar este versículo en su debido contexto. El apóstol Pedro desde el comienzo
del capítulo 2 habla de los falsos profetas y falsos maestros. Son aquellos que
introducen herejías destructoras (v.1); muchos seguirán sus disoluciones y por
los cuales el camino de la verdad será blasfemado (v.2); por avaricia harán
mercadería de los creyentes (v.3); son atrevidos y blasfemos con las potestades
superiores (v.10) como animales irracionales (v.12); se recrean en sus errores
(v.13); tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar y seducen a
las almas inconstantes (v.14); dejaron el camino recto (v.15); son fuentes sin
agua (v.17); hablan palabras fingidas, infladas y vanas (v.18); prometen
libertad y ellos mismos son esclavos de su corrupción (v.19). Todas estas
menciones, ¿Corresponden al cuadro bíblico de Justicia y Santidad que tiene un
cristiano regenerado por el Espíritu de Dios? En ninguna manera, es más el
mismo capítulo revela que el fin de estos es la destrucción repentina (v.1), su
condenación no se tarda (v.3), son reservados para ser castigados en el día del
juicio (v.9), perecerán en su propia perdición (v.12) y les está reservada la
más densa oscuridad (v.17). Todo esto da cuenta de un estado de perdición, no
de salvación. A ellos se refiere cuando se dice que el perro vuelve a su vómito
y la puerca lavada a revolcarse en el cieno. No obstante algunos pueden acudir
a los versículos anteriores para desmentir la Doctrina de la Perseverancia: “Ciertamente, si habiéndose ellos escapado
de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador
Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene
a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el
camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del
santo mandamiento que les fue dado” (2 Pedro 2:20-21). Sin embargo, este
pasaje confirma aún más la Verdad de la Perseverancia. El contexto no nos
presenta a cristianos verdaderos sino a hombres reprobados y destinados a morir
en sus propias perdiciones. Estos manifestaron, como en la parábola del
sembrador cierta creencia, pero como no son buena tierra (y esto se demuestra por
la ausencia de frutos y la abundancia de obras de la carne) vuelven fácilmente
a aquellas cosas que supuestamente habían dejado, lo que en el pasaje se llaman
las contaminaciones del mundo. Vemos también que estos sólo tenían un
conocimiento del Señor, no hace referencia a justificados, regenerados ni
santificados en la Sangre de Cristo. Por este mismo conocimiento serán
juzgados, por no acatar con obediencia el llamado de las Escrituras. Todo esto
se desencadena en el viejo proverbio: “Como
perro que vuelve a su vómito, Así es el necio que repite su necedad” (Proverbios
26:11). Los cristianos verdaderos no son llamados necios en el Nuevo
Testamento, es más, nunca el justificado es llamado así. También debemos tomar
en consideración que un perro vuelve a su vómito porque su naturaleza es así.
La puerca vuelve al lodo porque su naturaleza lo demanda. Un necio vuelve a su
necedad porque no ha sido cambiado para ser sabio. Estos falsos profetas
vuelven a las contaminaciones del mundo porque no han sido regenerados, no
perseveran porque sus almas continúan en la maldad.
“Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que
lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto”
(Juan 15:2).
Esto no prueba que los creyentes
verdaderos serán quitados de la presencia de Dios o perderán su salvación.
Recordemos que los creyentes verdaderos dan frutos dignos de arrepentimiento,
no tienen vidas ausentes de fruto. Por lo tanto aquellos que quitará por no dar
frutos no son cristianos verdaderos.
“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la
gracia habéis caído”
(Gálatas 5:4).
Simplemente me otorga una curiosidad
tremenda el que muchos ocupen un versículo así para demostrar que la salvación
se pierde. Francamente es irrisorio. El Apóstol Pablo les habla a los Gálatas,
quienes estaban siendo desviados por falsas doctrinas, diciéndoles que de
Cristo se desligarían si por la ley se justificaran. Se trata de una caída en
nuestra percepción sobre la salvación, si es por la ley ya no es por la gracia,
si es por la gracia ya no es por la ley. Si la carta a los Gálatas fue referida
a cristianos (Gálatas 1:2) es porque ya habían sido justificados por la fe en
el Hijo de Dios, salvados por gracia, no debían volver a tener en estima la
justificación por medio de la ley, como les influían los judaizantes. Esto
guarda relación con otra epístola del Apóstol que dice: “Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a
que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1). Dios salva
por Gracia a los suyos, el Apóstol les reprende a volver a los fundamentos de
la fe: salvación por gracia, no por las obras de la ley.
“Si el justo se apartare de su justicia e hiciere maldad, y pusiere yo
tropiezo delante de él, él morirá, porque tú no le amonestaste; en su pecado
morirá, y sus justicias que había hecho no vendrán en memoria; pero su sangre
demandaré de tu mano”
(Ezequiel 3:20).
