“para que ya no
seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del
error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es
la cabeza, esto es, Cristo”
(Efesios 4:14-15)
El discernimiento puede definirse como
el juicio por el cual podemos reconocer, percibir o declarar la diferencia
entre una cosa u otra. En términos bíblicos, el discernimiento es la reacción
de todo santo ante cualquier enseñanza, doctrina o práctica que se le exponga,
distinguiendo la veracidad o falsedad de ellas. Tenemos
una definición muy práctica en las Escrituras, cuando Dios manda a los
sacerdotes levitas a enseñar cómo discernir:
“Y enseñarán a mi pueblo a hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les
enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio” (Ezequiel 44:23). El discernimiento nace de un
conocimiento exhaustivo de la
Palabra de Dios. Es, a su vez, una muestra clara de la
madurez cristiana y de cómo este discernimiento ha prevenido y protegido a la
verdadera iglesia de Cristo, en todas las épocas, de las falsas enseñanzas. El
discernimiento obviamente cultiva un espíritu crítico en los cristianos
verdaderos. Estos no pueden quedarse indiferentes ante el alzamiento de alguna
doctrina extraña, alejada de la verdad bíblica y peligrosa en toda su
exposición. La actitud de un cristiano verdaderamente nacido de nuevo, que ama la Palabra de Dios y que vive
descubriendo sus preciosas enseñanzas, no es en ninguna forma la aceptación, la
credulidad ingenua o el conformismo. Su posición siempre privilegia la
autoridad, poder y valor de las Escrituras. Jamás estará de acuerdo en acatar o
proclamar una doctrina contraria a la Palabra por la cual ha sido regenerado: “siendo renacidos, no de simiente
corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece
para siempre” (1 Pedro 1:23). ¿Puede un cristiano ir en contra de la misma
Palabra de Dios? ¿Se quedará tranquilo al presenciar cómo se pervierte la sana
doctrina y se asimila con miles de tradiciones no bíblicas? ¿Cómo es eso de
presentar un espíritu crítico? ¿Realmente debemos confirmar todas las
enseñanzas con un Amén? ¿Estoy pecando al dudar de la procedencia divina de las
enseñanzas, doctrinas y prácticas de mi propia congregación? ¿Peco contra Dios
al cuestionar si mi pastor o ministro vive y enseña la Palabra de Dios?
Acompáñeme en un breve viaje por la Santa Palabra de Dios.
El conocimiento
de las Escrituras, la permanencia en la verdad y la madurez cristiana
Casi toda la obra misionera del
apóstol Pablo estuvo dedicada al combate de las falsas enseñanzas. La
perversión en la que habían caído en Corinto y el legalismo letal de los
judaizantes en Galacia son ejemplos de lo que digo. Este mismo apóstol habla a
la iglesia que está en Efeso y les dice que la evidencia de la verdadera
madurez espiritual es perseverar en la verdad. Al mismo tiempo advierte que la
prueba de inmadurez o poco crecimiento espiritual es dejarse llevar por
cualquier tipo de doctrina que se enseñe. Compara estas enseñanzas humanas como
el viento recio, que sacude, eleva, paraliza o desarraiga cualquier posición.
Como hojas de otoño en un parque, el viento fuerte puede quitarnos de nuestra
posición y llevarnos a otro lugar. Aquellos que son atraídos por este tipo de
doctrinas realizadas “por estratagema de
hombres” son tratados como niños fluctuantes, capaces de ser fácilmente
engañados por un extraño. Estos creadores de doctrinas diversas son capaces de
utilizar con gran astucia las artimañas del error, las malas interpretaciones
son sus excelentes herramientas y su carácter carismático el vehículo para
contraer popularidad y seguimiento. El motivo de las palabras del apóstol no es
más que la exposición de un mensaje protector. Anhela protegerlos de tales
hombres y de la ingenua credulidad de tales falsas doctrinas. Ya en tiempos
apostólicos muchos pervertían las enseñanzas, fingían ser iluminados por el
Espíritu Santo y recibir nuevas revelaciones. Si esto no fuese una realidad en
todo tiempo, aún en el apostólico, Jesús no hubiera insistido en reconocer a
los falsos profetas por sus frutos (Mateo 7:15-20).
