sábado, 30 de noviembre de 2013

Un cuestionamiento al poder y eficacia de las tradiciones humanas a la luz de la Palabra de Dios


           Con el fin de desafiar el gobierno de todas aquellas tradiciones y doctrinas humanas que durante tanto tiempo han esclavizado a nuestra iglesia metodista pentecostal es que expongo estas noventa y cinco conclusiones basadas en las Sagradas Escrituras, tomando como referente al reformador Martín Lutero, quien en vista del desmoronamiento que vivenciaba la cristiandad en el Siglo XVI, tomó la iniciativa que hoy tomo por amor a ustedes, mis hermanos en la fe en Cristo, nuestro Salvador: 

    1.     Las Sagradas Escrituras son la única y máxima autoridad que tenemos las criaturas de Dios para conocer su voluntad, sus atributos y todos los misterios concernientes a la Ira Venidera, el Juicio de Dios y la Salvación en Cristo Jesús. Dios ha dado cuenta que sólo en su Palabra hallaremos la verdadera revelación de su testimonio: “Escudriñad las Escrituras… ellas son las que dan testimonio de mi” (Juan 5:39)

   2.   Por tanto, todas las palabras de los hombres, las revelaciones personales, los edictos y visiones de obispos o pastores, las enseñanzas de diáconos y todo aquel que enseñe acerca de la Palabra, la vida cristiana y la comunión de la iglesia, deben someterse al juicio verdadero del Tribunal Justo de la Palabra de Dios. 

3.      Ninguna doctrina, enseñanza o práctica que vaya en contra de la Santa Palabra puede provenir de Dios, ni es de provecho obedecerla o practicarla. Toda forma de enseñanza que esté en contra de algún punto de la Palabra de Dios o intente añadir algo más de lo que está escrito, debe ser desechada (Deuteronomio 12:32). Cualquier espíritu que contradiga a Cristo y a la Escritura no es de Dios.

4.      Es deber de todo cristiano ser fiel a Dios antes que obedecer las tradiciones y costumbres que los hombres imponen como correctas: “…Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29)

5.      La ignorancia de la Palabra de Dios y desobediencia a sus preceptos son la causa directa para la aprobación de doctrinas humanas que carecen de sentido bíblico. Tales doctrinas humanas ensucian nuestra iglesia con tradiciones y costumbres erradas, nos sumergen en la superstición y en la obediencia a preceptos engañosos.

6.      La ignorancia de la Palabra de Dios y la pereza de indagar en sus preceptos nos ha llevado a obedecer enseñanzas humanas alejadas de la verdad: “…en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres” (Marcos 7:7).

7.      Mientras más ignoremos la Palabra de Dios más propensos estamos a malinterpretar sus designios y aprobar enseñanzas y prácticas alejadas de su voluntad. Mientras más propensos estemos a interpretar indebidamente pasajes de la Palabra más probable es que enseñemos algo incorrecto: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento…” (Oseas 4:6).

8.      Ninguna doctrina, enseñanza, profecía, revelación especial o visión, por muy inspirada que parezca, debe aceptarse automática e irreflexivamente. Antes, todo el que la oiga debe examinar su veracidad a la luz de la Palabra: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1).

9.      Debe enseñarse a la iglesia que aquel que somete todas las enseñanzas de los hombres a la luz de la Palabra de Dios, ya sean provenientes del obispo o del hermano más sencillo, será mayormente bendecido que aquel que confirma automáticamente con un “Amén” enseñanzas que pueden ser incorrectas.

10.  Mera doctrina humana es aquella que dice que todas las enseñanzas que provienen del púlpito son dadas o inspiradas por Dios, ya que son palabras de hombres propensos al error. Sólo la Escritura es la Palabra de Dios, no la voz ni palabra de los hombres, sean obispos, diáconos, pastores, predicadores o hermano cualquiera. La Escritura nos dice: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tes. 5:21).

11.  Examinar las enseñanzas es el deber de cada cristiano verdadero. Entregarse a las palabras de los hombres, sin mayor fundamento que una fe y sumisión ciega, sin examinar si sus palabras son bíblicas o no, demuestra obediencia a los hombres y no a Cristo. El apóstol claramente defendió: “…Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10).

12.  El creer todas las palabras que salen de púlpitos o figuras de autoridad, sin examinar la verdad de ellas a la luz de la Escritura, sólo puede ser fruto de un alma inmadura o infiel a la Palabra de Dios (Lucas 8:13; Hebreos 5:11-13).

13.  Por tanto, nadie puede, en ninguna forma, entregarse por entero a las enseñanzas del obispo, pastor, diácono, profesor o hermano alguno, sin antes examinar si sus palabras están de acuerdo con la Palabra de Dios. De otro modo, no existe razón para que un hijo de Dios las apruebe, las obedezca, ni aún piense que son una alternativa favorable.

14.  Aun así, muchos se esfuerzan con sus tradiciones en omitir que examinen las enseñanzas, perturbando a los hijos de Dios diciéndoles: “No cuestiones la voz de Dios (refiriéndose a las palabras del que enseña)” o “Si lees mucho la Biblia te harás un maestro y te creerás pastor”. Su pereza y analfabetismo por la Palabra es tan grande que ni aún merecen que los hijos de Dios les escuchen.

15.  Sin embargo, las tradiciones humanas logran pervertir la enseñanza pura de la Palabra e impiden que la iglesia examine si sus propias costumbres, doctrinas y prácticas son o no bíblicas.

16.  Estas necias tradiciones exponen que el Espíritu Santo les dice a los hombres qué hablar y modela sus palabras, aún sin ser llevados a una meditación profunda y un entendimiento más acabado de la verdad de la Palabra de Dios. Interpretan indebidamente que “…la letra mata, más el espíritu vivifica” (2 Corintios 3:6), y procuran mantener en la ignorancia a muchos hermanos que con humildad y sencillez terminan obedeciendo tal conformismo.

17.  Ridículo es el argumento que exponen nuestras tradiciones humanas al decir: “El Espíritu Santo se contrapone a que se estudie mucho la Palabra de Dios”. Es contradictorio pensar que el Espíritu Santo remplaza el entendimiento, preparación y comprensión de Dios por medio de las Escrituras, si Él mismo las ha inspirado (2 Pedro 1:21).

