La vida
e historia del verdadero siervo y mártir de Dios, William Tyndale
Extraído desde "El Libro de los Martires" de John Foxe
Cap. XII; p.213-221
Debemos
ahora pasar a la historia del buen mártir de Dios, William Tyndale, que fue un
instrumento especial designado por el Señor, y como vara de Dios para sacudir
las raíces interiores y los fundamentos de los soberbios prelados papales, de
manera que el gran príncipe de las tinieblas, con sus impíos esbirros, teniendo
una especial inquina contra él, no dejó nada sin remover para poderlo atrapar a
traición y falsedad, y derramar su vida maliciosamente, como se verá por la
historia que aquí damos de lo sucedido.
William
Tyndale, el fiel ministro de Cristo, nació cerca de la frontera con Cales, y
fue criado desde niño en la Universidad de Oxford, donde, por su larga
estancia, creció tanto en el conocimiento de los idiomas y de otras artes
liberales, como especialmente en el conocimiento de las Escrituras, a las que
su mente estaba especialmente adicta; y esto hasta tal punto que él,
encontrándose entonces en Magdalen Hall, leía en privado a ciertos estudiantes
y miembros del Magdalen College algunas partes de teología, instruyéndolos en
conocimiento y en la verdad de las Escrituras. Correspondiéndose su manera de
vivir y conversación con las mismas hasta tal punto, que todos los que le
conocían le consideraban como un hombre de las más virtuosas inclinaciones y de
una vida intachable.
Así que
fue creciendo más y más en su conocimiento en la Universidad de Oxford, y
acumulando grados académicos, viendo su oportunidad, pasó de allí a la
Universidad de Cambridge, donde también se quedó un cierto tiempo. Habiendo
ahora madurado adicionalmente en el conocimiento de la Palabra de Dios, dejando
aquella universidad fue a un Maestro Welch, un caballero de Gloucestershire, y
allí trabajó como tutor de sus hijos, estando en el favor de su señor. Como
este caballero mantenía en su mesa un buen menú para el público, allí acudían
muchas veces abades, deanes, arcedianos, con otros doctores y hombres de
rentas; ellos, sentados a la misma mesa que el Maestro Tyndale, solían muchas
veces conversar y hablar acerca de hombres eruditos, como Lutero y Erasmo, y
también de otras diversas controversias y cuestiones acerca de las Escrituras.
Entonces
el Maestro Tyndale, que era erudito y buen conocedor de los asuntos de Dios, no
ahorraba esfuerzos por mostrarles de manera sencilla y llana su juicio, y
cuando ellos en algún punto no concordaban con Tyndale, él se lo mostraba
claramente en el Libro, y ponía de manera llana delante de ellos los pasajes
abiertos y manifiestos de la Escritura, para confutar los errores de sus
oyentes y establecer lo que decía. Así continuaron por un cierto tiempo,
razonando y discutiendo juntos en varias ocasiones, hasta que al final se
cansaron, y comenzaron a sentir un secreto resentimiento contra él en sus
corazones.
Al ir
esto creciendo, los sacerdotes de la región, uniéndose, comenzaron a murmurar y
a sembrar sentimientos en contra de Tyndale, calumniándolo en las tabernas y
otros lugares, diciendo que sus palabras eran herejía, y le acusaron
secretamente ante el canciller y ante otros de los oficiales del obispo.
Sucedió
no mucho después que se concertó una sesión del canciller del obispo, y se dio
aviso a los sacerdotes para que comparecieran, entre los que también fue
llamado el Maestro Tyndale. Y no hay certeza de si él tenía temores debido a
las amenazas de ellos, o si alguien le había avisado de que ellos iban a
hacerle objeto de sus acusaciones, pero lo cierto es que (como él mismo declaró)
dudaba del resultado de sus acusaciones; por lo que por el camino clamó
intensamente a Dios en su mente, para que le diera fuerzas para mantenerse
firme en la verdad de Su Palabra.
Cuando
llegó el momento para comparecer delante del canciller, éste le amenazó
gravemente, insultándole y tratándole como si fuera un perro, acusándolo de
muchas cosas para las que no se podía hallar testigo alguno, a pesar de que los
sacerdotes de la región estaban presentes. Así, el Maestro Tyndale, escapando
de sus manos, partió para casa, y volvió de nuevo a su patrón.