La transmisión y amparo en la verdad
es lo que preocupa al apóstol. Es en la verdad donde desea que jamás sean
removidos. Al seguir la verdad crecemos en la cabeza de la iglesia: Cristo. Es
en la doctrina que promueve las enseñanzas del Maestro y la perseverancia en
cada una de sus palabras, donde el apóstol ruega que se hallen plantados. Para
que se presenten inamovibles de este lugar el mismo Señor, dice el apóstol “…constituyó a unos, apóstoles; a otros,
profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros” (Efesios
4:11). La razón por la que existe todo pastor, ministro, maestro o profeta no
es otra que la santificación propia y colectiva de la iglesia. Un pastor no
tiene como objetivo administrar el dinero de una iglesia, u organizar eventos
masivos de colectas públicas. El deber de un pastor no debe ser otro que
promover la doctrina de Cristo. Un pastor que se desvíe de la doctrina de las
Escrituras, enseñando experiencias a su antojo, no puede ser llamado pastor. La Escritura los trata de
engañadores. La razón por la que el Señor les constituyó no es otra que la de “…perfeccionar a los santos para la obra del
ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos
a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto,
a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (v.12-13). No hay nada
que puede quitarle el sueño a un verdadero ministro o maestro que la conformación de la iglesia a la imagen
de Cristo, a través del conocimiento de la Palabra y la unidad de la fe.
El apóstol compara a aquellos
fluctuantes creyentes con niños empujados hacia todo tipo de enseñanza. Sabemos
que los niños al tener una pregunta determinada acatan y creen ingenuamente lo
que cualquier figura de autoridad les dice. La reprensión apostólica es
contraria a esta actitud: “Hermanos, no
seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en
el modo de pensar” (1 Corintios 14:20). La madurez con seguridad es un
proceso que abarca el tiempo que Dios decida. En algunos el proceso es más
rápido que en otros pero el resultado es el mismo: una vida que persevera en la
verdad. Cuando no existe perseverancia en la verdad, es decir, un nulo o bajo
conocimiento, interés y meditación en la Palabra de Dios, podemos concluir que la obra de
salvación no ha comenzado. Una de las evidencias más puras del acto de
conversión es la sed que siente el regenerado por conocer más sobre su
Redentor. Es absolutamente incoherente que miles de personas digan amar a Dios
y no tengan absoluto interés en conocerle a través de la Escritura. Su conocimiento de
Dios no es más que doctrinas de hombres que se les ha sido enseñadas y su
corazón está totalmente apartado de Dios: “…cercano
estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones” (Jeremías 12:2; Marcos
7:6-7). La diferencia con aquellos que maduran o han comenzado a madurar es que
tienen conciencia y convicción de los fundamentos de la fe y no se apartan de
ellos. Aquel que es como un niño movido a todo viento de doctrina, se
desarraiga fácilmente y no permanece en la Palabra por mucho tiempo. Es similar a aquellos
que, recibiendo la semilla (la
Palabra de Dios), “…no
tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan” (Lucas
8:13).
Sorpresa es este hecho para el escritor
de Hebreos. En el capítulo 5 vemos que le es difícil explicar cómo muchos
teniendo tanto tiempo dentro de la congregación desconocen o se apartan de los
rudimentos de la fe aún conociendo: “Acerca
de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis
hecho tardos para oír” (Hebreos 5:11). Es de esperar que una persona que ha
estado muchos años o un tiempo significativo aprendiendo de la Palabra no se vea atraída
a pensar, obedecer o acatar enseñanzas adicionales o contrarias a las
Escrituras. Sin embargo, esta idea es refutada en la práctica y es comentada
por los mismos apóstoles: “De manera que
yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como
a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais
capaces, ni sois capaces todavía, porque aún sois carnales; pues habiendo entre
vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como
hombres?” (1 Corintios 3:1-3). La inmadurez no es asociada al poco tiempo
que se ha congregado un hermano, sino al grado de certeza y exclusividad en su
percepción sobre la verdad que le dé a la Palabra de Dios. Una evidencia bíblica sobre que
el tiempo o la participación no son los factores determinantes, a la hora de
calificar la madurez del cristiano, es el versículo que continúa al pasaje de
Hebreos: “Porque debiendo ser ya
maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a
enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis
llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido” (Hebreos
5:12). El autor de Hebreos se sorprende ante la inmadurez de muchos, que
teniendo tiempo escuchando la
Palabra de Dios desconocen los fundamentos y se desvían de
ellos. Por lo visto, la madurez espiritual no se asocia directamente con el
tiempo que se tiene de oyente o participante dentro de la congregación, sino
con la firmeza y consolidación en las preciosas verdades de las Escrituras. De
hecho continúa diciendo: “Y todo aquel
que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es
niño; pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los
que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y
del mal” (v.13). La leche es el alimento básico de los infantes, es para
aquellos que recién fortalecen sus huesos debido al crecimiento. El alimento
sólido no es para un infante, sino para alguien con el desarrollo metabólico
suficiente como para procesar alimentos más consistentes. Esto no se trata de
tiempo oyendo o participando en la congregación, sino en la experticia que
debiese existir a la hora de discernir entre una doctrina bíblica y una
enseñanza falsa. Este nivel de discernimiento es asociado con la madurez, una
experiencia en la sabiduría de la
Palabra de Dios, y no la acumulación de horas dentro de un
templo o entre personas religiosas. Se trata de sentidos espirituales que han
evolucionado debido al conocimiento de Cristo a través de la Palabra. Los cristianos maduros
saben discernir entre el bien y el mal, su conocimiento y obediencia a las
palabras de Cristo les han hecho experimentar fidelidad a la doctrina
verdadera. En cambio aquel que participa de leche no tiene tal grado de
discernimiento. Como bien dice la
Palabra, son inexpertos en reconocer entre una y otra
doctrina. Incapaces son de discernir entre la conformidad o disconformidad de
una enseñanza con la Palabra
de Dios. La razón de esto con seguridad es que ignoran gran parte de la Palabra, no conocen los
fundamentos de la fe o, conociéndolos, no les brindan tanto interés como los
vientos de doctrinas novedosas.
La inmadurez
provoca credulidad ante cualquier doctrina
Como hemos visto hasta el momento la
madurez de un cristiano no se asocia con el tiempo o grado de participación que
tenga un congregante en una comunidad o conjunto de cristianos. Calificamos de
inmaduro a aquel que, teniendo la edad suficiente, no demuestra tener el
razonamiento, compostura y experiencia digna del tiempo destinado a su
crecimiento. No llamamos inmaduro al niño pequeño, más sí al que teniendo edad
considerable persiste en malos hábitos. Es de esperar que una persona con un
tiempo considerable congregándose tenga un conocimiento de las Escrituras igual
de significativo. Sin embargo, por lo que hemos revisado en la Escritura, los mismos
apóstoles se sorprendían de la poca madurez y desarrollo de los cristianos de
su época, a pesar de tener todos los medios de gracia para reconocer las falsas
enseñanzas. La evidencia de la madurez, por tanto, es la persistencia y firmeza
en la doctrina de las Escrituras, ninguna otra cosa puede alzarse como madurez:
“…Si lo que habéis oído desde el
principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en
el Padre” (1 Juan 2:24). Hay algunos que creen que la madurez se asocia con
cierto dominio en las costumbres y vocabulario de los congregantes. Otros con
un largo historial de construcción de templos, considerables asistencias a los
cultos o popularidad dentro de su congregación. Ninguno de estos factores
importa verdaderamente a la luz de la Escritura. Podemos
ser reconocidos en nuestra iglesia como hombres maduros y de una altura
considerable como para referirle preguntas y experiencias. No obstante, la Palabra de Dios considera
únicamente como una real y sólida evidencia la permanencia en la doctrina de
las Escrituras. Muchas veces podemos asociar la madurez con aspectos que la Biblia no les toma peso, lo
cual es absolutamente contradictorio con la identificación de una verdadera
madurez.
El extremo opuesto de la incredulidad es
la credulidad, que puede definirse como la facilidad para creer algo. Más de
alguna vez escuchamos frases como “eres muy crédulo, te crees todo”, “¿Cómo le
crees a ese charlatán? Pecas de crédulo”, “Por ser crédulo me paso esto”.
Muchos consideran la credulidad como una virtud, la mayoría como una
desfavorable actitud. Las personas crédulas sufren mucho de decepciones y
estafas, caen rendidamente ante aquellos que cumplen estándares muy bajos de
credibilidad y obedecen o creen rápidamente a sus enseñanzas, ofertas u
opiniones. Basta estructurar un simple argumento para convencerles, no gozan de
un espíritu crítico.
