En El Progreso del
Peregrino (1678), John Bunyan retrató el endurecimiento de corazón con un
hombre puesto en una jaula para la detallada instrucción de Intérprete al
fatigado peregrino. El enjaulado exclamaba: “¡Ah!
En otro tiempo hice profesión de cristiano, y prosperaba y florecía a mis
propios ojos y a los ojos de los demás. Me creía destinado a la Ciudad
Celestial, y esta idea me llenaba de grande regocijo. Pero ahora soy una
criatura de desesperación; encerrado en esta jaula de hierro, no puedo salir,
¡ay de mí!, no puedo salir” (Bunyan, 2008, p.51). El peregrino se sintió
lleno de temor al ver la miserable condición de tal hombre pero no dejó de
sentir piedad y le preguntó: “¿Pero no
hay remedio ni esperanza para ti? ¿Habrás de estar encerrado siempre en esa
férrea jaula de desesperación? ¿No es infinitamente misericordioso el Hijo
bendito del Señor?” (p.52). El enjaulado se encontraba totalmente
endurecido por causa de sus pecados a tal punto de exclamar con desespero: “Dios me ha negado el arrepentimiento; en su
palabra no encuentro ya estímulo para creer; es el mismo Dios el que me ha
encerrado en esta jaula, y todos los hombres del mundo juntos no me podrán
sacar de ella. ¡Oh, eternidad, eternidad! ¿Cómo podré yo luchar con la miseria
que me espera en la eternidad?” (p.52). Esto es más menos a lo que han
llegado muchos, a concluir que el arrepentimiento se ha cerrado y no hay
esperanza. La opinión de cristiano ante la demostración del Intérprete fue: “Terrible es esto! Concédame el Señor su
auxilio para velar y ser sobrio, y pedirle que no permita el que yo llegue
algún día a ser presa de tamaña miseria” (p.52). Todo cristiano es temeroso
de la condición de dureza, aunque este estudio es precisamente para todos los
que se sienten dentro de la jaula.
El extremo de la dureza
Muchas personas que se dicen
cristianos son distraídos y fríos respecto a su relación con un Dios Santo.
Muchos de ellos creen que con asistir a cultos cristianos podrán estar a cuenta
con el Salvador. Otros prefieren hacer algunas oraciones para aliviar sus
conciencias pero nunca en verdad abandonan su pecado. Son aquellos tibios que
relata la Escritura, hombres y mujeres que sobreestiman lo que han hecho sus
palabras y oraciones para creerse salvos, pero que sus vidas en verdad no han
sido transformadas. Esto sólo culmina en el autoengaño.
Este estudio no trata sobre
aquellos, sino del otro extremo, aquel que congrega a personas que sienten
frustración por su entrega sincera a Cristo que no ha dado los frutos
esperados, como por ejemplo un nuevo nacimiento (Jn.3:3). Muchos de ellos
tienen una imagen sólida de lo que debiese ocurrir en sus corazones si es que
en verdad experimentan la fe salvadora, pero al no alcanzarla sienten que sus
vidas son rechazadas desde el mismo cielo. Aunque hay matices entre ellos
respecto a la sinceridad y desesperación, quién podría negar que sus esfuerzos
han apuntado hacia lo correcto. No son como aquellos que piden cosas materiales
(normalmente influidos por predicadores de la prosperidad) y luego reprochan al
cielo “¿por qué no me has dado el ferrari que te pedí con fe?”.- A los que
apunta mi artículo es a los que han buscado efectivamente el cielo y su gloria,
acudido al Salvador por vida eterna y no logran percibir la santidad esperada.
Normalmente adjudican esta “falla en
el proceso” a su falta de fe o mala forma de orar, por lo menos inicialmente.
Sin embargo, cuando comienzan a descubrir que su clamor es sincero y está
enfocado en la salvación de sus almas, y no logran obtener esa vida, sostienen
que es Dios quien no los desea, por razones múltiples que varían desde el grave
pecado cometido hasta la posibilidad que Dios no les haya escogido desde antes
de la fundación del mundo. En algunos la explicación ha sido tan fuerte que se
enojan con Dios y le reprochan su propia incredulidad.
