miércoles, 27 de noviembre de 2013

Doctrina de la Gracia I: Depravación absoluta del hombre

PRIMER DESAFÍO:
“El pecador, en su libre albedrío, puede elegir a Dios antes que su pecado, tener fe en Cristo, y por tanto, por su decisión, ser salvo”


    La principal controversia de este punto es, ¿Existe la capacidad humana para llegar al bien y poder elegir por la salvación antes que el pecado? Según lo que sostenemos actualmente, Dios ha dado al hombre un libre albedrío para que escoja entre el bien y el mal, y por tanto, entre la salvación y la perdición. En otras palabras, el hombre tiene la capacidad de escoger a Dios por sobre el pecado. El hombre y Dios, por consiguiente, cooperan juntos en la salvación: Dios hace su parte y el hombre la suya. Sin embargo, ¿Qué tan real es esto? ¿Podemos por el libre albedrío llegar a escoger la salvación? ¿Tenemos la capacidad de escoger el bien? Y si fuere así, ¿No sería esto una obra para ser salvado? Revisemos la raíz de la controversia a la luz de la Palabra.

     El testimonio de la Escritura acerca de la naturaleza o condición del hombre no es muy alentador para la posición del libre albedrío, es más, invalida completamente el poder de nuestra voluntad para llegar a la salvación de Dios. Las Escrituras enseñan que los pecadores están completamente imposibilitados de elegir el bien, pues su condición sin la regeneración del Espíritu Santo (nuevo nacimiento) tiene las siguientes características:

“…muertos en delitos y pecados” (Efesios 2:1)

“…andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón” (Efesios 4:17-18),

“…siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia… en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos…” (Efesios 2:2-3)

“los cuales, después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza” (Efesios 4:19).

“Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne… el ocuparse de la carne es muerte… por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios…y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:5-8).

“…aborrecedores de Dios…” (Romanos 1:30).

“Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5).

“…porque el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud…” (Génesis 8:21).

“…todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado” (Juan 8:34).

“…insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3).

“…cada cual se apartó por su camino…” (Isaías 53:6).

“… y los hombres amaron más las tinieblas que la luz…” (Juan 3:19).

“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender…” (1 Corintios 2:14)

“…el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4).

    Por lo descrito en la Palabra de Dios, el hombre está muerto, no tiene absoluto índice de vida en su corazón. La mención a estar muertos en delitos y pecados que hace el apóstol Pablo es reafirmada en otra de sus epístolas: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Esta muerte espiritual es el castigo por el pecado, es la justa retribución por la caída: “más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17). La muerte física tan sólo es una respuesta externa a lo que ha ocurrido en el interior, es una evidencia de la muerte espiritual, y el justo pago por la rebeldía: “Porque la paga del pecado es muerte…” (Romanos 6:23). El pecado ha afectado todas nuestras capacidades que Dios dio en el principio. Es evidente que Dios entregó a Adán la voluntad de escoger entre Dios y el mal. Puesto que este escogió la maldad, y en base a cada uno de los pasajes en los que se nos enseña que el hombre está muerto espiritualmente, la Escritura nos dice que el hombre perdió, en la caída del Edén, la facultad de escoger entre Dios y el diablo, siendo Dios una alternativa que ya no aparece entre las opciones del libre albedrío: “No hay quien entienda, No hay quien busque a Dios” (Romanos 3:11). Como revela la Escritura, el hombre ama su pecado y aborrece a Dios, una condición igualitaria y heredable para toda la humanidad: “He aquí, en maldad he sido formado, Y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5) y “Se apartaron los impíos desde la matriz; Se descarriaron hablando mentira desde que nacieron” (Salmo 58:3). Es tal el énfasis que la Escritura hace con respecto a la muerte espiritual que Dios retrata a la humanidad como un valle de huesos secos “…y por cierto secos en gran manera” (Ezequiel 37:2).

      La muerte no es la única imagen que la Escritura nos da del pecador. La imposibilidad de salvarse o contribuir en algo a su salvación es también una doctrina bíblica. No existe nada que el hombre pueda hacer para acceder a la salvación, antes la Escritura considera hasta las obras más sublimes como sucios ropajes: “Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia…” (Isaías 64:6). Asimismo lo declaró el Señor: “Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos delante de los hombres; mas Dios conoce vuestros corazones; porque lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación” (Lucas 16:15). La única conclusión que podemos sacar ante todos los pasajes que nos revelan como es la naturaleza del pecador es que el hombre no puede hacer nada en pos de la salvación, estando en delitos y pecados, aborrecedor de Dios, enemigo de Dios, con el entendimiento entenebrecido, con mente carnal, perdiendo toda sensibilidad al pecado, rebelde, extraviado, esclavo de su pecado, en fin, absolutamente depravado delante de Dios y completamente inhabilitado para realizar alguna obra que agrade a un Dios Santo, algo que ningún ejercicio de la depravada voluntad podrá revertir.

“¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?”
(Jeremías 13:23).

Nuestra voluntad obedece a nuestra naturaleza pecadora

     Si el ejercicio de la voluntad antecede a la acción, y toda obra del hombre es pecaminosa, la libre voluntad siempre tendrá la misma tendencia hacia el pecado. Es más, si la Escritura nos dice que estamos muertos en delitos y pecados, ¿Cómo puede el libre albedrío sobrepasar nuestra condición y elegir a Dios, quien es completamente contrario a nuestra pecaminosidad? De la naturaleza pecaminosa del hombre habló el Señor Jesucristo al decir: “Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre” (Marcos 7:15). Estas palabras son un golpe duro para todo aquel que piense que el hombre puede elegir voluntariamente la salvación negando que en su interior se encuentra la fuente de todo su pecado: “Porque de dentro del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23). Según lo expuesto por el Señor es indiscutible que el hombre es, por esencia, pecador, pues todos los males que en él hay vienen de sí mismo. El hombre no sólo hace pecado, sino que es pecado. Si el corazón es identificado en la Escritura como el centro de las intenciones y la voluntad, ¿Cómo es posible que se obtenga una tendencia hacia el bien desde un corazón descrito, por el mismo Jesús, como la fuente de todo el pecado del hombre? Múltiples menciones sobre este punto se encuentran en la Escritura, tan sólo veamos el principio que nos presenta Job: “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie” (Job 14:4). El pecado es la manifestación y expresión más natural del corazón: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).

        Sin embargo, es innegable que el hombre posee una libre voluntad. Todos los días tomamos distintas decisiones sobre un sinfín de asuntos. Los reformadores no negaban esto, pero si cuestionaban que el libre albedrío tuviera el poder de llegar al bien de Dios. Por tanto, la existencia de la libre voluntad no es discutible, pero sí su capacidad de llegar al bien de Cristo. El hecho que el hombre tenga una libre voluntad no significa que esta sea buena, o que nos lleve hacia la salvación. Si el hombre es totalmente depravado delante de Dios jamás escogerá a Dios, siempre obedecerá a su pecado. Recordemos que Jesucristo mismo dijo que el que comete pecado es esclavo de su pecado (Juan 8:32), y sabemos que todo esclavo está sometido a la voluntad de su señor, en este caso, el diablo. Aún cuando el esclavo tome miles de decisiones en su trabajo, ninguna de ellas, por su condición de servidumbre, se puede superponer a la voluntad de su señor: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (Romanos 6:15). El libre albedrío jamás puede negar la condición o naturaleza del pecador, y por tanto, no puede llegar al bien. Todas las decisiones que tomamos están en el contexto y condicionadas por nuestra muerte espiritual. Por esencia hacemos lo que nuestra naturaleza caída demanda, siendo absolutamente responsables de nuestro pecado. Si el libre albedrío está sometido a nuestra naturaleza depravada, no tomará decisiones que lo lleven fuera de tal naturaleza. Morir a uno mismo y amar a Dios no es una opción que aparezca en la baraja del no-regenerado. En resumen, si el libre albedrío pertenece a nuestra naturaleza caída y depravada, este jamás tendrá entre sus opciones amar a Dios, tener fe en Cristo, y por tanto, acceder a la salvación.


“Aquel que en su alma cree que el hombre de su libre albedrío se torna a Dios, no pudo haber sido enseñado acerca de Dios”
Sermón 52: “El libre albedrío, un esclavo”
Charles Spurgeon



Si de nosotros es la decisión, ¿De quién es la gloria?

        En el siglo IV un monje britano llamado Pelagio se contrapuso a la idea que el hombre estaba muerto espiritualmente desde la caída. Para él, el hombre nacía perfecto y no estaba corrompido por el pecado original. Él explicó la razón de la muerte de la siguiente forma: el hombre fue creado mortal, la muerte no es la retribución por el pecado, sino una característica del hombre creado en el Edén. Por tanto, para Pelagio, la muerte espiritual, es decir, la idea que el hombre no tiene absoluta capacidad para llegar a la salvación, no es correcta, y por consiguiente, en nuestro libre arbitrio podemos escoger no pecar, agradar a Dios y llegar al perdón de Cristo.