Al estudiar este término no debemos por
ningún motivo asimilar la credulidad con la fe bíblica. Existe una distancia
enorme, como de un extremo a otro del universo, entre la ingenua credibilidad y
la fe que gozan todos los hijos de Dios. En primer lugar, la fe en Cristo no
está basada en sentimientos o ideas propias del ser humano, es una creencia
basada en hechos que tomaron lugar una vez en la tierra. Las pruebas históricas
acreditan su existencia y obra. En segundo lugar, la fe que predicó Jesús, los
profetas y los apóstoles no es una creencia irracional, basada en la anulación
de la razón. Recordemos que el lema de la ley es amar a Dios con toda la mente,
el alma y el corazón (Mateo 22:37). Dios no anula nuestros razonamientos, sino
más bien los impulsa a comprender lo que sin Él nos resultaría imposible de
entender: las verdades de la
Palabra Santa de Dios. Y en tercer lugar, tanto Jesús como
los apóstoles y profetas predicaron no sólo la fe en Dios y su obra, sino
también discernimiento entre lo bueno y lo malo, entre una verdadera y falsa
doctrina. Esta verdad Dios eligió plasmarla en la palabra escrita, de tal forma
que podamos acceder a ella como una luz que alumbra en lugar oscuro.
Las palabras “reconoced”, “no os
engañéis”, “juzgad”, “probad”, “examinad”, no se repiten tantas veces en la Biblia por casualidad. La Palabra de Dios llama a
que todo el que crea en ella debe defender la doctrina contenida en sus
palabras, discerniendo entre la verdad y la mentira. Aquel que está arraigado
en las Escrituras no se deja dominar por ninguna otra creencia y difícilmente
será convencido de obedecer doctrinas adicionales o contrarias a la Palabra de Dios.
La inmadurez, por tanto, es todo lo
contrario a lo que muchas iglesias creen. En nuestras iglesias pentecostales,
muchas veces, se enseña como madurez todo lo contrario a la madurez bíblica. Si
somos capaces de enseñar que aquel que predica en un púlpito tiene la verdad
absoluta y nadie puede cuestionarle, ¿No es esto inmadurez? ¿No es la ausencia
de toda reflexión una de las características que tiene la inmadurez descrita en
la Palabra de
Dios? El creer en todo lo enseñado, expuesto y practicado, sea cual sea la
autoridad de la cual venga y el historial que posea, no es evidencia alguna de
crecimiento, fe o madurez en el Señor, más bien es todo lo contrario, una
prueba innegable de la poca madurez que muchos pueden tener: “El camino del necio es derecho en su
opinión…” (Proverbios 12:15).
La confianza y
autoridad que merece sólo la
Palabra de Dios
¡Cuán bello es aquel suspiro del Señor
Jesús en su oración por sus discípulos! Él dice: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17).
Aquella expresión breve y poderosa “Tu Palabra es Verdad” es una de las cosas
que más me llama la atención. Jesús pide que el Padre santifique a sus hijos en
la verdad, que persistan en ella; no nos deja con la interrogante de cuál es la
verdad a la cual se refiere. Él explícitamente dice “Tu Palabra es verdad”. La Palabra de Dios son las Escrituras, su revelación
más completa y suficiente. Fueron estas Escrituras las que el Señor Jesús vino
a cumplir: “…Estas son las palabras que
os hablé. Estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de
Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento,
para que comprendiesen las Escrituras” (Lucas 24:44-45). Jesús se presentó
públicamente como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento
(Lucas 4:21), de quién había escrito Moisés (Juan 5:46), cuyo testimonio se
hallaba en las Escrituras (v.39) y declarado en todas ellas (Lucas 24:27).
Jesús jamás se presentó como una personalidad ajena a lo que la ley, los
profetas y los salmos decían. Resulta incoherente, por tanto, presentar a
Cristo ignorando gran parte de la
Palabra de Dios, si fue Él mismo quien consideró las
Escrituras como su propio testimonio dado de antemano.
Con el tiempo, las Escrituras fueron
completas con los escritos apostólicos. Fue la voluntad de Dios reunir estos
testimonios y dejarlos para las generaciones venideras, a fin que jamás nos
desviemos de sus verdades y podamos guiarnos a través de su revelación sobre
Dios y la iglesia. De esta manera, podemos concluir que “Toda la Escritura
es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para
instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Es por tanto, la Escritura la única
fuente de conocimiento de Dios que tenemos. Esta es digna de toda nuestra
atención, pues provino de la misma boca de Dios. Por esta razón, el Señor dice “Tu palabra es verdad”. Nada puede
alzarse más alto que la misma Palabra de Dios en autoridad, guía y verdad.