18.  Cualquiera que, suponiendo estar bajo la inspiración del Espíritu Santo, revela doctrinas adicionales o contrarias a la Palabra de Dios, no sólo comete blasfemia, sino también desobedece al Señor: “Si alguno enseña otra cosa, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo, y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe…” (1 Timoteo 6:3-4).

19.  Ignorantemente justificamos nuestro descuido ante la preparación en las Escrituras y la predicación bíblica del evangelio con las palabras del mismo Señor: “porque el Espíritu Santo os enseñará a la misma hora lo que debáis decir” (Lucas 12:12).

20.  Sin embargo, el Señor mismo sostiene antes de aquel versículo: “Cuando os trajeren a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir” (v.11).

21.  De lo anterior podemos concluir que el Señor Jesús no impone una regla general, sino una situación particular, en la que el temor por la muerte y el clima de persecución dificultan una debida defensa de la fe. No dio lugar a que esto se aplique a todo momento en que se enseñe de la Palabra y se predique el evangelio.

22.  El Espíritu vivifica la Palabra de Dios (2 Corintios 3:6), pero si desconocemos el contenido de las Escrituras, ¿Qué inspiración entregará?

23. Contraria a nuestra penosa justificación, la Escritura nos dice: “…estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15).

24.  Es deber del cristiano genuino y responsable el conocer todas las Escrituras y prepararse ante cualquier situación, en comunión con el Espíritu Santo que inspiró las Escrituras.

25.  Una de las evidencias más sobresalientes de nuestro descuido general por prepararnos en las Escrituras es la improvisación que realizan casi todos los hermanos que salen a predicar el evangelio, bajo el disfraz que Dios les comunica lo que deben decir.

26.  Improvisar el mensaje del evangelio, hablando lo primero que se nos venga a la mente, es un completo insulto al evangelio de Cristo. Mientras las Escrituras nos mandan a prepararnos en el entendimiento de Dios, nuestras tradiciones humanas nos dicen que siquiera pensar en lo que predicaremos es contrario al Espíritu Santo. Nada podría estar más equivocado.

27.  Hay que enseñar a la iglesia que aquel que predica el evangelio debe hacerlo conforme a lo que las Escrituras enseñan, y no a los pensamientos o ideas que nos surjan en el momento. Sólo la Palabra de Dios debe ser predicada, no así nuestros sentimientos o ideas propias sobre Cristo y el evangelio.

28.  Todas las predicaciones y defensas del evangelio que expusieron los apóstoles en el Nuevo Testamento estaban llenas de menciones de la Palabra de Dios (Hch 2:14-42; 7:1-60;8:26-40;13:13-52;17:10-13;). En las predicaciones públicas debemos citar únicamente las Escrituras, nada más.

29.  ¿Acaso son las Escrituras un tesoro tan despreciable, que al predicar su principal mensaje (el evangelio) prefieres echar mano a testimonios e ideas propias? Si la Palabra de Dios es un tesoro para nosotros, no debemos recurrir a otra cosa que mencionar y recitar sus santos pasajes al dar cuenta pública de nuestra fe.

30.  En lugar de lo anterior, desperdiciamos tiempo relatando un sinfín de anécdotas, sentimientos e ideas que se nos vienen a la mente en aquel momento, y no damos lugar a la Palabra de Dios. Aunque el testimonio propio tiene el poder de reforzar la fe, no debe consumir el tiempo que tenemos de exponer a Cristo por medio de la Palabra, ni sustituir la predicación del mensaje bíblico.

31.  Es necesario que cuando salgamos a predicar el evangelio pregonemos únicamente la Palabra de Dios, puesto que son las Escrituras el testimonio de Cristo y son ellas el único vehículo que toma el Espíritu Santo para revelarse a los hombres. Ninguna palabra humana, cántico o testimonio, por muy emotivos que fuesen, tienen el poder de convencer a un alma de pecado. Es sólo el Espíritu Santo el que realiza tal obra por medio de la Palabra (1 Pedro 1:22-23).

32.  Por tanto, anunciar el evangelio sin tener un entendimiento exhaustivo de las Escrituras es hablar de algo que no sabemos. No conocemos a Dios por medio de la asistencia al culto; lo conocemos únicamente por medio de su Palabra: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

33.  Es necesario que la iglesia salga a predicar el evangelio conociendo primeramente su mensaje, ya que en la gran mayoría de las predicaciones, nos dedicamos a relatar un sinfín de experiencias, conclusiones particulares e indebidas de la Palabra, testimonios propios o ajenos, en fin, perdemos el tiempo en enseñanzas repetitivas que no hayan sentido a la luz de la Palabra.

34.  Es necesario que prediquemos sobre la Ira de Dios hacia el pecador (Ro.1:18; 2:5) y su llamado al arrepentimiento (Mr.1:14-15; Lc.13:1-5), exponer sobre el inmenso juicio de Dios sobre la maldad de los hombres para resaltar la inmensa misericordia de su amor al darse asimismo por nosotros (Ro.3:21-26). Estos puntos elementales pocas veces son mencionados. La mayoría de las veces son reemplazados por ideas nuestras, las cuales no son el evangelio de Cristo.

35.  Aquel que predica verdaderamente el evangelio hablará continuamente sólo de pasajes de la Palabra de Dios. Memorizar y citar las Escrituras no son una opción o estilo de predicación, sino la verdadera y única exposición que tenemos del evangelio en el Nuevo Testamento, y la única que tiene poder para rescatar almas perdidas. Cualquiera que niegue esto no cree ni confía verdaderamente en el poder regenerador del Espíritu Santo a través de la Palabra.

36.  La iglesia debe alejarse de la ignorancia y la pereza, y debe correr desesperadamente al estudio y entendimiento de las Escrituras. No es suficiente con lo expuesto en la escuela dominical o en reuniones. Escudriñar y reflexionar continuamente en la Palabra Santa es la evidencia genuina de un hijo de Dios (Sal.119:1-2,9-16,47-48).

37.  Cualquiera que sostenga que el evangelio se puede predicar de diversas formas, alterando su mensaje esencial, aunque sea en un mínimo punto, para que resulte más atractivo a los oídos de los hombres, corre el peligro de ser llamado anatema (Gálatas 1:8-9).

38.  El evangelio debe ser predicado en su forma más pura, limpiándolo de costumbres y tradiciones necias que obstaculizan una anunciación apropiada de acuerdo a las Escrituras. Para ello es necesario que la iglesia se prepare en conocer y meditar las Escrituras lo suficiente antes de salir a predicar, y prepararse en comunión con el Espíritu Santo para entregar un mensaje lo más aproximado a las preciosas verdades bíblicas.