“Mas si el justo se apartare de su justicia y cometiere maldad, e
hiciere conforme a todas las abominaciones que el impío hizo, ¿vivirá él?
Ninguna de las justicias que hizo serán tenidas en cuenta; por su rebelión con
que prevaricó, y por el pecado que cometió, por ello morirá”
(Ezequiel 18:24).
No puedo negar que este es uno de los
pasajes más difíciles de explicar para los cristianos reformados y puede ser un
fuerte castillo para el que sostiene que la salvación se pierde. No obstante,
tenemos que notar que ambas menciones guardan relación con la misma conclusión
hecha por el profeta: “…el alma que
pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). La primera mención guarda relación con
la tarea indispensable del atalaya, profeta de Dios que siempre llama al pueblo
al arrepentimiento y a la justicia. Si no existe amonestación, la sangre del que
cayere será demandada del atalaya. La segunda mención, al igual que la
anterior, hace hincapié en el poco valor que tienen los actos de justicia si se
ha incurrido en mal. Notemos el contexto desde el versículo 5: “Y el hombre que fuere justo, e hiciere según
el derecho y la justicia; que no comiere sobre los montes, ni alzare sus ojos a
los ídolos de la casa de Israel, ni violare la mujer de su prójimo, ni se
llegare a la mujer menstruosa, ni oprimiere a ninguno; que al deudor devolviere
su prenda, que no cometiere robo, y que diere de su pan al hambriento y
cubriere al desnudo con vestido, que no prestare a interés ni tomare usura; que
la maldad retrajere su mano, e hiciere juicio verdadero entre hombre y hombre,
en mis ordenanzas caminare, y guardare mis decretos para hacer rectamente, éste
es justo; éste vivirá, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 18:5-9). El que
cumpliere todas estas justicias vivirá por ellas, pues la Ley bien confirma: “Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis
ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos. Yo Jehová” (Levítico
18:5). No obstante, ¿Qué hombre puede hacer todas estas cosas? ¿Acaso hombre
alguno puede guardar todas estas ordenanzas de la Ley y vivir por ellas? Si
respondiésemos que sí, contradiríamos todo lo expuesto por el Apóstol Pablo en
epístolas como Romanos y Gálatas. Sólo hubo uno que piso la tierra que hizo
conforme a todas estas cosas y su nombre es Jesús. Todos los hombres vivimos
transgrediendo todos estos principios. Por lo tanto, ambas menciones nos recuerdan
que ningun cumplimiento de la ley (justicia) servirá si se ha transgredido
algún otro punto (Santiago 2:10). Recordemos el hecho que la Biblia no nos
habla de un justo que hace justicia transversalmente a ambos pactos. Recordemos
que el apóstol mencionó dos tipos de justicia: “Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre
que haga estas cosas, vivirá por ellas. Pero la justicia que es por la fe dice
así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo?...” (Romanos 10:5-6).
El hombre que hace justicia conforme a la ley de Moisés puede ser nombrado como
justo en el Antiguo Testamento, pero su justicia está condicionada a hacer
todas las cosas escritas en la ley: “Porque
todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues
escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas
escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10). La Justicia
que nos trae el evangelio es la Justicia de Cristo imputada por medio de la fe.
Notemos que Ezequiel habla de justicia por medio de cumplir las obras de la
ley, y Habacuc nos habla de Justicia por medio de la fe (Habacuc 2:4). La
justificación por medio de la fe está unida a otros aspectos como la
predestinación, el llamamiento, la glorificación, y por supuesto, la
regeneración. Por lo tanto, tales menciones del profeta Ezequiel no nos dan
cuenta de una posible pérdida de salvación, sino que confirma nuestras
conclusiones, pues la justicia que demandaba Dios en la ley está condicionada
al desempeño de hombres inconstantes e infieles, pero la justicia de Dios que
es por medio de la fe da vida al pecador y le justifica para nunca apartarse de
Él (Romanos 8:33,35-37).
“si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de
la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la
creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro”
(Colosenses 1:24).