Sin embargo, a pesar que muchas iglesias
declaran abiertamente que la
Biblia es la máxima autoridad en cuanto a la revelación,
cometen el pecado de alzar las palabras de sus líderes, predicadores, ministros
o cualquier otro tipo de autoridad en la iglesia como una revelación directa de
Dios. No son capaces de distinguir (o simplemente no desean hacerlo) entre la
infalible e irremplazable Palabra de Dios y la interpretación falible y débil
de los hombres. Al otorgar credibilidad a los hombres, estos pueden ser capaces
de engañar con astucia, aprovechando la fe ciega que sus congregantes tienen de
sí mismos y de sus palabras. No hay nada mejor para un falso profeta que la
credibilidad ingenua de sus oidores. Lo que ellos manden, sus congregantes
dicen o hacen. Este es uno de los vicios mayoritarios dentro de nuestras
iglesias pentecostales y carismáticas, y no sólo dentro de estas
denominaciones; es más bien, un cáncer general dentro del cristianismo. Al
recaer toda la credibilidad sobre hombres falibles, puede esto alejarnos de la
revisión y examen a la luz de la
Palabra y reducir al mínimo la fe que debemos tener en el
mensaje de las Escrituras. En el peor de los casos, podemos ser llevados fácilmente
a todo tipo de doctrina, “como niños
fluctuantes”, desarraigados de todo fundamento y llevados como un hoja
endeble por el viento. Basta que estos falsos profetas apoyen alguna de sus
herejías con unos cuantos versículos bíblicos y ya son merecedores de nuestra
atención y obediencia. Son capaces de crear sistemas que tapen las bocas de los
que con la Palabra
les denuncian. Astutos, hacen que sus oyentes se tapen los oídos
voluntariamente ante la voz de los que les llaman a discernir. Logran apagar
todo pensamiento y crítica que no les sea de conveniencia. Con justa razón la Palabra les dice
“astutos”.
Sin embargo, el engaño de estos
carismáticos profetas algún día será juzgado. Rendirán cuenta ante el trono
blanco de Cristo por cada uno de los engaños que cometieron: “… ¡Ay de los profetas insensatos, que andan
en pos de su propio espíritu, y nada han visto!” (Ezequiel 13:3) Y no
solamente estos vendrán a juicio, también sus oidores participarán (2 Pedro
2:2), y serán juzgados por su pereza y torpeza, al cerrar sus ojos y oídos a la Palabra que les advertía
de los errores. También vendrán a juicio aquellos que sabiéndolo todo no
hicieron nada. Pensaron que con su silencio estarían inmunes de cualquier
reprensión, pero si en las leyes de los hombres el no hacer nada presenciando
un crimen o estafa es considerado una complicidad, ¿cuánto más tendremos que
dar cuenta si permanecemos silenciosos al ver la canallada y la desvergüenza de
aquellos que toman la
Santa Palabra de Dios y la deforman a su antojo? “El cómplice del ladrón aborrece su propia
alma; Pues oye la imprecación y NO HACE NADA” (Proverbios 29:24). Por sus
obras serán juzgados.
Los seguidores de estos hombres que
tuercen las Escrituras y las acomodan a su apetencia suelen diseñar enmarañados
argumentos contra todo aquel que se oponga a sus líderes, enseñanzas y
tradiciones. Si el predicador está enseñando una doctrina ajena a la Palabra y comentamos su
error, somos calificados de “enfermos en el espíritu” o “letrados”. Si el pastor
se encuentra en adulterio y denunciamos que por su condición no puede liderar
una congregación se nos dice: “Bueno, él
tiene que dar su cuenta, y nosotros la nuestra. Siga mirando al Señor no más”.
Cuando un hermano se encuentra predicando un evangelio distinto al que predicó
Cristo y los apóstoles, y le reprendimos, nos trata de fariseos y endemoniados.
Estas son pruebas irrefutables de cómo el diablo ha corrompido sus mentes, ya
que todas estas denuncias las manda la Palabra de Dios, y ellos, con la misma Palabra
intentan apagarlas. No me extraña aquella posición, ya que el mismo diablo
tentó a nuestro Señor citando las Sagradas Escrituras (Mateo 4:1-11). Lo
curioso es que estos son tan perezosos que cuando se les pide más pruebas de su
posición delegan esa tarea a su pastor o a otro hermano que ha leído unos
cuantos versículos más, pero si estos últimos no logran detener los preciosos
argumentos bíblicos con que el hombre de Dios les confronta, entonces no tienen
otra opción que declararle “enfermo”, “letrado”, “endemoniado”, etc. Sin
embargo, tampoco me extraña esta posición, porque si al mismo Señor Jesús le
dijeron que tenía demonio por hablar la verdad, ¿cuánto más aún a nosotros? ¿No
debemos imitar al Señor aún en su sufrimiento y tribulación?