No lejos
de allí vivía un cierto doctor que había sido canciller de un obispo, y que
hacia tiempo era conocido familiar del Maestro Tyndale y le favorecía; el
Maestro Tyndale fue entonces a visitarle, y le abrió su corazón acerca de
diversas cuestiones de la Escritura; porque con él se atrevía a hablar
abiertamente. Y el doctor le dijo: «¿No sabéis que el Papa es el mismo
Anticristo de quien habla la Escritura? Pero tened cuidado con lo que decís; porque
si se llega a saber que mantenéis esta postura, os costará la vida.»
No mucho
tiempo después de esto sucedió que el Maestro Tyndale estaba en compañía de un
cierto teólogo, considerado como erudito, y al conversar y discutir con él, lo
condujo a esta cuestión, hasta que el dicho gran doctor prorrumpió en estas
palabras blasfemas: «Mejor estaríamos sin las leyes de Dios que sin las del
Papa.» El Maestro Tyndale, al oír esto, lleno de celo piadoso y no soportando
estas palabras blasfemas, replicó: «Yo desafío al Papa y todas sus leyes». Y
añadió que si Dios le concedía vida, antes de muchos años haría que un chico
que trabajara detrás del arado conociera más de las Escrituras que él.
El
resentimiento de los sacerdotes fue creciendo más y más contra Tyndale, no
cejando nunca en sus ladridos y acoso, acusándole acerbamente de muchas cosas,
diciendo que era un hereje. Al verse tan molestado y hostigado, se vio obligado
a irse del país, y a buscarse otro lugar; y acudiendo al Maestro Welch, le
pidió que le dejara ir de buena voluntad, diciéndole estas palabras: «Señor, me
doy cuenta que no se me permitirá quedarme mucho en esta región, y tampoco
podréis vos, aunque quisierais, protegerme de las manos de los clérigos, cuyo
desagrado podría extenderse a vos si me siguierais cobijando. Esto lo sabe
Dios; y esto yo lo sentiría profundamente.»
De
manera que el Maestro Tyndale partió, con el beneplácito de su patrón, y se
dirigió inmediatamente a Londres, donde predicó por algún tiempo, como había
hecho en el campo.
Acordándose de Cutberto Tonstal,
entonces obispo de Londres, y especialmente de los grandes encomios que Erasmo
hacia en sus notas de Tonstal por su erudición, Tyndale pensó para sí que si
podía ponerse a su servicio, sería feliz. Acudiendo a Sir Enrique Guilford,
controlador del rey, y llevando consigo una oración de Isócrates, que había
traducido del griego al inglés, le pidió que hablara por él al mencionado
obispo, lo que éste hizo; también le pidió que escribiera una carta al obispo y
que fuera con él a verle. Lo hicieron, y entregaron la carta a un siervo del
obispo, llamado William Hebilthwait, un viejo conocido. Pero Dios, que dispone
secretamente el curso de las cosas, vio que no era lo mejor para el propósito
dc Tyndale, ni para provecho de Su Iglesia, y por ello le dio que hallara poco
favor a los ojos del obispo, el cual respondió así: Que su casa estaba llena,
que tenía más de lo que podía usar, y que le aconsejaba que buscara por otras
partes de Londres, donde, le dijo, no carecería de ocupación.
Rechazado
por el obispo, acudió a Humphrey Mummuth, magistrado de Londres, y le pidió que
le ayudara; éste le dio hospitalidad en su casa, donde vivió Tyndale (como dijo
Mummuth) como un buen sacerdote, estudiando día y noche. Sólo comía carne asada
por su beneplácito, y tan sólo bebía una pequeña cerveza. Nunca se le vio
vestido de lino en la casa en todo el tiempo que vivió en ella.
Y así se
quedó el Maestro Tyndale en Londres casi un año, observando el curso del mundo,
y especialmente la conducta de los predicadores, cómo se jactaban y establecían
su autoridad; contemplando también la pompa de los prelados, con otras más
cosas, lo que le disgustaba mucho; hasta el punto de que vio que no sólo no
había lugar en la casa del obispo para que él pudiera traducir el Nuevo
Testamento, sino también que no había lugar donde hacerlo en toda Inglaterra.