39.  Las tradiciones humanas nos han llevado a blasfemar el nombre de Dios innumerables veces al decir: “Hermano, el Señor me dijo esto”, “Hermano, el Señor te dice que”, “No lo estoy mandando yo, el Señor lo está mandando”, “El Señor te manda a hacer esto”, en fin, frases características de nuestra vida de iglesia, pero absolutamente irreverentes con el nombre Santo de Dios.

40.  Dios está en contra de aquellos que utilizan su Santo Nombre para declarar, enseñar o mandar cosas que Él no ha dicho: “Dice Jehová: He aquí yo estoy contra los profetas que endulzan sus lenguas y dicen: El ha dicho… y yo no los envié ni les mandé…” (Jeremías 23:31-32; Ezequiel 13:2-3)

41.  Dios está en contra de que se utilice su nombre para avalar sueños o visiones que sólo nacen de la imaginación y vanidad de los hombres: “He aquí, dice Jehová, yo estoy contra los que profetizan sueños mentirosos, y los cuentan, y hacen errar a mi pueblo con sus mentiras y con sus lisonjas…” (Jeremías 23:32)

42.  Hay que enseñar a la iglesia que las visiones, profecías sueños o mandatos audibles que cualquier hermano pudiera sentir, ya sea íntimamente o producto del emocionalismo o escándalo de alguno de nuestros cultos, no debe aceptarse a la ligera. El enemigo también puede engañarnos (Juan 8:44). Es mejor obedecer sólo a la Escritura y ahorrarnos la vanidad de nuestras revelaciones aparentemente divinas (Isaías 8:20; 1 Co.4:6).

43.  Edúquense urgentemente en la Palabra aquellos que entienden que la libertad en el Espíritu es dar rienda suelta al desorden, el griterío y las emociones, o que piensan que por gritos, movimientos, llantos o cualquier otra manifestación emocional Dios confirmó el culto.

   44.  Nuestras tradiciones nos han convencido que la Palabra de Dios es el trozo de lo leído de la Escritura más la explicación o sermón del que ha tomado la enseñanza. Sin embargo, sólo la Escritura es la Palabra de Dios; el sermón, interpretación o explicación del que enseña debe ser sometido a un examen profundo a la luz de la Escritura (1 Tes.5:21). Sólo Dios merece completa credibilidad, ninguna voz humana debe gozar de tal beneficio.

    45.  La labor de escudriñar las Escrituras para revisar y comprobar cuán verdaderas son las enseñanzas, es descrita por Dios como una actitud responsable con su Palabra: “…entraron en la sinagoga de los judíos. Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:10-11).

46.  Ante cualquier problemática de la iglesia, la primera y última fuente de consulta es la Palabra de Dios. El obispo, pastor o predicador pueden orientar nuestras miradas hacia las resoluciones bíblicas, pero no imponer sus palabras sin fundamento bíblico alguno, puesto que en la iglesia de Cristo obedecemos a la Palabra de Dios y no a los antojos de hombres que desean manifestar su poder y vanidad.

47.  Si el obispo, pastor, predicador, profesor, o sea quien sea, enseña algo que no vaya en contra de ningún punto de la Palabra de Dios ni intente añadir más cosas a la vida cristiana que las que están escritas, nuestro deber es escucharle y hacer conforme a lo que ha descubierto en la Palabra de Dios.

48.  Si el obispo, pastor, predicador, profesor, o sea quien sea, enseña algo que va en contra de lo que la Palabra de Dios expone, ya sea por error o engaño, la iglesia debe reprenderle y llamarle a corregir su error (Gálatas 2:11-14, 6:1). De otra forma, no es deber del cristiano seguir algo que Dios no ha mandado expresamente en su Palabra (1 Pedro 4:11).

49.  Dios no es hombre para que mienta (Núm.23:19) y no puede negarse a sí mismo (2 Tim.2:13). Enseñar o aceptar algo que va en contra de la Palabra de Dios diciendo que Él lo ha inspirado es una absoluta y completa blasfemia.

50.  Nuestras tradiciones humanas nos han convencido que debemos someternos ciegamente a las autoridades de la iglesia, revistiéndolas de inmunidad ante el cuestionamiento bíblico. Siguiendo los pobres rudimentos de la tradición, hemos llegado a conclusiones alejadas de la verdad como: “Cuestionar al obispo, pastor o predicador, es cuestionar a Dios”.

51.  ¿Con qué autoridad nuestras tradiciones nos enseñan que no debemos reflexionar sobre la vida y enseñanza de nuestras autoridades eclesiales si los mismos profetas y aún nuestro Señor Jesús animaban a sus discípulos y oyentes a comprobar si sus palabras iban o no acorde a la Palabra de Dios (Isaías 34:16; Juan 5:39,46,47; 7:17)? Las Escrituras dicen, respecto a los pastores, que debemos “considerad cuál haya sido el resultado de su conducta” (Hebreos 13:7).

52.  Nadie está inmune al libre cuestionamiento basado en la Palabra sobre las doctrinas y prácticas enseñadas. Ninguna autoridad de la iglesia goza de excepción a la regla de probar si los espíritus son de Dios, ni aun la que consideremos más inspirada y llena del conocimiento de Dios.

53.  Mera doctrina humana es aquel menudo pretexto de “dejarle todo al Señor”, lo cual, en la práctica, no es más que un llamado a la indiferencia, silencio y permiso para que el abuso, el error y el engaño triunfen: “El cómplice del ladrón aborrece su propia alma; Pues oye la imprecación y no dice nada” (Proverbios 29:24).

54.  Mientras los apóstoles defendían la fe del abuso y herejía de falsos profetas, nuestras tradiciones nos convencen de quedarnos inertes mientras la verdad de Dios es blasfemada. Cuando te halles frente al Tribunal de Cristo, ¿Darás cuenta por tu silencio? ¿Piensas que Dios no te juzgará por tu indiferencia, sabiendo las cosas que estaban mal y no haber hecho  nada?

55.  No debemos tratar a la autoridad de la iglesia como receptores de una unción especial. En el Nuevo Pacto, todos los cristianos estamos bajo la misma unción del Espíritu Santo (1 Juan 2:20). Las Escrituras no revelan que exista una unción especial para el ministro o pastor de la iglesia.