      Esta doctrina fue bautizada como pelagianismo, y condenada como herejía en el concilio de Cartago en el año 412 d.c. Las razones de su condenación fue que esta enseñanza negaba doctrinas fundamentales de las Escrituras, tales como el pecado original, la muerte espiritual del hombre y la inhabilidad absoluta. Sin embargo, aunque fue catalogado como una enseñanza anatema, el pelagianismo con el tiempo pasó a tener una aceptación cada vez mayor en las congregaciones cristianas, pero con una variante: el hombre está depravado por causa del pecado, pero no está del todo inhabilitado para aceptar el evangelio en su libre voluntad. En otras palabras, esta rama del pelagianismo consideraba que el hombre estaba herido por la caída, parcialmente depravado por el pecado, y por tanto, aún capacitado para responder con fe al evangelio. Esta enseñanza fue y es conocida como semi-pelagianismo.

        Con el tiempo, la doctrina del libre albedrío fue tan ampliamente aceptada que muchos apologistas romanos escribieron sobre su supuesta capacidad de llevarnos a Dios. Uno de ellos fue Erasmo de Rótterdam, apologista católico, que publicó su defensa a la libre voluntad del hombre en un trabajo llamado “Diatriba sobre el libre albedrío”. En esta obra se reafirman las conclusiones semi-pelagianas de la depravación parcial, planteando que el hombre nace enfermo o herido, y por tanto, aún está capacitado para aceptar o no ser salvo. Según esta defensa, el hombre tiene la habilidad de iniciar una relación con Dios a través de la fe. No obstante, aquí el libre albedrío nos lleva a un concepto aún más comprometedor: “El hombre y Dios cooperan en la iniciación de la fe, el hombre hace su parte y Dios la suya”. Esta idea de participación humana y divina en el acto de la salvación se resume en el concepto de Sinergismo, palabra que viene del griego “Synergos”, término que a su vez está compuesto de “Syn” que significa juntos y “Ergos” que significa trabajo, por lo tanto, el significado es “trabajar juntos”. En el vocabulario actual esto es reconocido como la ilustración del 99% que pone Dios y el 1% que dispone el hombre en la obra redentora. Aquel mínimo porcentaje que pone el hombre es su “SI QUIERO”, en otras palabras, su aprobación o voluntad de ser salvado por Dios.

      En la actualidad, la gran mayoría de las congregaciones evangélicas concuerdan en alguno de los puntos revisados anteriormente, ya sean pelagianos, semi-pelagianos o sinergistas. Sin embargo, muy pocos saben que el mismísimo Martín Lutero, reformador del Siglo XVI y uno de los fundadores de la iglesia protestante y evangélica, del cual nuestras congregaciones se sienten herederas, combatió y condenó estos tres puntos en su obra “La cautividad de la voluntad” y en toda su teología. La principal disyuntiva de todo es: si el hombre tuviera la capacidad de escoger el bien, tendría de antemano una naturaleza que es fuente de un deseo por Dios. Esto significa que el hombre sería por esencia bueno. Si el hombre puede libremente escoger a Dios y no pecar, entonces, ¿De qué serviría que Cristo haya muerto en la cruz? ¿Habría la necesidad de un salvador? Si nosotros tenemos la capacidad de resucitar por nosotros mismos nuestra condición muerta, a través de la elección, entonces no existe la necesidad de un Salvador: “No desecho la gracia de Dios; pues si por la ley fuese la justicia, entonces por demás murió Cristo” (Gálatas 2:21). Más bien damos por sentado que Dios pasa a ser sólo un doctor que ayuda a un hombre enfermo, antes que un Dios todopoderoso que da vida a huesos secos. El mismísimo Lutero calificó el sinergismo como “una salvación por obras disfrazada”:

“Si algún hombre le rinde algo de la salvación, aún lo más mínimo, al libre albedrío humano, no conoce nada de la gracia, y no ha comprendido a Jesucristo correctamente”

Martín Lutero
Sermón 52 de Charles Spurgeon
“El libre albedrío, un esclavo”


        Según Lutero, el sinergismo de Erasmo consiste en a) creer en el evangelio, y b) como resultado de esa fe, Dios nos otorga gracia. En otras palabras, sólo hayamos gracia en Dios cuando depositamos nuestra fe en Él. Sin embargo, y tal como lo expuesto por el mismísimo reformador, las Escrituras nos enseñan que Dios nos salva, no por algo que hagamos, sino sólo por su gracia.

“Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”
(Efesios 2:8-9)

       No existe ningún lugar en el evangelio en el que el hombre pueda gloriarse o que acceda a la gracia de Dios por sus obras. Sin embargo, en nuestra teología damos lugar a la obra como mérito de salvación. Sostenemos que Dios concede su gracia sí y sólo sí el hombre decide creer en Él, y deposita su fe en su Hijo Jesucristo. ¡Esto es salvación por obras! La Escritura considera que las obras y la gracia son términos completamente opuestos en la salvación: “Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si por obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra” (Romanos 11:6). El hecho de cooperar con Dios en el acto de la conversión es completamente contradictorio con la Escritura, y nos lleva inconscientemente a la obra del hombre por su salvación. Según la confesión de fe luterana, “El libro de la concordia”:
“El hombre por sí mismo, por sus poderes naturales, no puede contribuir nada o ayudar a su conversión, y toda esa conversión es una operación, don, regalo y obra del Espíritu Santo solamente, quien la lleva a cabo y la efectúa por su virtud y poder, a través de la Palabra, en el entendimiento del corazón y voluntad del hombre”
        Como bien dice esta confesión de fe, la voluntad no es la causa de la conversión, sino más bien el objetivo de la conversión. Dios regenera (hace nacer de nuevo) al hombre para cambiar su voluntad esclava de su naturaleza depravada, creando un corazón nuevo que permita voluntariamente amar a Dios y cumplir su voluntad, opciones imposibles bajo una naturaleza caída, corrupta y muerta en pecado. Quizás muchos apelen a este último punto diciendo que si el hombre no tiene la disposición o voluntad de ser salvo, la salvación no puede tomar lugar. Sin embargo, la Escritura nos deja en claro que el hombre jamás tendrá la disposición de ser salvo, abandonar su pecado y amar a Dios, a menos que Dios intervenga. La disposición voluntaria del hombre a la salvación es fruto de la obra de Dios, y no un poder natural que el hombre tenga, o esté capacitado para entregar a Dios.

      Siguiendo lo expresado por el apóstol Pablo: “no por obras, para que nadie se gloríe” (Efesios 2:9), llegamos a la conclusión que la gracia descarta por completo la capacidad del hombre como la fuente para la salvación, más aún si hablamos de su voluntad, aspecto no inmune a su naturaleza completamente depravada. Más bien, la salvación sólo es por gracia, y esto nos lleva a la total gloria de Dios. Sin embargo, es bastante contradictorio que defendamos la salvación sólo por gracia mientras afirmemos que somos nosotros quienes escogemos a Dios, y por esta obra, Dios nos concede gracia. Tomar una decisión por Dios ya me adjudica un trozo de la gloria por el buen uso de mi voluntad, y recordemos que la gloria es sólo de y para Dios:


“Por mí, por amor de mí mismo lo haré, para que no sea amancillado mi nombre, y mi honra no la daré a otro”
(Isaías 48:11).

         
Comprender la gracia, por tanto, es alejar la mirada de nosotros mismos y elevarla sólo a la obra sobrenatural de Dios, quien es el único merecedor de toda gloria y alabanza.

La absoluta obra de Dios en la salvación

      Martín Lutero fue fiel a la Escritura y a Dios. Jamás apoyó la visión sinergista de Erasmo, puesto que esta última robaba de la gloria de Dios, adjudicando cierta parte al hombre por su decisión. Lutero observó en la Escritura que la salvación es Monergista, es decir, el trabajo de uno sólo: Dios. El hombre no intervenía en ningún punto, ni aportaba absoluta obra en el acto de la salvación, sólo la gracia o amor inmerecido de Dios puede redimirle. Aunque al hombre se le dé a escoger entre el camino de Dios y el de su pecado, este siempre escogerá libremente su pecado, debido a su depravación absoluta. El hombre no puede ser salvo por su decisión, no tiene la capacidad de serlo, y esto correctamente nos lleva al único que ha prometido redimir sólo por misericordia y que conoce nuestra realidad tal cual es: “Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda que somos polvo” (Salmo 103:13-14)

      Si está desesperado al ver su real condición en la Escritura, y no puede hallar respuesta a la pregunta de quién podrá ser salvo, quiero que sepa que no es el primero. Los mismos apóstoles, al ver la inutilidad de sus obras para la salvación, se hicieron la misma consulta:


“Sus discípulos, oyendo esto, se asombraron en gran manera, diciendo: ¿Quién, pues, podrá ser salvo?”
(Mateo 19:25).