Si
somos perseguidos por exponer la verdad, la cual es la Palabra de Dios, es
únicamente por no obedecer a las tradiciones y creencias de los hombres que con
frecuencia se desvían de las doctrinas preciosas de la Palabra. Si nuestra
fidelidad es con Dios antes que los hombres, nuestra atención y obediencia sólo
estará brindada a aquello que pueda probarse y juzgarse como correcto a la luz
de las Escrituras. Esto es corroborado por los apóstoles al ofrecer sus vidas
frente a concilios y altos magistrados, antes que obedecer a mandatos
contrarios a la Palabra:
“Respondiendo Pedro y los apóstoles,
dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos
5:29). Si un hombre enseña a la iglesia sobre Dios, Cristo y la vida cristiana,
y no se desvía de la Palabra
de Dios o se aproxima en gran medida a su mensaje, y a la vez medita y vive tal
mensaje en Santidad y Justicia, desde que ha sido regenerado por el Espíritu
Santo, este hombre merece credibilidad, pues depende de Dios, habla conforme a
su Palabra y le glorifica en su vida. Sin embargo, aquel hombre que enseña
cosas contrarias a las que hablaron los profetas, los apóstoles y el Señor
Jesús, o las justifica únicamente con experiencias propias o ajenas, y no tiene
una vida de meditación, oración y santidad, tal hombre no merece credibilidad,
es más, no es provechoso escucharle, a menos que se convierta de su pecado.
La credibilidad de los hombres que Dios
utiliza para comunicar su Palabra no es concedida por el pensamiento general ni
por la opinión de sus seguidores, sino por la conformidad de su vida y sus
palabras a la Santa
Palabra de Dios. En resumen, la fe en la Palabra de Dios provoca
fidelidad y convicción de su autoridad y guía. Si vemos en la Palabra de Dios nuestra
única y fiel autoridad y fuente para conocer a Dios y su voluntad, no tendremos
por qué creer o recurrir a otras doctrinas, sino más bien estaremos
fundamentados en la roca firme que es Jesucristo. La fidelidad a la doctrina de
la Biblia es uno
de los frutos más preciosos del cristiano. Este no fluctúa entre una creencia u
otra, sino que está plantado como árbol firme en la casa de Jehová.
¿Qué enseñan las
Escrituras acerca de discernir entre una doctrina y otra?
El discernimiento es un tema
absolutamente tratado en las Escrituras. Dios, en su misericordia, nos dejó una
luz que nos permite diferenciar entre una enseñanza o estilo de vida rebelde a
su voluntad y uno acorde a ella. Esta luz no puede ser más que la Palabra Santa de
Dios, las Escrituras, la única fuente y medio válido para poder reconocer la
verdad o falsedad de cualquier enseñanza o práctica que se nos exponga. El
apóstol Pedro dijo: “Tenemos también la
palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una
antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero
de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19). El apóstol
concibe a la Escritura
como una antorcha que alumbra en lugar oscuro, una luz digna de atención que
nos guía en los senderos de tinieblas. Cuando somos guiados por la Palabra de Dios no podemos
salir defraudados. Esta nos lleva por el camino que Dios desea, nos enseña de
su naturaleza y voluntad, y nos apercibe de las cosas que le desagradan y
aumentan su Ira. Esta antorcha encendida es la manifestación de la voluntad de
Dios, el cual desea que todo hombre conozca. El símbolo de la antorcha no es
casual. Una antorcha encendida representa la única fuente de luz en senderos
oscuros, por lo menos así era en los tiempos apostólicos. Los senderos oscuros
son todos los caminos del hombre, el cual los considera rectos, pero su fin es
camino de muerte (Proverbios 16:25). Muchos de esos tenebrosos senderos tienen
en sus pórticos a hombres hablando acerca de la “verdad”, diciendo que su camino
es el sendero correcto, y persuaden a miles de caminantes que obedecen a sus
engaños. Las promesas de verdad son el producto deleitoso que ofrecen los
falsos profetas. Distinguir sus verdaderos rostros y ver la desoladora
consecuencia de sus propósitos, sólo es posible si acercamos la antorcha y
alumbramos su sendero. Encontraremos no más que hombres durmiendo en sus
propios pecados, creyendo que el sendero que siguen es real y los lleva a la
salvación. Así ocurre con todo aquello que se alza como la verdad, pero no es
la verdad. Promete seguridad y belleza, pero su fin es el tormento eterno.