56.  Por tanto, apelativos como “ungido del Señor”, “ángel de la iglesia” o “profeta del pueblo” es mejor ahorrarlos al momento de referirnos a los pastores, ya que muchas veces caemos en idolatría y no reflexionamos debidamente sus enseñanzas o decisiones a la luz de la Palabra, sino más bien irreflexivamente las alzamos como dadas directamente de Dios.

57.  La fe no consiste en aceptar automáticamente todas las enseñanzas, ya sea del obispo o del profesor de escuela dominical. La reflexión y el examen a la luz de la Escritura es una actitud responsable del que verdaderamente desea agradar a Dios. Aceptar las palabras de los hombres como dadas de Dios, sin examinarlas, no es fe, sino más bien superstición. 

58.  Debe enseñarse a la iglesia que el verdadero servicio a Dios es vivir una vida de santidad: “Así que hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1).

59.  Nuestras tradiciones nos han impuesto que el único índice confiable para avalar si un hermano sirve o no al Señor es si asiste con frecuencia al templo o si participa activamente de las actividades de la iglesia.

60.  No obstante, la Palabra de Dios nos dice que el servicio a Dios es un fruto de la gracia de Dios operada en el pecador. Si servir a Dios sólo consistiera en asistir al templo, ¿Cuán pequeño o básico es nuestro servicio de durar sólo las dos horas de un culto? ¡Absurda y menuda idea!

61.  La verdadera lucha del cristiano no es si se levanta para ir a la escuela dominical, o si asiste o no al punto de predicación, es más bien, si combate a muerte contra su propio pecado, lo cual no está condicionado a horario de culto alguno (Ef.6:17-18).

62.  ¿De qué le sirve al hombre asistir toda la vida al templo si su corazón permanece muerto en delitos y pecados y su mente ignora la Palabra de Dios casi por completo? ¿Acaso el Señor tolerará sus obras como verdaderas y le dejará entrar en el Reino de los Cielos porque según nosotros “sirvió” al Señor?

63.  Antes que la necedad enseñada por nuestras tradiciones, apártese el hombre de su pecado e implore perdón a Dios, en arrepentimiento verdadero y súplica del espíritu, con la mirada puesta en el único y verdadero Señor Jesucristo. Aquel que reduce la consagración y la santidad sólo a la mera asistencia al templo, vivirá una vida cristiana igualmente de reducida e intermitente.

   64.  Aquel que entiende el servicio a Dios como una batalla continua contra su pecado, vivirá una vida cristiana y una relación con Dios tan continua como su lucha y perseverancia. No podemos tener una estrecha relación con Dios si no hacemos morir, por el Espíritu, las obras de la carne (Ro.8:13).

  65.  Por tanto, los caminos del Señor no son la asistencia frecuente al templo o la participación activa en las diligencias que la organización de la iglesia decida, es más bien, un sacrificio vivo, santo y agradable delante de Dios que no tiene término ni está condicionado a culto alguno.

66.  La nueva vida en Cristo no se refleja en una asistencia casi perfecta a los cultos, sino en el abandono radical y creciente del pecado (Mt.7:24; Ro.6:1-2). Muchas veces la participación activa en cultos, ensayos, reuniones, escuela dominical, visitas, o cualquier otra cosa que hayamos creado, son sólo el disfraz de una vida de pecado en un traje de iglesia.

67.  ¡Cuán perdidos están aquellos que dicen: “Mientras esté en los caminos del Señor (refiriéndose a asistir a la iglesia) está todo bien”! El Señor dice: “No, antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lucas 13:3).

68.  El congregarse es un deber del cristiano verdadero, ya que siente un ardor por compartir y adorar en armonía con los demás santos (Salmo 133:1). Sin embargo, nuestras tradiciones nos han persuadido de que esta labor es el único y suficiente servicio a Dios.

69.  Si esto no es así, ¿Por qué muchos hermanos al dejar de asistir al templo comienzan a adentrarse en el mundo? ¿Es el templo y sus actividades lo que los sujetaba del pecado? ¿Por qué abandonan la oración y lectura de la Palabra (si es que la tenían) y se entregan a los placeres de esta tierra si su fe está basada en Cristo y no en las actividades de la iglesia?

70.  ¿Es Cristo o la iglesia su Salvación? Si Cristo es verdaderamente su Salvador no permitirá el extravío de ninguno de sus hijos: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27-28).

71.  Concedemos tanta importancia al culto que para muchos es el único momento en que oran y leen la Biblia. Gran mayoría de los hermanos no estudia la Escritura en sus hogares ya que piensan que con lo enseñado en la iglesia es suficiente o es tarea que compete sólo a la autoridad. ¿Y así hablamos de Dios, sin siquiera conocerlo?

72.  Aquel que ha participado por años de cultos y actividades de la iglesia y a la vez ignora gran parte de la Palabra de Dios y persevera en los mismos pecados, no ha conocido aún a Dios a pesar de todo su historial de asistencia.

73. ¿Cómo puede considerarse alguien un hijo de Dios si no tiene idea dónde están los libros de la Biblia? ¿Quién puede considerarse hijo de alguien si no tiene idea quién es? El conocimiento de Dios sólo proviene de su Palabra, no puede ser remplazado por una frecuente asistencia a la iglesia.

74.  Dios no nos convierte para entender por qué asistimos al templo o participamos de alabanzas y actividades eclesiásticas. Su poder sobrenatural y regenerador tiene el fin de poner en el hombre un corazón y un espíritu nuevo que cumpla los mandatos de Dios (Ezequiel 36:26-27).

75.  Aquel que reduce el conocimiento de Dios sólo a lo escuchado en el culto, conocerá de Dios poco y nada, si es que verdadera y debidamente se expone su Palabra, sin contradicción con ella ni con la intención de añadir más cosas.

76.  Hay que enseñar a la iglesia que no se debe dar ofrendas con la intención de ser bendecido o multiplicado. La Escritura enseña claramente: "Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, NI POR NECESIDAD..." (2 Corintios 9:7).

77.  Aquel que enseña que por causa de dar ofrenda fue bendecido compromete la gracia de Dios. Todas las bendiciones de Dios son dadas por gracia y misericordia, y no el efecto del dinero que llevamos al ofrendero. Ningún testimonio o experiencia debe ser utilizado para sensibilizar a la hermandad para que ofrende, pues esto no es más que manipulación.