Quiero decir que entiendo
perfectamente estos sentimientos, porque no son más que eso desde el punto de
vista bíblico, puesto que su servidor también pasó por lo mismo. Mi conversión
tardó en verdad muchos años. Por mucho tiempo llegué incluso a insultar a Dios
por no creer en Él. Si quieren encontrar en el mundo un ejemplo de un hombre en
la jaula del El progreso del peregrino
podrían haberme visto antes de acudir eficazmente a Cristo. Yo me sentía como
una víctima ante un Dios que me cerraba las puertas de la salvación (y ahora me
doy cuenta que aquello sólo era una excusa para mi pecado e incredulidad).
Veamos juntos por qué sucede esto y qué solución tenemos para no endurecernos
aún más.
La raíz del asunto
Muchos explican este suceso de
manera liviana y terminan cavando un hoyo más grande que el original. Dicen,
con ignorancia de partida, que el diablo es quien molesta a los hijos de Dios
diciéndoles que su arrepentimiento no ha sido válido. Ante ello, sostienen, es
mejor ignorar estos juicios y confiar en que somos salvos. Estas ideas son
calmantes a veces tan fuertes que adormecen a las almas que en verdad vienen
por una respuesta bíblica.
La raíz es más profunda de lo que se cree. Aunque han orado
en la dirección correcta, esto no significa que en verdad han creído lo pedido.
Jesucristo señaló que “y al que a mí
viene, no le echo fuera” (Jn.6:37). Si el Señor mismo aseguró que no
rechazará a los que vienen a sus plantas, entonces el punto de partida no debe
ser un potencial rechazo de parte de Dios, sino nuestra incredulidad ante su
promesa de recepción. Desde el principio el hombre ha justificado su pecado
trasladando su culpa hacia otros, como fue Adán con su propia mujer (Gn.3:12).
Esta necedad le ha llevado incluso a cometer la impensable locura de culpar a
su propio Creador y Sustentador por la supuesta poca efectividad de su
Salvación. Si quiere buscar la raíz de este asunto comience con mirarse a sí
mismo y reflexione sobre cómo su propia incredulidad le ha impedido conocer a
Cristo.
La incredulidad es un pecado, y por
este muchísimos hombres y mujeres tendrán parte en “el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”
(Ap.21:8). Jesucristo, cuando vino a la tierra, se sorprendió con la
incredulidad de los que moraban en su propia tierra natal (Mr.6:6). Jesucristo
reprochó la incredulidad de sus discípulos cuando desacreditaban los
testimonios de los que le habían visto resucitado (Lc.16:14). Fue el mismo
Señor quien tuvo que demostrarle a Tomás que era el Cristo, ya que a simple
vista ni siquiera le creía (Jn.20:27). Jesucristo jamás toleró o se mostró
indolente a la incredulidad.
El hecho que usted no goce de los
frutos de la salvación es por su falta de fe en lo que expresa la Palabra de
Dios, en otras palabras, el pecado de incredulidad aún presente en usted. Por
ejemplo, Jesucristo dijo que todo el que viene a Él no le echa fuera, pero a
usted le cuesta enormemente creer aquello. La base para rechazar las palabras
del Señor es que su propia vida no ha sido capaz de cumplir la Palabra, no
necesariamente que Cristo esté equivocado. Por otro lado, si rechazaremos la
Palabra por cada fallido intento que tengamos en la santidad entonces todos los
hombres, cristianos y no regenerados, invalidarían la Palabra de Dios a cada
momento, y como dijo el apóstol: “¿Pues
qué, si algunos de ellos han sido incrédulos? ¿Su incredulidad habrá hecho nula
la fidelidad de Dios?” (Ro.3:3). Dios es fiel a sus promesas de salvación,
somos nosotros los que no creemos en ellas.
¿Qué haré para remediar este estado?
Independientemente del grado de desesperación, esta
pregunta es la más importante que puede plantearse el hombre. La suspiró el
angustiado peregrino en la alegoría de John Bunyan “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Bunyan, J., 2008, p.28). Muchos
de los angustiados que leen este artículo por necesidad saben que han humillado
sus almas hasta lo último por conocer esta respuesta.