      Bajo la doctrina del libre albedrío, la respuesta a esta pregunta sería: son salvos los que aceptan a Jesús o deciden creer en Él. El problema de ello es que la respuesta de Cristo fue todo lo contrario:


“… Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible”
(v.26).


       En la respuesta de Jesús, el Señor nos aleja de la expectativa que el hombre pueda alcanzar salvación, pues es IMPOSIBLE para él. Él aleja toda la confianza del hombre en sí mismo y en sus obras, y la vuelve añicos. Jesucristo nos dice que la salvación es un evento sobrenatural, milagroso, que va más allá de lo posible, fuera de todo alcance humano. Él aleja la salvación de la capacidad humana y la sitúa sólo en la obra sobrenatural de Dios. En toda la Escritura podemos encontrar evidencias bíblicas que nos aseguren que la salvación es obra absoluta de Dios, de principio a fin.


“Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero”
(Juan 6:44).

“Respondió Jesús y les dijo: Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Juan 6:29).

“Así que la fe es por el oír, y el oír por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

“Porque ¿quién te distingue? ¿o qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7).

“…No puede el hombre recibir nada, si no le fuere dado del cielo” (Juan 3:27).

       
    Veamos tan sólo como se repiten los mismos patrones: Dios da, Dios trae, Dios obra. En Juan 3:27 y 6:44, la Escritura nos dice que no existe ningún bien que el hombre pueda hacer sin que exista el beneplácito de Dios manifiesto en su obra. La frase clave es “si el Padre no le trajere”, es decir, sólo por medio de la obra sobrenatural de Dios en el corazón del hombre es posible la salvación. Notemos que Jesús dice “Ninguno puede venir a mí”, no sostiene “todos pueden venir a mí, pero no eligen venir a mí”. No obstante, algunos defensores de la doctrina del libre albedrío aseveran que es el hombre quien decide en último término por su salvación debido a la declaración del mismo Señor: “y no queréis venir a mí para que tengáis vida” (Juan 5:40). Sin embargo, este pasaje reafirma las conclusiones que hemos sostenido anteriormente. Jesús en el versículo anterior dice: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39), enfatizando aún más que aunque el testimonio vivo de su venida, obra mesiánica, redención e identidad divina está en las Escrituras, ellos no querían venir a Él. Por esto Jesús dice un capítulo después que nadie puede venir a Él sin que el Padre no le trajere.