Por ello, y habiendo recibido por
providencia de Dios alguna ayuda de parte de Humphrey Mummuth y de ciertos
otros buenos hombres, se fue del reino, dirigiéndose a Alemania, donde el buen
hombre, inflamado por solicitud y celo por su país, no rehusó trabajos ni
diligencia alguna por llevar a sus hermanos y compatriotas ingleses al mismo
gusto y comprensión de la Santa Palabra y verdad de Dios que le había concedido
Dios a él. Así, meditando y también conferenciando con Juan Frith, Tyndale
pensó que la mejor manera de alcanzar este fin sería que si la Escritura podía
ser trasladada al habla del vulgo, que la gente pobre podría leer y ver la llana
y simple Palabra de Dios. Se dio cuenta de que no sería posible establecer a
los laicos en ninguna verdad excepto si las Escrituras eran puestas de manera
tan llana ante sus ojos en su lengua materna que pudieran ver el sentido del
texto; porque en caso contrario cualquier verdad que les fuera enseñada sería
apagada por los enemigos de la verdad, bien con sofismas y tradiciones
inventadas, carentes de toda base en la Escritura; o bien manipulando en texto,
exponiéndolo en un sentido absurdo, ajeno al texto, si se vela el verdadero
sentido del mismo.
El
Maestro Tyndale consideraba que ésta era la única causa, o al menos la
principal, de todos los males de la Iglesia que las Escrituras estaban
escondidas de los ojos de la gente; porque por ello no se podía advertir lo
abominable de las acciones e idolatrías practicadas por el farisaico clero; por
ello estos dedicaban todos sus esfuerzos y poder a suprimir este conocimiento,
de modo que o bien no fueran leídas en absoluto, o, que si se leían, su recto
sentido pudiera quedar oscurecido por medio de sus sofismas, y así poner lazo a
los que reprendían o menospreciaban sus abominaciones; torciendo las Escrituras
con sus propios propósitos, en contra del sentido del texto, engañaban así a
los laicos sin conocimientos de manera que aunque uno sintiera en su corazón y
estuviera seguro de que todo lo que decían era falso, sin embargo no se podía
dar respuesta a sus sutiles argumentos.
Por
estas y otras semejantes consideraciones, este buen hombre fue llevado por Dios
a traducir las Escrituras a su lengua materna, para el provecho de la gente
sencilla de su país; primero sacó el Nuevo Testamento, que fue impreso el 1525
d.C. Cutberto Tonstal, obispo de Londres, junto con Sir Tomás More, muy
agraviados, tramaron como destruir esta traducción falsa y errónea, como ellos
la llamaban.
Sucedió
que un tal Agustín Packington, que era sedero, estaba entonces en Amberes,
donde se encontraba el obispo. Este hombre favorecía a Tyndale, pero simuló lo
contrario ante el obispo, deseoso de llevar a cabo su propósito, le dijo que de
buena gana compraría los Nuevos Testamentos. Al oír esto, Packington le dijo:
«¡Señor!, ¡Yo puedo hacer más en esto que la mayoría de los mercaderes que hay
aquí, si os place; porque conozco a los holandeses y extranjeros que los han
comprado a Tyndale; si le place a vuestra señoría, tendré que desembolsar el
dinero para pagarlos, o no podré obtenerlos, y esto os asegurará tener todos
los libros impresos y no vendidos.» El obispo, que pensaba haber atrapado a
Dios, le dijo: «Date prisa, buen maese Packington; consíguemelos, y te pagaré
lo que valgan; porque es mi intención quemarlos y destruirlos en Paul's Cross.»
Este Agustín Packington fue a William Tyndale, y le explicó lo sucedido, y así,
por el arreglo hecho entre ellos, el obispo de Londres obtuvo los libros,
Packington su agradecimiento, y Tyndale el dinero.
Después de esto, Tyndale corrigió de
nuevo aquel mismo Nuevo Testamento, y lo hizo volver a imprimir, con lo que
llegaron mucho más numerosos a Inglaterra. Cuando el obispo se dio cuenta de
ello, envió a buscar a Packington, y le dijo: «¿Qué ha sucedido que hay tantos
Nuevos Testamentos esparcidos? Me prometiste que los ibas a comprar todos.»