78.  Las ofrendas y los aportes voluntarios no son un canal de bendiciones materiales, menos espirituales. La muerte es el destino seguro de aquellos que piensan que con el dinero pueden comprar o torcer la mano de Dios (Hechos 8:18-20). Ofrendar no es invertir, es dar sin pensar en retribuciones. Dios no negocia con ofrendas.

79.  Ignorancia absoluta de la Palabra tienen aquellos que dicen: “El Señor le está pidiendo que colabore con su obra”. ¿Qué dice Dios en las Escrituras? “Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; Porque mío es el mundo y su plenitud” (Salmo 50:12).

80.  Es deber de la iglesia sostener a sus ministros (1 Cor.9:14), con un corazón agradecido, sin presión ni promesa de retribución alguna en la mente (2 Cor.9:7). Obedeciendo solamente a la Palabra y confiando en su Poder, sin tener que poner en práctica incentivos emocionales ni represivos, Dios promete que bendecirá grandemente tal ministerio (Josué 1:8).

81.  La desconfianza y desobediencia a la Palabra de Dios nos ha llevado a crear otros medios que supuestamente son válidos para el ingreso de dinero en la iglesia, tales como ventas de alimentos, rifas, discos de música, inversiones, entre otros.

82.  La Escritura nos revela que los primeros cristianos “…tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno” (Hechos 2:44-45). Sólo las dadivas voluntarias, las ofrendas y el compartimiento de los bienes son las vías de sostenimiento económico que la iglesia debe tener.

83.  Nuestras congregaciones no deben ser tan numerosas, ya que si lo son, el consejo y cercanía de un pastor, el conocimiento mutuo entre los hermanos en la fe (Hechos 2:42), y el sostén económico que debe haber entre hermanos (v.46-47) se dificulta en grande manera y a la vez se obedece a un sistema humano alejado de la Palabra de Dios.

84.  Cuando el pastor, ministro, organización y hermandad de una iglesia no logran reconocer quién entra o sale de su congregación a causa de la multitud, la iglesia puede reconocerse como numerosa, y no es de provecho que así sea. Toda iglesia que exceda tal número debe dividirse en iglesias más pequeñas con pastores que obedezcan la Palabra de todo corazón, en favor del crecimiento en la Palabra de Dios y el mutuo sostén de la iglesia.

85.  La Palabra nos habla que los cristianos deben sostenerse unos a otros (Ef.4:2), compartir sus bienes (Hch.2:46-47) y soportarse mutuamente (Col.3-13). Es absolutamente injusto, irracional y alejado de las verdades bíblicas el que haya hermanos pobres y acaudalados en una misma congregación, y que la mayoría de las ofrendas vaya en pos de asuntos que no sean el sustento económico de los hermanos.

86.  Un solo obispo, pastor o líder para una iglesia numerosa, y una organización que recibe todas las ofrendas y las distribuye sin conocimiento de la necesidad de cada uno de sus miembros, son parte de un mismo sistema antibíblico y ciego. Su visión sobre las necesidades espirituales y materiales de los hermanos en la fe se pierden debido a la gran masa.

87.  La Palabra de Dios nos advierte de lo anterior: “... ¿No apacientan los pastores a los rebaños? Coméis la grosura, y os vestís de la lana; la engordada degolláis, más no apacentáis las ovejas. No fortalecéis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, no volviste al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y violencia” (Ezequiel 34:2-4).

88.  Abandone la autoridad de la iglesia las enseñanzas de éxito y prosperidad terrenal que tanto ayudan para atraer oyentes carnales, y enseñen únicamente arrepentimiento de pecados y conversión verdadera. No gasten tiempo en construir más templos, mejor asegúrense si sus congregaciones han abandonado su pecado realmente. No den por sentado que aquel que asiste a la iglesia verdaderamente se ha arrepentido.

89.  Dios está en contra de aquellos que anestesian a las almas pecadoras invocando falsas seguridades, no llamando al arrepentimiento ni descubriendo, a través de la  Palabra, el negro tinte de nuestro pecado: “Dicen atrevidamente a los que me irritan: Jehová dijo: Paz tendréis; y a cualquiera que anda tras la obstinación de su corazón, dicen: No vendrá mal sobre vosotros” (Jeremías 23:17).

90.  Antes de afanarnos por construir más templos (cosa que Dios no manda en su Palabra), juntando enormes sumas de dinero, contrayendo deudas y lazo que toda la iglesia debe cargar, mejor nos es ocupar ese dinero en la ayuda del hermano desvalido, agraviado y enfermo, los cuales, muchas veces, dan todo lo que tienen, siendo ellos quienes debiesen recibir tales ofrendas.

91.  Huya la iglesia de las falsas enseñanzas que incitan a la codicia terrenal, como el anhelo de nuevas posesiones materiales, el alcance de comodidad y satisfacción terrenal o la obsesión por realizar sueños propios. La Escritura dice que no buscamos esta vida, sino la porvenir (Hebreos 13:14).

92.  Tales predicadores o supuestos hombres de Dios que sólo incitan a la codicia y el anhelo de ganancias y éxito terrenales, deben abandonar tales falsas enseñanzas y ceder el lugar a hombres que Dios ha rescatado para predicar la Verdad sobre el pecado y la Salvación de Cristo. Si no lo hacen y perseveran en su error, Dios dice en su Palabra: “Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:1-3).

93.  Denuncie la iglesia a predicadores que utilizan o prestan el púlpito como estrado político, llaman a codiciar nuevas posesiones como estudios, trabajo o vehículos nuevos con palabras alentadoras y engañosas, lloran fingidamente en el altar contando historias de ningún provecho o pierden el tiempo con enseñanzas y revelaciones que tuercen las Escrituras a su antojo (Judas 3-4).

94.  Por mucho tiempo hemos mantenido una a una estas tradiciones y costumbres que no hayan lugar en la Palabra de Dios las cuales sólo son fruto de nuestro entendimiento e imaginación. Todos en la iglesia debemos ir en arrepentimiento a Dios por haber creído, conservado y seguido estas tradiciones que nos sumergen en la ignorancia de la Palabra, el conformismo, la blasfemia y el pecado.

95.  Huya la iglesia del pecado y del mundo, estudie y medite la Palabra con todas sus fuerzas y no se conforme a lo enseñado en los cultos. Examine con esmero sus costumbres y constantes tradiciones y pruebe si son de Dios a la luz de la Palabra, no a la sombra de las palabras de hombres que muchas veces se contradicen a sí mismos.