      Observemos también como los oyentes del mensaje de Jesús le consultan: “… ¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios?” (Juan 6:28), similar consulta a la de Mateo 19:26. La respuesta del Señor nuevamente apunta sólo a la obra sobrenatural de Dios, antes que la voluntad humana: “…Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (v.29). ¡Jesús mismo pone en jaque todo el sistema teológico que hoy damos por sentado! Para nosotros, la salvación es un hecho si ponemos nuestra fe en el Señor, aún sin ser regenerados, es decir, sin nacer de nuevo. Al parecer la fe antecede al nuevo nacimiento. Sin embargo, Dios en Jesucristo nos dice que la fe de aquellos que en Él creen para salvación es el producto de su obra en el hombre. Así también lo confirma el apóstol Pablo: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; Y ESTO NO DE VOSOTROS, PUES ES DON DE DIOS” (Efesios 2:8). No es nuestra la fe en Cristo Jesús. El hombre por su naturaleza no cree en Dios, ni en Jesucristo, y tampoco tiene la facultad de tener tal fe. El ejercicio de la libre voluntad no puede alcanzar algo que sólo por la obra de Dios es posible. Recordemos que: “…nadie puede llamar a Jesús Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3). Sólo Dios, por medio del Espíritu Santo, hace nacer de nuevo al hombre, que antes estaba muerto en delitos y pecados, completamente corrupto delante de Dios. La obra milagrosa de la regeneración, o nuevo nacimiento, que sólo proviene de Dios, es un acto humanamente imposible, que requiere de todo el poder de Dios. El hombre muerto requiere de la obra sobrenatural de Dios para volverlo a la vida. Sólo Dios puede resucitar al hombre, mandando su Espíritu para revivirlo y regenerarlo de su condición caída y muerta. Asegurar que por mis fuerzas creí en Jesucristo y fui salvo por ello, es ignorar completamente la gracia de Dios, negar su poder y adjudicarme parte de su gloria. Si alguien ha creído en Cristo y ha sido salvo debe concluir, por las Escrituras, que no fue él quien creyó por sí mismo, sino que Dios le hizo nacer de nuevo, y por tanto, fuera de su condición muerta, Dios le concede fe para que voluntariamente se arrepienta y confíe en su Hijo Jesucristo. La fe en Cristo es un don de Dios, y esto, como dice el apóstol Pablo, no es de nosotros. La Escritura nos dice que la fe es parte del fruto del Espíritu Santo: “Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, FE” (Gálatas 5:22), es más, el apóstol Pablo declaró en la misma epístola que la fe en Cristo y en Dios no es una característica implícita del hombre, sino más bien Dios la ha dado desde los cielos, por medio de su Espíritu Santo, a tal punto que el apóstol reconoce que la fe VINO, y no estaba en nosotros: “Pero antes que VINIESE la fe, estábamos confinados bajo la ley… Pero VENIDA la fe, ya no estamos bajo ayo” (Gálatas 3:23-25). En la segunda epístola a los tesalonicenses, el apóstol les recuerda que: “…no es de todos la fe” (1 Tesalonicenses 3:2), es decir, que el hombre puede creer en sí mismo, en sus capacidades, en dioses creados a su manera, o incluso, en un Cristo diseñado en su mente que se conforma a sus estándares e idealismos, pero la fe verdadera en Cristo, para la salvación y redención, no es algo que podamos alcanzar por nuestras fuerzas, está fuera de toda obtención humana, más aún de su voluntad. En la primera carta a la iglesia de Corinto, el apóstol los reprende diciendo que si tenían algún don dado de Dios “… ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7). Dios reprende en la Escritura a todo aquel que se vanaglorie, pensando que su fe proviene de sí mismo.

       Cuando la Escritura nos habla de la salvación, jamás nos enseña a situar la esperanza en el hombre, sino a observar la obra de Dios. Por ejemplo, el profeta Isaías, al mencionar las buenas nuevas de salvación que vendrían por el Mesías, afirmó: “En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación…” (Isaías 61:10). Notemos que aquí todo el mérito de la salvación se lo lleva Dios, en ningún punto el profeta adjudica que la razón de su salvación fue su voluntad dirigida a Él. Si observamos a lo largo de la Escritura, es Dios el protagonista de la salvación, no el hombre:


“Y sabréis que yo soy Jehová, cuando abra vuestros sepulcros, y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os haré reposar sobre vuestra tierra, y sabréis que yo Jehová hablé, y lo hice, dice Jehová”
(Ezequiel 37:13-14)

“Y cuando él venga (el Espíritu Santo) convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio”
(Juan 16:8)

“Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía”
(Hechos 16:14).

      
      La salvación es un milagro de Dios, ¿Y qué milagro se considera como tal si existe la posibilidad que sea hecho por nuestras propias capacidades? ¿Podría un moribundo decir que su recuperación fue un milagro si existían todas las posibilidades para que fuera curado? ¿Cuánto más un muerto podría decir que su resurrección fue un milagro si no existe nada por si mismo que pueda volverlo a la vida porque ¡Está muerto!? ¿O podría alguien decir que la salvación es un milagro de Dios si considera que por el buen ejercicio de su libre albedrío accedió a la salvación? Reconocer nuestra incapacidad, dejando toda confianza en nosotros mismos y en nuestra decisión es comprender toda la naturaleza de la gracia, un amor inmerecido de parte de Dios a sus escogidos. La gracia de Dios es una negación implícita a la capacidad del hombre y el poder de sus obras.

“Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”
(2 Corintios 1:9).

2 comentarios:

  1. Gracias a Dios por revelar a los hombres estos misterios de su corazón. Gracias por elegirnos y llevarnos así en su perfecta voluntad. Gracias por disponerlo todo para mí ( sin méritos ni capacidades para acceder a la salvación nacida de su soberana voluntad y eterno amor por gracia.

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  2. yo creo firmemente, que un Cristiano honesto, no necesta una reforma de hombres, necesita la justicia y gracia de Dios en Cristo Jesús.

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