No está fuera de las Escrituras la manera de proceder ante
el Señor en estos casos. Venir a Cristo por salvación y vida eterna siempre es
antecedido por convicción de pecado que el mismo Dios de los cielos produce por
medio del Espíritu Santo (Jn.16:8). Si hay por lo menos una minúscula molestia
o desesperanza por el actual estado de muerte y pecado, esto puede ser
producido por Dios. Si no redunda en salvación sólo puede ser un malestar de la
conciencia, pero usted ya está aburrido(a) de apagarla con uno que otro
antiinflamatorio, y no querrá cometer el mismo error. Posiblemente todas estas
frustraciones tienen por objeto que se desligue totalmente de sus buenas obras
y se entregue sin ningún estorbo ante el Señor.
Cuando fui convertido tomé conciencia que mis previos altos
y bajos, supuestas conversiones y bajas de la gracia, momentáneas reformas e
incómodas desesperanzas, fueron la manera en que Dios me convenció, no sólo del
nauseabundo y abundante pecado de mi corazón, sino de mi incapacidad de
volverme a Dios por mis propios esfuerzos. Cuando simplemente caí rendido como
un moribundo diciendo: “Señor, si
quieres, puedes limpiarme” (Mt.8:2), comprendí que la gracia de Dios no da
lugar a un “levanté mi mano”, “hice tal oración”, “fui a arrodillarme hacia el
púlpito” o “me arrepentí de esta forma”. ¿Qué fórmula o manera de orar podrá
hacerte salvo? ¿Crees que lo que Cristo hizo en la cruz requiere de tu pequeña
y minúscula plegaria para hacer efecto? Si así piensas, no has entendido que
Dios es el Dios de toda gracia y que nuestro arrepentimiento apenas es un
cúmulo de palabras que expresan la indescriptible salvación ofrecida por el
Salvador ante nuestra miseria. No digo con esto que no debamos arrepentirnos,
porque Dios derramará su ira contra los corazones no arrepentidos (Ro.2:5),
sino poner el arrepentimiento en el lugar que le concede la Escritura: la
reacción. Nosotros respondemos a la Palabra de Dios con arrepentimiento porque
Él lo manda (Hch.17:30). Dios produce en nosotros una convicción de pecado que
sin el Espíritu Santo no sentiríamos, lo que nos provoca una enorme necesidad
de pedir perdón. Jesucristo nos mandó a arrepentirnos al iniciar su ministerio:
“Arrepentíos, porque el reino de Dios se
ha acercado” (Mt.4:17). Por gracia obedecemos a Dios en este su mandato.
Si Dios le ha dado suficiente luz
para distinguir el pecado de su corazón y demostrarle que sin Cristo usted no
es nada, reconozca delante de Él que es un incrédulo. ¿Acaso no dice la
Escritura que si confesamos nuestros pecados Dios es fiel y justo para perdonar
nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad (1 Jn.1:9)? Confiese que es
incrédulo y que Dios es el único que puede quitar ese pecado. La incredulidad
no es algo que pueda ahorrarse con un giro mental o un cambio de pensamiento
propio, se trata de un pecado que llevó Jesucristo a la cruz. El hombre que
cree en el Hijo de Dios no ha vencido por sí mismo la incredulidad, ha sido
Dios quien ha cargado ese pecado junto a los otros en el cuerpo de su Hijo
sobre el madero, con el propósito que aquel pecador muera a sus pecados (entre
ellos su propia incredulidad) y viva para Dios (esto lo dice 1 Pe.2:24 de forma
textual). Sea como aquel padre que llevó a su hijo ante el Señor Jesucristo
para que le librase de un espíritu inmundo. Este joven era sacudido con
violencia por aquel demonio y muchas veces le hacía arrojarse al fuego y al
agua para matarlo. El padre clamó como quien ha agotado todas las
posibilidades: “pero si puedes hacer
algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos” (Mr.9:22). Jesús le
respondió: “(Precisamente) Si puedes
creer, al que cree todo le es posible” (Mr.9:23). Quizás usted diría “Pero
siempre he creído, voy a ti y te pido pero no me respondes, parece que no
quieres salvarme”. Este padre dijo:
“Creo; ayuda a mi incredulidad” (Mr.9:24).