Cuando el Arrepentimiento No Da Resultado



En El Progreso del Peregrino (1678), John Bunyan retrató el endurecimiento de corazón con un hombre puesto en una jaula para la detallada instrucción de Intérprete al fatigado peregrino. El enjaulado exclamaba: “¡Ah! En otro tiempo hice profesión de cristiano, y prosperaba y florecía a mis propios ojos y a los ojos de los demás. Me creía destinado a la Ciudad Celestial, y esta idea me llenaba de grande regocijo. Pero ahora soy una criatura de desesperación; encerrado en esta jaula de hierro, no puedo salir, ¡ay de mí!, no puedo salir” (Bunyan, 2008, p.51). El peregrino se sintió lleno de temor al ver la miserable condición de tal hombre pero no dejó de sentir piedad y le preguntó: “¿Pero no hay remedio ni esperanza para ti? ¿Habrás de estar encerrado siempre en esa férrea jaula de desesperación? ¿No es infinitamente misericordioso el Hijo bendito del Señor?” (p.52). El enjaulado se encontraba totalmente endurecido por causa de sus pecados a tal punto de exclamar con desespero: “Dios me ha negado el arrepentimiento; en su palabra no encuentro ya estímulo para creer; es el mismo Dios el que me ha encerrado en esta jaula, y todos los hombres del mundo juntos no me podrán sacar de ella. ¡Oh, eternidad, eternidad! ¿Cómo podré yo luchar con la miseria que me espera en la eternidad?” (p.52). Esto es más menos a lo que han llegado muchos, a concluir que el arrepentimiento se ha cerrado y no hay esperanza. La opinión de cristiano ante la demostración del Intérprete fue: “Terrible es esto! Concédame el Señor su auxilio para velar y ser sobrio, y pedirle que no permita el que yo llegue algún día a ser presa de tamaña miseria” (p.52). Todo cristiano es temeroso de la condición de dureza, aunque este estudio es precisamente para todos los que se sienten dentro de la jaula.


El extremo de la dureza

            Muchas personas que se dicen cristianos son distraídos y fríos respecto a su relación con un Dios Santo. Muchos de ellos creen que con asistir a cultos cristianos podrán estar a cuenta con el Salvador. Otros prefieren hacer algunas oraciones para aliviar sus conciencias pero nunca en verdad abandonan su pecado. Son aquellos tibios que relata la Escritura, hombres y mujeres que sobreestiman lo que han hecho sus palabras y oraciones para creerse salvos, pero que sus vidas en verdad no han sido transformadas. Esto sólo culmina en el autoengaño.

            Este estudio no trata sobre aquellos, sino del otro extremo, aquel que congrega a personas que sienten frustración por su entrega sincera a Cristo que no ha dado los frutos esperados, como por ejemplo un nuevo nacimiento (Jn.3:3). Muchos de ellos tienen una imagen sólida de lo que debiese ocurrir en sus corazones si es que en verdad experimentan la fe salvadora, pero al no alcanzarla sienten que sus vidas son rechazadas desde el mismo cielo. Aunque hay matices entre ellos respecto a la sinceridad y desesperación, quién podría negar que sus esfuerzos han apuntado hacia lo correcto. No son como aquellos que piden cosas materiales (normalmente influidos por predicadores de la prosperidad) y luego reprochan al cielo “¿por qué no me has dado el ferrari que te pedí con fe?”.- A los que apunta mi artículo es a los que han buscado efectivamente el cielo y su gloria, acudido al Salvador por vida eterna y no logran percibir la santidad esperada.

            Normalmente adjudican esta “falla en el proceso” a su falta de fe o mala forma de orar, por lo menos inicialmente. Sin embargo, cuando comienzan a descubrir que su clamor es sincero y está enfocado en la salvación de sus almas, y no logran obtener esa vida, sostienen que es Dios quien no los desea, por razones múltiples que varían desde el grave pecado cometido hasta la posibilidad que Dios no les haya escogido desde antes de la fundación del mundo. En algunos la explicación ha sido tan fuerte que se enojan con Dios y le reprochan su propia incredulidad.

            Quiero decir que entiendo perfectamente estos sentimientos, porque no son más que eso desde el punto de vista bíblico, puesto que su servidor también pasó por lo mismo. Mi conversión tardó en verdad muchos años. Por mucho tiempo llegué incluso a insultar a Dios por no creer en Él. Si quieren encontrar en el mundo un ejemplo de un hombre en la jaula del El progreso del peregrino podrían haberme visto antes de acudir eficazmente a Cristo. Yo me sentía como una víctima ante un Dios que me cerraba las puertas de la salvación (y ahora me doy cuenta que aquello sólo era una excusa para mi pecado e incredulidad). Veamos juntos por qué sucede esto y qué solución tenemos para no endurecernos aún más.


La raíz del asunto

            Muchos explican este suceso de manera liviana y terminan cavando un hoyo más grande que el original. Dicen, con ignorancia de partida, que el diablo es quien molesta a los hijos de Dios diciéndoles que su arrepentimiento no ha sido válido. Ante ello, sostienen, es mejor ignorar estos juicios y confiar en que somos salvos. Estas ideas son calmantes a veces tan fuertes que adormecen a las almas que en verdad vienen por una respuesta bíblica.

La raíz es más profunda de lo que se cree. Aunque han orado en la dirección correcta, esto no significa que en verdad han creído lo pedido. Jesucristo señaló que “y al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn.6:37). Si el Señor mismo aseguró que no rechazará a los que vienen a sus plantas, entonces el punto de partida no debe ser un potencial rechazo de parte de Dios, sino nuestra incredulidad ante su promesa de recepción. Desde el principio el hombre ha justificado su pecado trasladando su culpa hacia otros, como fue Adán con su propia mujer (Gn.3:12). Esta necedad le ha llevado incluso a cometer la impensable locura de culpar a su propio Creador y Sustentador por la supuesta poca efectividad de su Salvación. Si quiere buscar la raíz de este asunto comience con mirarse a sí mismo y reflexione sobre cómo su propia incredulidad le ha impedido conocer a Cristo.