Entonces Packington le repuso: «Si, compré todos los que había, pero veo que
desde entonces han imprimido más. Veo que esto nunca mejorará en tanto que
tengan letras e imprentas; por ello, lo mejor será comprar las imprentas y
entonces estaréis seguro». El obispo se sonrió ante esta respuesta, y así quedó
la cosa.
Poco tiempo después sucedió que Jorge
Constantino fue prendido, como sospechoso de ciertas herejías, por Sir Tomás
More, que era entonces canciller de Inglaterra. Y More le preguntó diciéndole:
«¡Constantino! Quisiera que me fueras claro en una cosa que te preguntaré; y te
prometo que te mostraré favor en todas las otras cosas de que se te acusa. Más
allá del mar están Tyndale, Joye, y muchos de vosotros. Sé que no pueden vivir
sin ayuda. Los hay que los socorren con dinero, y que tú, estando con ellos,
has tenido tu parte, y que por tanto sabes de donde viene. Te ruego que me
digas: ¿de dónde proviene todo esto?» «Mi señor,» le contestó Constantino, «os
diré la verdad; es el obispo de Londres que nos ha ayudado, por cuanto nos ha
dado mucho dinero por Nuevos Testamentos para quemarlos; y esto es lo que ha
sido, y sigue siendo, nuestro único auxilio y provisión.» «A fe,» dijo More,
«que yo pienso como vos; porque de esto le advertí al obispo antes que
emprendiera esta acción.»
Después de esto, Tyndale emprendió la
traducción del Antiguo Testamento, acabando los cinco libros de Moisés, con
varios de los más eruditos y piadosos prólogos más dignos de lectura una y otra
vez por parte de todos los buenos cristianos. Enviados estos libros por toda Inglaterra,
no se puede decir cuán grande fue la luz que se abrió a los ojos de toda la
nación inglesa, que antes estaban cerrados en tinieblas.
La primera vez que se fue del reino, se
dirigió a Alemania, donde conferenció con Lutero y otros eruditos; después de
haber pasado allá un cierto tiempo, se dirigió a los Países Bajos, y vivió
principalmente en la ciudad de Amberes.
Los piadosos libros de Tyndale, y
especialmente el Nuevo Testamento que tradujo, tras comenzar a llegar a manos
del pueblo, y a esparcirse, dieron un gran y singular provecho a los piadosos;
pero los impíos (envidiando y desdeñando que el pueblo fuera a ser más sabio
que ellos, y temiendo que los resplandecientes haces de la verdad descubrieran
sus obras de maldad) comenzaron a agitarse con no poco ruido.
Después que Tyndale hubo traducido
Deuteronomio, queriéndolo imprimir en Hamburgo, zarpó para allí; pero naufragó
frente a la costa de Holanda, perdiendo todos sus libros, escritos, copias,
dinero y tiempo, y se vio obligado a comenzar todo de nuevo. Llegó a Hamburgo
en otra nave, donde, citado, le esperaba Coverdale, que le ayudó en la
traducción de todos los cinco libros de Moisés, desde la Pascua hasta
diciembre, en la casa de una piadosa viuda, la señora Margarita Van Emmerson,
el año 1529 de nuestro Señor; en aquel tiempo se dio una gran epidemia de unas
fiebres sudoríficas en aquella ciudad. Así que, acabada su actividad en
Hamburgo, volvió a Amberes.
Cuando en la voluntad de Dios fue
publicado el Nuevo Testamento en la lengua común, Tyndale, su traductor, añadió
al final del mismo una epístola, en la que pedía que los eruditos corrigieran
su traducción, si encontraban algún error. Por ello, si hubiera habido
cualquier falta que mereciera ser corregida, hubiera sido una misión de
cortesía y bondad que hombres conocedores y con criterio mostraran en ello su
erudición, corrigiendo los errores que existieran. Pero el clero, que no
querían que el libro prosperara, clamaron contra él que había mil herejías
entre sus cubiertas, y que no debía ser corregido sino totalmente suprimido.
Algunos decían que no era posible traducir las Escrituras al inglés; algunos
que no era legitimo que los laicos las tuvieran; algunos que iba a hacer
herejes de todos ellos. Y con el fin de inducir a los gobernantes temporales a
llevar a cabo los designios de ellos, dijeron que llevaría al pueblo a
rebelarse contra el rey.