En otra traducción aparece este versículo como “¡Sí
creo!... ¡Ayúdame en mi poca fe!” (NVI). Este padre angustiado exclamó al Señor
reconociendo que tenía poca fe. Posiblemente, por el testimonio que expresó y
la disputa que acarreó previamente por la liberación de su hijo, ya había
agotado varias alternativas. Es más, el pasaje nos señala que los discípulos no
pudieron sacar al demonio (Mr.9:18) antes que Cristo lo hiciera, por lo que
este padre ya reunía por lo menos una frustración en la esperanza que Dios
sanara a su muchacho. Quizás usted no pueda compartir con aquel padre al decir
“ayúdame en mi poca fe”, porque apenas puede decir que tiene, pero siga este
ejemplo, en que Cristo señaló que para el que cree todo es posible e hizo
posible ese milagro a través de la poca fe del padre del muchacho. Asimismo la
salvación que a usted le ha resultado imposible conseguir, Dios la ha hecho
posible por la fe y obra de su Hijo. Reconozca su pecado y la incredulidad que
tiene de limpiarlo por su cuenta.
La fe que no tiene para creer que
Cristo es el Salvador y que tiene poder para rescatar su alma del pecado, es un
don de Dios. Nadie genera fe salvadora de su propia cuenta. La Palabra nos
señala que la fe es un don de Dios (Ef.2:8), que la obra de Dios es que creamos
en su Hijo (6:29), que la fe es parte del fruto del Espíritu (Gá.5:22), que la
fe vino (Gá.3:23-25), y que no es de todos la fe (1 Tes.3:2). De acuerdo a las
palabras de Santiago, toda don perfecto sólo proviene de Dios (Stgo.1:17), por
lo que creer en Cristo y ser salvo es algo que Dios concede sólo por gracia. La
fe en Cristo es producida por Dios mismo para salvar a sus hijos, por lo que no
puede usted de sus propios esfuerzos crear esta fe por sí solo. Necesita sí o
sí de Dios para creer en Él. El apóstol Pedro sostuvo en sus epístolas que sólo
mediante Cristo creemos en Dios (1 Pe.1:21) y que esta fe sólo la alcanzamos
porque Cristo vivió una vida justa (2 Pe.1:1). Por lo tanto, la única forma de
remediar su incredulidad es a través de Cristo. Usted no ha vivido como Cristo
vivió ni ha tenido la aprobación de Dios que acompañaba a Cristo a todo lugar.
No ponga por tanto su esperanza en lo que usted puede o no puede provocar, sólo
hallará tinieblas mirándose. Confíe mejor en el que dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino
que tendrá la luz de la vida” (Jn.8:12). Mire su vida y la desesperanza que
le provoca, no podrá excusarse frente al trono eterno por haber vivido de esa
forma. Pero si sigue hurgando en sus propias capacidades será nuevamente
arrastrado por sus contaminaciones, y su postrer estado será peor que el
primero (2 Pe.2:20). Sus pecados siempre le acaban por dejar sediento, mientras
que el Hijo de Dios prometió: “mas el que
bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo
le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn.4:14).
Si está cargado acuda al que prometió quitar su carga
(Mt.11:28), si está sucio confiese sus pecados al que prometió limpiarlo (1
Jn.1:9), y si no es así, ¿a quién acudirá? Como señaló el apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna” (Jn.6:68). ¿Acaso retrocederá y embriagará hasta la muerte
sus pensamientos con falsas esperanzas o vanos pasatiempos? Como dijo el
puritano John Owen: “La tontería más
grande del mundo consiste de dejar la consideración de nuestro estado eterno
para algún punto futuro e incierto, al cual quizás nunca pudiéramos llegar” (Owen,
J.,1999, p.77). ¿Puede efectivamente estar tranquilo siendo que el tiempo de
Dios corre y cada segundo adicional en esta tierra es un momento más de misericordia
y paciencia para que proceda al arrepentimiento?