            La incredulidad es un pecado, y por este muchísimos hombres y mujeres tendrán parte en “el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda” (Ap.21:8). Jesucristo, cuando vino a la tierra, se sorprendió con la incredulidad de los que moraban en su propia tierra natal (Mr.6:6). Jesucristo reprochó la incredulidad de sus discípulos cuando desacreditaban los testimonios de los que le habían visto resucitado (Lc.16:14). Fue el mismo Señor quien tuvo que demostrarle a Tomás que era el Cristo, ya que a simple vista ni siquiera le creía (Jn.20:27). Jesucristo jamás toleró o se mostró indolente a la incredulidad.

            El hecho que usted no goce de los frutos de la salvación es por su falta de fe en lo que expresa la Palabra de Dios, en otras palabras, el pecado de incredulidad aún presente en usted. Por ejemplo, Jesucristo dijo que todo el que viene a Él no le echa fuera, pero a usted le cuesta enormemente creer aquello. La base para rechazar las palabras del Señor es que su propia vida no ha sido capaz de cumplir la Palabra, no necesariamente que Cristo esté equivocado. Por otro lado, si rechazaremos la Palabra por cada fallido intento que tengamos en la santidad entonces todos los hombres, cristianos y no regenerados, invalidarían la Palabra de Dios a cada momento, y como dijo el apóstol: “¿Pues qué, si algunos de ellos han sido incrédulos? ¿Su incredulidad habrá hecho nula la fidelidad de Dios?” (Ro.3:3). Dios es fiel a sus promesas de salvación, somos nosotros los que no creemos en ellas.


¿Qué haré para remediar este estado?

Independientemente del grado de desesperación, esta pregunta es la más importante que puede plantearse el hombre. La suspiró el angustiado peregrino en la alegoría de John Bunyan “¿Qué debo hacer para ser salvo?” (Bunyan, J., 2008, p.28). Muchos de los angustiados que leen este artículo por necesidad saben que han humillado sus almas hasta lo último por conocer esta respuesta.

No está fuera de las Escrituras la manera de proceder ante el Señor en estos casos. Venir a Cristo por salvación y vida eterna siempre es antecedido por convicción de pecado que el mismo Dios de los cielos produce por medio del Espíritu Santo (Jn.16:8). Si hay por lo menos una minúscula molestia o desesperanza por el actual estado de muerte y pecado, esto puede ser producido por Dios. Si no redunda en salvación sólo puede ser un malestar de la conciencia, pero usted ya está aburrido(a) de apagarla con uno que otro antiinflamatorio, y no querrá cometer el mismo error. Posiblemente todas estas frustraciones tienen por objeto que se desligue totalmente de sus buenas obras y se entregue sin ningún estorbo ante el Señor.

Cuando fui convertido tomé conciencia que mis previos altos y bajos, supuestas conversiones y bajas de la gracia, momentáneas reformas e incómodas desesperanzas, fueron la manera en que Dios me convenció, no sólo del nauseabundo y abundante pecado de mi corazón, sino de mi incapacidad de volverme a Dios por mis propios esfuerzos. Cuando simplemente caí rendido como un moribundo diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mt.8:2), comprendí que la gracia de Dios no da lugar a un “levanté mi mano”, “hice tal oración”, “fui a arrodillarme hacia el púlpito” o “me arrepentí de esta forma”. ¿Qué fórmula o manera de orar podrá hacerte salvo? ¿Crees que lo que Cristo hizo en la cruz requiere de tu pequeña y minúscula plegaria para hacer efecto? Si así piensas, no has entendido que Dios es el Dios de toda gracia y que nuestro arrepentimiento apenas es un cúmulo de palabras que expresan la indescriptible salvación ofrecida por el Salvador ante nuestra miseria. No digo con esto que no debamos arrepentirnos, porque Dios derramará su ira contra los corazones no arrepentidos (Ro.2:5), sino poner el arrepentimiento en el lugar que le concede la Escritura: la reacción. Nosotros respondemos a la Palabra de Dios con arrepentimiento porque Él lo manda (Hch.17:30). Dios produce en nosotros una convicción de pecado que sin el Espíritu Santo no sentiríamos, lo que nos provoca una enorme necesidad de pedir perdón. Jesucristo nos mandó a arrepentirnos al iniciar su ministerio: “Arrepentíos, porque el reino de Dios se ha acercado” (Mt.4:17). Por gracia obedecemos a Dios en este su mandato.

            Si Dios le ha dado suficiente luz para distinguir el pecado de su corazón y demostrarle que sin Cristo usted no es nada, reconozca delante de Él que es un incrédulo. ¿Acaso no dice la Escritura que si confesamos nuestros pecados Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad (1 Jn.1:9)? Confiese que es incrédulo y que Dios es el único que puede quitar ese pecado. La incredulidad no es algo que pueda ahorrarse con un giro mental o un cambio de pensamiento propio, se trata de un pecado que llevó Jesucristo a la cruz. El hombre que cree en el Hijo de Dios no ha vencido por sí mismo la incredulidad, ha sido Dios quien ha cargado ese pecado junto a los otros en el cuerpo de su Hijo sobre el madero, con el propósito que aquel pecador muera a sus pecados (entre ellos su propia incredulidad) y viva para Dios (esto lo dice 1 Pe.2:24 de forma textual). Sea como aquel padre que llevó a su hijo ante el Señor Jesucristo para que le librase de un espíritu inmundo. Este joven era sacudido con violencia por aquel demonio y muchas veces le hacía arrojarse al fuego y al agua para matarlo. El padre clamó como quien ha agotado todas las posibilidades: “pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos” (Mr.9:22). Jesús le respondió: “(Precisamente) Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Mr.9:23). Quizás usted diría “Pero siempre he creído, voy a ti y te pido pero no me respondes, parece que no quieres salvarme”. Este padre dijo:

“Creo; ayuda a mi incredulidad” (Mr.9:24).

En otra traducción aparece este versículo como “¡Sí creo!... ¡Ayúdame en mi poca fe!” (NVI). Este padre angustiado exclamó al Señor reconociendo que tenía poca fe. Posiblemente, por el testimonio que expresó y la disputa que acarreó previamente por la liberación de su hijo, ya había agotado varias alternativas. Es más, el pasaje nos señala que los discípulos no pudieron sacar al demonio (Mr.9:18) antes que Cristo lo hiciera, por lo que este padre ya reunía por lo menos una frustración en la esperanza que Dios sanara a su muchacho. Quizás usted no pueda compartir con aquel padre al decir “ayúdame en mi poca fe”, porque apenas puede decir que tiene, pero siga este ejemplo, en que Cristo señaló que para el que cree todo es posible e hizo posible ese milagro a través de la poca fe del padre del muchacho. Asimismo la salvación que a usted le ha resultado imposible conseguir, Dios la ha hecho posible por la fe y obra de su Hijo. Reconozca su pecado y la incredulidad que tiene de limpiarlo por su cuenta.