Todo esto lo narra el mismo Tyndale, en
su prólogo antes del primer libro de Moisés, mostrando además con qué cuidado
fue examinada su traducción, y comparándola con sus propias imaginaciones, y
supone que con mucho menos trabajo hubieran podido traducir una gran parte de
la Biblia, mostrando además que repasaron y examinaron cada tilde y jota de tal
manera, y con tal cuidado, que no había una sola que, si carecía del punto, no
lo observaran, y lo mostraran a gente ignorante como prueba de herejía.
Tantas y tan descaradas fueron las
tretas del clero inglés (que debieran haber sido los guías a la luz para el
pueblo), para impedir a la gente el conocimiento de las Escrituras, que ni las
querían traducir ellos mismos, ni permitir que otros las tradujeran; ello con
el fin (como dice Tyndale) de que manteniendo aún al mundo en tinieblas,
pudieran dominar las conciencias de la gente por medio de vanas supersticiones
y de falsas doctrinas, para satisfacer sus ambiciones y exaltar su propio honor
por encima del rey y del emperador.
Los obispos y prelados jamás
descansaron hasta lograr que el rey consintiera a sus deseos; en razón de lo
cual se redactó una proclamación a toda prisa, y establecida bajo autoridad
pública, en el sentido de que la traducción del Nuevo Testamento de Tyndale
quedaba prohibida. Esto tuvo lugar alrededor del 1537 d.C. Y no contentos con
ello, hicieron más aún, tratando de atrapar a Tyndale en sus redes y quitarle
la vida; ahora queda por relatar como lograron llevar a cabo sus fines.
En los registros de Londres aparece de
manera manifiesta cómo los obispos y Sir Tomás More, sabiendo lo que había
sucedido en Amberes, decidieron investigar y examinar todas las cosas acerca de
Tyndale, donde y con quién se alojaba, dónde estaba la casa, cuál era su
estatura, cómo se vestía, de qué refugios disponía. Y cuando llegaron a saber
todas estas cosas comenzaren a tramar sus planes.
Estando William Tyndale en la ciudad de
Amberes, se alojó durante alrededor de un año en la casa de Thomas Pointz, un
inglés que mantenía una casa de mercaderes ingleses. Allí fue un inglés que se
llamaba Henry Philips, siendo su padre cliente de Poole, un hombre apuesto,
como si fuera un caballero, con un siervo consigo. Pero nadie sabia la razón de
su llegada o el propósito con que había sido enviado.
Tyndale era frecuentemente invitado a
comer y a cenar con los mercaderes; por este medio este Henry Philips se
familiarizó con él, de manera que al cabo de un breve espacio de tiempo Tyndale
depositó gran confianza en él, y lo llevó a su alojamiento, a la casa de Thomas
Pointz; también lo tuvo con él una o dos veces para comer y cenar, e hizo tal
amistad con él que por su petición quedó en la misma casa del dicho Pointz, a
quien además le mostró sus libros y otros secretos de su estudio. Tan poco
desconfiaba Tyndale de este traidor.
Pero Pointz, que no tenía demasiada
confianza en aquel sujeto, le preguntó a Tyndale cómo había llegado a
conocerle. Tyndale le respondió que era un hombre honrado, bien instruido y muy
agradable. Pointz, al ver que le tenía en tanta estima, no dijo más, pensando
que le habría sido presentado por algún amigo. El dicho Philips, habiendo
estado en la ciudad tres o cuatro días, le pidió a Pointz que viniera con él
fuera de la ciudad para mostrarle unas mercaderías, y andando juntos fuera de
la ciudad, conversaron acerca de diversas cosas, incluyendo algunos asuntos del
rey. Con estas conversaciones, Pointz no sospechó nada. Pero después, habiendo
transcurrido el tiempo, Pointz se dio cuenta de qué era lo que pensaba Philips:
saber si él, por amor al dinero, querría ayudarle para sus propósitos, porque
se había dado ya cuenta de que Philips era rico, y quería que Pointz lo
supiera. Porque ya le había pedido antes a Pointz que le ayudara para diversas
cuestiones, y lo que había pedido siempre lo había querido de la mejor calidad,
porque, en sus palabras, «tengo el suficiente dinero.»