Tiene el talento de persuadir a aquel que no está firme y llevarlo a sus
terribles propósitos. Sólo un alma asentada en la Palabra de Dios permanece
inamovible de la verdad y camina segura en el sendero de la Justicia del Señor: “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y
lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105).
Con la antorcha de la Palabra de Dios podemos
distinguir entre una verdadera y falsa doctrina. El corazón del hombre puede
engañarle (Jeremías 17:9), sus sentimientos y pensamientos propios pueden
hacerle creer que está en un sendero correcto, pero nada puede asegurarle más
la verdad o la mentira de sus propios pasos que la verdad misma. La expresión “Tu palabra es verdad” del Señor Jesús
es la respuesta a esta interrogante. Quien alza la Palabra de Dios como la única
verdad y medita en ella, ante cualquier doctrina o enseñanza humana que añada
algo o se contraponga a la
Escritura, no tendrá ningún problema en denunciar la bajeza y
poca verdad que se haya en ella y darle la espalda completamente, pues es la
antorcha de la Palabra
lo que capta su atención y le da completa seguridad de cuál es la verdad: “El justo aborrece la palabra de mentira…” (Proverbios
13:5).
Son las mismas Escrituras las que nos
dicen que debemos examinar todo tipo de declaración o enseñanza. Acatar lo
enseñado de manera irreflexiva es un pésimo error, ya que manifiesta un
completo rechazo a la tarea de probar si lo enseñado es una verdad a la luz de
la misma Verdad. El apóstol Juan expresó: “Amados, no creáis a todo
espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos
profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). Este llamado a probar las
enseñanzas es un mandato para el que ha nacido de nuevo. Un cristiano verdadero
no puede ignorar este llamado y dejar de practicarlo. Es deber y deseo del hijo
de Dios probar toda enseñanza, provenga de quién provenga, a la luz de las
Escrituras. Sin perjuicio de lo anterior, el apóstol no nos llama a probar a
favor de la incredulidad, sino todo lo contrario, a favor de la fe en la
verdadera Palabra de Dios, y lo hace advirtiendo de falsos profetas que ya en
esos tiempos habían aprovechado el revuelo causado por cristianos, exponiendo
doctrinas diversas que no llevan a otro lugar más que fuera de Cristo. Es por
estas mismas razones que el apóstol Pablo exhorta: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (2 Tesalonicenses 5:21). El
libro de los Hechos de los Apóstoles considera como diligente la actitud de los
judíos de Berea al escudriñar las Escrituras: “Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta
Berea. Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. Y
éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la
palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si
estas cosas eran así” (Hechos 17:10-11). La Palabra de Dios jamás
considera como prudente o sensato el callar y obedecer todo irreflexivamente. Siempre
es necesario el examen profundo a la luz de las Escrituras.
La existencia o
posibilidad de una desviación a la verdad justifica el discernimiento
Ahora vamos a otra pregunta crucial: ¿Qué
elemento práctico hay detrás del discernimiento? No hay razón mayor para
discernir que el mandato de hacerlo presente en las Escrituras. Si la Palabra de Dios manda a
hacerlo, el corazón dispuesto a esta no rechazará tal llamado. No obstante,
Dios no nos deja sin las razones por las cuales debemos discernir entre una
doctrina y otra. La razón más expuesta es la existencia de falsas profecías y
enseñanzas. Si no hubiese estas perversiones a la verdad, no habría necesidad
de discernir. Sin embargo, como está escrito, los falsos maestros siempre han aparecido
con mensajes novedosos y profecías interesantes para el corazón despistado e
indiferente a la verdad
Si estos falsos profetas no arremetieran
con tanta frecuencia, no tendríamos tantas advertencias de sus engañosos
propósitos a lo largo de todas las Escrituras. La razón por la que el apóstol
Juan manda a “Probar si los espíritus son
de Dios” es precisamente la proliferación de falsos profetas. El gran
peligro de estos falsos maestros es que engañan con tal astucia que aún los
escogidos de Dios pueden dejarse llevar por sus torcidas doctrinas: “Porque se levantarán Cristos y falsos
profetas, y harán señales y prodigios, para engañar, si fuese posible, aun a
los escogidos” (Mateo 13:22). Esta es la gran razón de su popularidad; si
son capaces de engañar a los escogidos, ¿cuánto más engañaran a corazones no
sujetos a la Palabra
Santa de Dios? La principal arma de estos falsos profetas es
su apariencia. El mismo Señor nos dice: “Guardaos
de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por
dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15). El apóstol Pablo nos menciona: “Porque estos son falsos apóstoles, obreros
fraudulentos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es maravilla,
porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño
si también sus ministros se disfrazan como ministros de justicia; cuyo fin será
conforme a sus obras” (2 Corintios 11:13-15). La apariencia de los falsos
apóstoles es su principal vehículo para captar la obediencia y la fe ciega de
sus congregantes. El profeta Isaías nos dice que aquellos que eran llamados
“generosos” son en verdad ruines, que hablan escarnio contra Jehová “…dejando vacía el alma hambrienta, y
quitando la bebida al sediento” (Isaías 32:5-6).