            La fe que no tiene para creer que Cristo es el Salvador y que tiene poder para rescatar su alma del pecado, es un don de Dios. Nadie genera fe salvadora de su propia cuenta. La Palabra nos señala que la fe es un don de Dios (Ef.2:8), que la obra de Dios es que creamos en su Hijo (6:29), que la fe es parte del fruto del Espíritu (Gá.5:22), que la fe vino (Gá.3:23-25), y que no es de todos la fe (1 Tes.3:2). De acuerdo a las palabras de Santiago, toda don perfecto sólo proviene de Dios (Stgo.1:17), por lo que creer en Cristo y ser salvo es algo que Dios concede sólo por gracia. La fe en Cristo es producida por Dios mismo para salvar a sus hijos, por lo que no puede usted de sus propios esfuerzos crear esta fe por sí solo. Necesita sí o sí de Dios para creer en Él. El apóstol Pedro sostuvo en sus epístolas que sólo mediante Cristo creemos en Dios (1 Pe.1:21) y que esta fe sólo la alcanzamos porque Cristo vivió una vida justa (2 Pe.1:1). Por lo tanto, la única forma de remediar su incredulidad es a través de Cristo. Usted no ha vivido como Cristo vivió ni ha tenido la aprobación de Dios que acompañaba a Cristo a todo lugar. No ponga por tanto su esperanza en lo que usted puede o no puede provocar, sólo hallará tinieblas mirándose. Confíe mejor en el que dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn.8:12). Mire su vida y la desesperanza que le provoca, no podrá excusarse frente al trono eterno por haber vivido de esa forma. Pero si sigue hurgando en sus propias capacidades será nuevamente arrastrado por sus contaminaciones, y su postrer estado será peor que el primero (2 Pe.2:20). Sus pecados siempre le acaban por dejar sediento, mientras que el Hijo de Dios prometió: “mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Jn.4:14).

Si está cargado acuda al que prometió quitar su carga (Mt.11:28), si está sucio confiese sus pecados al que prometió limpiarlo (1 Jn.1:9), y si no es así, ¿a quién acudirá? Como señaló el apóstol Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn.6:68). ¿Acaso retrocederá y embriagará hasta la muerte sus pensamientos con falsas esperanzas o vanos pasatiempos? Como dijo el puritano John Owen: “La tontería más grande del mundo consiste de dejar la consideración de nuestro estado eterno para algún punto futuro e incierto, al cual quizás nunca pudiéramos llegar” (Owen, J.,1999, p.77). ¿Puede efectivamente estar tranquilo siendo que el tiempo de Dios corre y cada segundo adicional en esta tierra es un momento más de misericordia y paciencia para que proceda al arrepentimiento?
 
Es triste ver que muchas veces acudimos a Dios como última instancia cuando debiese ser la primera. Pretendemos reformarnos a nosotros mismos con nuestras fuerzas, y luego de largas jornadas de fallidos intentos acudimos a Cristo como nuestra última posibilidad. No obstante, Dios hace que todo redunde para el bien de nuestra salvación. Las constantes frustraciones son el claro mensaje que usted necesita de Cristo y sólo de Él. Aunque antes haya fallado, aunque incluso le haya insultado por su supuesta indiferencia, acuda a Él.


El poder de la Palabra para regenerarnos

            El apóstol Pedro sostuvo que somos renacidos o regenerados por la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre (1 Pe.1:23). Dios nos llama por medio de su Palabra para que vivamos: “Así ha dicho Jehová el Señor a estos huesos: He aquí, yo hago entrar  espíritu en vosotros, y viviréis” (Ez.37:5). No obstante, muchos creen que Dios no quiere salvarles sin siquiera acudir a su Palabra. En la historia de la iglesia piadosos hombres de Dios fueron rescatados de su pecado sin siquiera haberlo pensado por el poder de la Palabra de Dios.

Charles Spurgeon, famoso predicador inglés, fue convertido cuando un sastre predicó sobre el texto “Mirad a mí, y sean salvos todos los términos de la tierra”. Cuando este hombre le expuso el evangelio, Spurgeon fue guiado a la cruz de Cristo y tan sólo miró por la fe al Redentor para ser salvo.

John Wesley, fundador del metodismo, no habría pensado que esa noche del 24 de Mayo sería salvo al escuchar una explicación de la fe que puede salvar al pecador desde la carta a los Romanos, pero así fue.

William Cowper, autor del famoso himno “Hay una fuente", estuvo internado por depresión y variadas veces atentó contra su vida. Su buen amigo, John Newton, autor del himno célebre “Sublime Gracia”, le ayudó a encontrar el camino a Cristo a través de lecturas de la Biblia. Fue en 1764 cuando leyendo Romanos 3:25 se dio cuenta de la justificación que Cristo había ganado para él y se convirtió al evangelio.

San Agustín de Hipona, uno de los obispos de los primeros siglos del cristianismo estuvo resuelto a buscar la verdad aunque no la encontraba. Vivió una vida basada en placeres carnales de diversos tipos, era un adicto al sexo y no podía eliminar aquello de su vida. Hasta que leyó en la Escritura aquel pasaje que dice: “Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Ro.13:13-14).

Aunque los ejemplos siguen y siguen, lo que quiero demostrar con estos pocos es que la vida piadosa comienza con el conocimiento de nuestro Salvador. Conocer a Cristo es la vida eterna (Jn.17:3) y sólo tenemos certero testimonio de Él en las Escrituras. Si usted no expone su vida a lo que dice la Palabra sobre Dios y sobre usted, difícilmente será movido al arrepentimiento. Dios obra por su Palabra para darnos entendimiento de sus verdades. Puede que resulte aburrido para usted leer las Escrituras, es entendible si usted no es convertido. Pero esperará la muerte en lugar del mero esfuerzo de entregar su mirada a las dulces palabras del Salvador. Apague esa televisión que sólo corrompe su vista y comience a meditar la Palabra de Dios. A través de ella Dios se revelará a su vida y será parte de este listado de hombres y mujeres miserables y empedernidos pecadores que hallaron al Salvador por medio de su Palabra.