Cuando los detractores de la doctrina
de la perseverancia utilizan este texto siempre lo acompañan con el argumento
que desean defender, el cual consiste en una defensa a la idea que la
permanencia en la fe depende del hombre, Dios ya hizo su parte y el hombre
ahora se encuentra sólo frente a un camino que elige si seguir o abandonar. El
resultado de la perseverancia es la vida eterna del perseverante y por otro
lado la elección por la vida anterior y el abandono del camino conducen al
infierno. No obstante, la Biblia no nos dice esto, es más, nadie tiene más en
sus manos la perseverancia del creyente que Dios mismo. El Padre no reserva la
salvación en las pobres manos del hombre, sino que la guarda por la obra de su
Hijo. Si uno de los elegidos se perdiera toda la obra de Jesús quedaría en
vano, no sería suficientemente poderoso ni fiel a sus palabras como para haber
dicho: “Y esta es la voluntad del Padre,
el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que los
resucite en el día postrero” (Juan 6:39). Todo el que diga que perdió su
salvación trata a Cristo como un falso profeta. Lo que el apóstol nos dice en
este pasaje es todo lo opuesto a lo que quieren pensar muchos. Desde el inicio
del capítulo uno se nos está hablando de la fe y el amor de los Colosenses
(v.4), los cuales son el fruto de una esperanza guardada en los cielos (v.5),
expresada en el evangelio, mensaje que da fruto una vez que se haya oído y
entendido la gracia de Dios en verdad (v.6). Por otro lado, el apóstol nos
habla del Padre que nos hace aptos para participar de la herencia de los santos
(v.12), de Jesús que nos ha librado de las tinieblas y en quien tenemos
redención por su Sangre, el perdón de pecados (v.13-14). Basta leer estos
pasajes para darnos cuenta que la gracia ha sido manifestada a los cristianos
de Colosas, trasladándolos de la potestad de las tinieblas al reino de Cristo
(v.13). Se reconoce que ellos en otro tiempo eran extraños y enemigos en su
mente, de lo cual las malas obras son la evidencia (v.21). Pero Él nos ha
reconciliado por medio de la muerte, con el único fin de presentarnos santos y
sin mancha (v.22). Todo el contexto nos lleva a la obra salvadora de Dios por
gracia. Sería incoherente considerar que la preservación en la fe no es por
gracia, sino por obras, una vez que se nos ha hablado 22 versículos sobre la
gracia de Dios y de cómo todo depende de Él. El carácter condicional que se le
desear dar a este pasaje sólo está en la imaginación de aquellos que piensan
que la salvación se inicia con la fe y se gana con buenas obras. Si las obras
fueran el requisito para la salvación me resultaría coherente, pero si la
Escritura nos ha revelado que son el efecto de la gracia de Dios entonces no
puedo afirmar lo contrario. Más bien el apóstol está diciendo que la
reconciliación que tuvieron, expresada en el versículo 22, está reflejada en la
perseverancia, esto es permanecer fundado y firme en la fe. Hemos demostrado a
lo largo de todo el estudio que el perseverar es una obra continua que Dios
está guiando en el creyente, no un fruto que nazca del hombre propiamente tal.
“sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que
habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado”
(1 Corintios 9:27).
Para muchos el apóstol estaba dando a
entender que podría ser eliminado o perder su salvación. La palabra clave aquí
es “eliminado”. Sin embargo, el ignorar el contexto puede sesgar la
interpretación de este pasaje. El apóstol tres versículos antes nos pone en un
entorno específico: “¿No sabéis que los
que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el
premio? Corred de tal manera que lo obtengáis” (v.24). Como vemos su
intención es utilizar la analogía particular del deporte olímpico. Muchos
corren pero uno sólo alcanza la meta. La idea del apóstol no es afirmar que
muchos siendo salvos pueden correr hacia la meta pero el que lo haga mejor
obtendrá vida eterna, esto es desmentido por los siguientes versículos que
fijan la mirada en el que gana la carrera y se esfuerza por el premio: “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene;
ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una
incorruptible. Así que yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta
manera peleo, no como quien golpea el aire” (v.25-26). El apóstol centra
nuestra mirada en el objetivo que tiene el que se esfuerza por llegar primero:
obtener un galardón, y por cuanto anhela el premio se abstiene de lo que no le
conviene, no corre por nada ni lucha porque sí, el galardón es más importante y
concentra su batalla en obtenerlo. La palabra eliminado hace alusión a esto
mismo, de hecho otra traducción nos dice: “Al
contrario, castigo mi cuerpo y lo obligo a obedecerme, para no quedar yo mismo
descalificado después de haber enseñado a otros” (1 Corintios 9:27; Biblia
Dios Habla Hoy). Por tanto, la palabra eliminado no da a entender pérdida de
salvación, como si estar en la carrera es participar en la fe y sólo el que
pueda por sus propios esfuerzos llegar a la meta podrá gozar de la vida eterna.
Pensar de esta forma es transformar la doctrina apostólica en una especie de
selección natural en la que sólo los más fuertes son vencedores. Más bien,
comparto la noción que presentó el obispo anglicano J.C.Ryle al decir: “1 Corintios 9:27. No veo otra cosa en este
texto que el piadoso temor de caer en el pecado, lo cual es una de las marcas
del creyente que le distingue de los inconversos y una sencilla declaración de
los medios que Pablo utilizó para preservarse a sí mismo” (Ryle, Seguridad
de Salvación. Pág. 28-29. Editorial Peregrino).
“Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron
del don celestial, y fueron hechos participes del Espíritu Santo, y asimismo
gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y
recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo
para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio”
(Hebreos 6:4-6).
Este es con seguridad uno de los
pasajes más difíciles de explicar a mi parecer, pues en su lenguaje parece dar
lugar a la idea de pérdida de salvación. Algunos, como J.C.Ryle, exponen de
forma categórica que este pasaje da cuentas de un hombre no regenerado y de
esta forma parece que nos olvidásemos de la posibilidad que abre este pasaje a
la idea de una pérdida de la salvación. Creo que una de las visiones más
próximas a la Escritura y el sentido común es la expuesta por Spurgeon, quien
en su sermón del Domingo 20 de Abril de 1856, enseñó sobre este pasaje. Según
él este trozo de la Escritura había que leerlo como un niño y entenderlo en su
forma más pura. Bajo esta mirada, el predicador londinense da a entender que no
hay razón para dudar que de quien se refiere este pasaje es de un cristiano verdadero
(“iluminados”, “gustaron del don celestial”, “hechos participes del Espíritu
Santo”, “gustaron la buena palabra de Dios”). No obstante, la objeción que
propone es la de defender este pasaje de los que lo toman para aludir a la
pérdida de la salvación. Este pasaje nos habla de “recaer” que según el
predicador es distinto de “caer”: “La
Escritura no menciona en ningún lado, que si un hombre cae no puede ser
renovado; por el contrario, “Porque siete veces cae el justo, y vuelve a
levantarse”. El predicador insiste en que caer no es apostatar, e ilustra
la diferencia con la distinción entre desmayo y muerte, si bien lo primero
aparenta lo segundo, no son lo mismo. Según este: “Un cristiano puede extraviarse una vez, y regresar prontamente otra
vez; y aunque es triste y doloroso y malvado cuando uno es sorprendido y peca,
sin embargo, hay una gran diferencia entre esto y el pecado que sería cometido
por una total recaída de la gracia (apostasía)”. Su interpretación es que
es imposible que un cristiano iluminado, participante del Espíritu Santo y
gustador de la Palabra, habiendo apostatado, pueda sacrificar a Cristo de
nuevo. Esto no da una puerta abierta a la pérdida de salvación, pues la Palabra
no nos enseña que esto haya ocurrido. Nadie que ha sido iluminado y ha llegado
a gustar de los poderes del siglo venidero puede recaer permanentemente del
camino de Dios. No hay otro lugar al cual acudir para pedir perdón a Dios por
las caídas que a Cristo y a su único sacrificio.
Presento esta interpretación alternativa
a la común planteada por varios comentaristas, para expresar que hasta en los
entendidos hay desavenencias, no obstante, si este pasaje nos da a entender
pérdida de salvación nos está diciendo por otro lado que no hay forma de volver
al camino, esto es, que el pecado una vez cometido por el hijo de Dios termina
por imposibilitar cualquier regreso o restitución al camino, lo cual negaría
cualquier arminiano.
De esta forma quiero plantear algunas
preguntas para finalizar: Si hay gozo en el cielo por un pecador que se
arrepiente, ¿Por qué lo hay si es posible que tal motivo sea temporal? La
parábola hace mención a un pastor que regresa a su pueblo y hace fiesta. En
sencillas palabras, es Dios trayendo a sus ovejas perdidas al reino de los cielos,
donde los ángeles, miembros de la ciudad, se gozan. ¿Por qué se gozarían si ven
al pastor angustiado? ¿No sabe el pastor que tal oveja se volverá a extraviar?
¿Por qué se goza entonces? ¿Cómo cantaremos himnos tan bellos como “Señor aquí
a tus plantas”, en donde se nos dice: “¿Quién
me podrá apartar si en tus caminos voy? Me guardarás del mal porque ya tuyo soy?”
¿Qué buen padre deja que sus hijos se pierdan, qué buen pastor deja salir a sus
ovejas para que no regresen jamás, qué buen sacerdote dejaría sin paga ciertos
pecados y qué buen cordero sin mancha no satisfaría por completo la Justicia de
Dios? En otras palabras, ¿Puede alguien defender que Jesús es un Salvador
Eficaz si al mismo tiempo argumenta que es posible perder la salvación? Ningún
opositor a la doctrina de la perseverancia puede responder cuántos pecados son
suficientes para perder la salvación, pero de alguna forma saben cuando alguien
la perdió. A diferencia de ellos, el que cree en el Poder de Dios vertido en la
Perseverancia, distingue a un cristiano verdadero no por su confesión de fe,
sino por sus frutos, no concluye que alguien fue salvo por un momento para
después desviarse, sino que aclara que la Salvación no ha llegado aún a tal
persona.
“Sosténme, y seré salvo…”
(Salmo 119:117).
No hay comentarios:
Publicar un comentario