Es triste ver que muchas veces acudimos a
Dios como última instancia cuando debiese ser la primera. Pretendemos
reformarnos a nosotros mismos con nuestras fuerzas, y luego de largas jornadas
de fallidos intentos acudimos a Cristo como nuestra última posibilidad. No
obstante, Dios hace que todo redunde para el bien de nuestra salvación. Las
constantes frustraciones son el claro mensaje que usted necesita de Cristo y
sólo de Él. Aunque antes haya fallado, aunque incluso le haya insultado por su
supuesta indiferencia, acuda a Él.
El poder de la Palabra para regenerarnos
El apóstol Pedro sostuvo que somos
renacidos o regenerados por la Palabra de Dios que vive y permanece para
siempre (1 Pe.1:23). Dios nos llama por medio de su Palabra para que vivamos: “Así ha dicho Jehová el Señor a estos
huesos: He aquí, yo hago entrar espíritu
en vosotros, y viviréis” (Ez.37:5). No obstante, muchos creen que Dios no
quiere salvarles sin siquiera acudir a su Palabra. En la historia de la iglesia
piadosos hombres de Dios fueron rescatados de su pecado sin siquiera haberlo
pensado por el poder de la Palabra de Dios.
Charles Spurgeon, famoso predicador inglés, fue convertido
cuando un sastre predicó sobre el texto “Mirad a mí, y sean salvos todos los
términos de la tierra”. Cuando este hombre le expuso el evangelio, Spurgeon fue
guiado a la cruz de Cristo y tan sólo miró por la fe al Redentor para ser
salvo.
John Wesley, fundador del metodismo, no habría pensado que
esa noche del 24 de Mayo sería salvo al escuchar una explicación de la fe que
puede salvar al pecador desde la carta a los Romanos, pero así fue.
William Cowper, autor del famoso himno “Hay una fuente", estuvo
internado por depresión y variadas veces atentó contra su vida. Su buen amigo,
John Newton, autor del himno célebre “Sublime Gracia”, le ayudó a encontrar el
camino a Cristo a través de lecturas de la Biblia. Fue en 1764 cuando leyendo
Romanos 3:25 se dio cuenta de la justificación que Cristo había ganado para él
y se convirtió al evangelio.
San Agustín de Hipona, uno de los obispos de los primeros
siglos del cristianismo estuvo resuelto a buscar la verdad aunque no la
encontraba. Vivió una vida basada en placeres carnales de diversos tipos, era
un adicto al sexo y no podía eliminar aquello de su vida. Hasta que leyó en la
Escritura aquel pasaje que dice: “Andemos
como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y
lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no
proveáis para los deseos de la carne” (Ro.13:13-14).
Aunque los ejemplos siguen y siguen, lo que quiero
demostrar con estos pocos es que la vida piadosa comienza con el conocimiento
de nuestro Salvador. Conocer a Cristo es la vida eterna (Jn.17:3) y sólo
tenemos certero testimonio de Él en las Escrituras. Si usted no expone su vida
a lo que dice la Palabra sobre Dios y sobre usted, difícilmente será movido al
arrepentimiento. Dios obra por su Palabra para darnos entendimiento de sus
verdades. Puede que resulte aburrido para usted leer las Escrituras, es
entendible si usted no es convertido. Pero esperará la muerte en lugar del mero
esfuerzo de entregar su mirada a las dulces palabras del Salvador. Apague esa
televisión que sólo corrompe su vista y comience a meditar la Palabra de Dios.
A través de ella Dios se revelará a su vida y será parte de este listado de
hombres y mujeres miserables y empedernidos pecadores que hallaron al Salvador
por medio de su Palabra.
Mis amados hermanos: Así como es indispensable dos células humanas para que Dios haga crear una criatura (que nace con su espíritu muerto a la comunión con Dios, a causa del llamado pecado original); así mismo, para nacer espiritualmente de nuevo se hacen necesarias "dos células espirituales", (por semejanza), las que el Espíritu Santo pone en ese espíritu muerto a la comunión con Dios. Previamente este, es convencido de pecado por el Espíritu Santo. Esas dos células espirituales, son los dones espirituales de la FE y el ARREPENTIMIENTO. El Nuevo Nacimiento, fue ordenado por el Señor, Explicado y Ejemplificado por El, según Juan 3:1 a 15. Jn. 3:16 es el resumen del dialogo del Señor con el Gran Rabino NICODEMO.
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