Philips fue luego de Amberes a la corte
de Bruselas, que está a una distancia de allí como de veinticuatro millas
inglesas, desde donde se llevó consigo a Amberes al procurador general, que es
el fiscal del rey, con ciertos otros oficiales.
Al cabo de tres o cuatro días, Pointz
fue a la ciudad de Barrois, a unas dieciocho millas inglesas de Amberes, donde
le esperaban unos negocios que le iban a ocupar por espacio de un mes o de seis
semanas; y durante su ausencia Henry Philips volvió de nuevo a Amberes, a la
casa de Pointz, y entrando en ella habló con la esposa de éste, preguntándole
si estaba dentro el señor Tyndale. Luego salió, y dispuso en la calle y cerca
de la puerta a los oficiales que había traído de Bruselas. Alrededor del
mediodía volvió a entrar y se dirigió a Tyndale, pidiéndole cuarenta chelines,
diciéndole: «He perdido mi bolsa esta mañana, al hacer la travesía entre aquí y
Mechlin.» Así que Tyndale le dió cuarenta chelines, lo que no le costaba dar si
lo tenía, porque era simple e inexperto en las sutilezas malvadas de este
mundo. Luego Philips le dijo: «Señor Tyndale, usted será mi invitado hoy.»
«No,» le dijo Tyndale, «hoy salgo a comer, y usted me acompañará y será mi invitado
en un lugar donde será bien acogido. »
Así que cuando fue la hora de comer, el
señor Tyndale salió con Philips, y al salir de la casa de Pointz había un largo
y angosto pasillo, por lo que ambos no podían ir juntos. El señor Tyndale
hubiera querido que Philips pasara delante de él, pero éste pretendió mostrar
gran cortesía. Así que el señor Tyndale, que no tenía mucha estatura, pasó
primero, y Philips, hombre alto y apuesto, le siguió detrás; éste había
dispuesto oficiales a cada lado de la puerta, sentados, que podían ver quienes
pasaban por ella. Philip señaló con el dedo la cabeza de Tyndale, para que los
oficiales vieran a quién debían apresar. Los oficiales le dijeron luego a
Pointz, cuando ya lo habían encarcelado, cómo les había apenado ver su
simplicidad. Lo llevaron al fiscal del emperador, donde comió. Luego el
procurador general fue a casa de Pointz, y tomó todo lo que pertenecía al señor
Tyndale, tanto sus libros como sus otras pertenencias; desde allí, Tyndale fue
enviado al castillo de Vilvorde, a dieciocho millas inglesas de Amberes.
Estando ya el señor Tyndale en la
cárcel, le ofrecieron un abogado y un procurador, lo cual rehusó, diciendo que
él haría su propia defensa. Predicó de tal manera a los que estaban encargados
de su custodia, y a los que estaban familiarizados con él en el castillo, que
dijeron de él que si él no era un buen cristiano, que no sabían quién podría
serlo.
Al final, tras muchos razonamientos,
cuando ninguna razón podía servir, aunque no merecía la muerte, fue condenado
en virtud del decreto del emperador, dado en la asamblea en Augsburgo. Llevado
al lugar de la ejecución, fue atado a la estaca, estrangulado por el verdugo, y
luego consumido por el fuego, en la ciudad de Vilvorde, el 1536 d.C. En la
estaca, clamó con un ferviente celo y con gran clamor: «¡Señor, abre los ojos
del rey de Inglaterra!
Tal fue el poder de su doctrina y la
sinceridad de su vida, que durante el tiempo de su encarcelamiento (que duró un
año y medio), convirtió, según se dice, a su guarda, a la hija del guarda, y a
otros de su familia.
Con respecto a su traducción del Nuevo
Testamento, por cuanto sus enemigos clamaban tanto contra ella, pretendiendo
que estaba llena de herejías, escribió a Juan Frith de la manera siguiente: «Invoco
a Dios como testigo, para el día en que tenga que comparecer ante nuestro Señor
Jesús, que nunca he alterado ni una sílaba de la Palabra de Dios contra mi
conciencia, ni lo haría hoy, aunque se me entregara todo lo que está en la
tierra, sea honra, placeres, o riquezas.»
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