Estos falsos profetas son tratados en la Escritura como “incitadores
a la rebelión”. Así los califica la ley de Dios: “Tal profeta o soñador de sueños ha de ser muerto, por cuanto aconsejó
rebelión contra Jehová vuestro Dios que te sacó de tierra de Egipto y te rescató
de casa de servidumbre, y trató de apartarte del camino por el cual Jehová tu
Dios te mandó que anduvieses; y así quitarás el mal de en medio de ti” (Deuteronomio
13:5). La Palabra
de Dios nos habla de falsos profetas que hablan sólo por vanidad, cuyas
palabras sólo provienen de sus propios pensamientos, así lo menciona el profeta
Jeremías: “…No escuchéis las palabras de
los profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan
visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23:16). La
fuente de la cual provienen las falsas enseñanzas no es otra que la intrigante
imaginación de los hombres. Las vanas esperanzas a las que se refiere el
profeta Jeremías son explicadas por él mismo en otro pasaje: “…He aquí que los profetas les dicen: No
veréis espada, ni habrá hambre entre vosotros, sino que en este lugar os daré
paz verdadera. Me dijo entonces Jehová: Falsamente profetizan los profetas en
mi nombre; no los envié, ni les mandé, ni les hablé; visión mentirosa,
adivinación, vanidad y engaño de su corazón os profetizan” (Jeremías
14:13-14). Extraen de su vanidoso corazón las pérfidas ideas que otros sin
reflexionar acatan, y no sólo esto, sino que adornan al corazón pecador de
cálidas y cómodas esperanzas, que les hierve el corazón de gustos y placeres: “Dicen atrevidamente a los que me irritan:
Jehová dijo: Paz tendréis; y a cualquiera que anda tras la obstinación de su
corazón, dicen: No vendrá mal sobre vosotros” (Jeremías 23:17). En otras
palabras, no reprenden el corazón de los hombres, sino que lo avalan, le
prestan una cómoda almohada y le cantan bellos recitados con el fin que se
duerman en sus pecados. Esto último es una de las cosas que más sobresalen de
los falsos profetas: su nulo discurso en contra del pecado y su amplio sermón
sobre cosas que los hombres desean escuchar. La fácil manipulación de su
mensaje es evidente, tan sólo veamos lo que enseña el profeta Miqueas: “Así ha dicho Jehová acerca de los profetas
que hacen errar a mi pueblo, y claman: Paz, cuando tienen algo que comer, y al
que no les da de comer, proclaman guerra contra él” (Miqueas 3:5). Estos
falsos profetas se guían de acuerdo a sus propios antojos, y ven en tocar temas
atractivos para los hombres una fuente de lucro y ganancia deshonesta
interminable: “y por avaricia harán
mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo
tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro
2:3).
¿Cuál debe ser la actitud de un cristiano
frente a la falsa profecía? No puede ser distinta a la que enseñaron los
profetas, los apóstoles y el Señor mismo. Jesús nos dice “Guardaos de los falsos profetas” (Mateo 7:15) y “Guardaos de la levadura de los fariseos y
de los saduceos” (Mateo 16:6) la cual es su doctrina (v.12). No debemos
expresar ningún temor ni tenerles por alto: “…con
presunción la habló el tal profeta; no tengas temor de él” (Deuteronomio
18:22). La indiferencia no es la respuesta frente a un falso profeta. Cualquiera
que leyera la carta del apóstol Judas, el hermano de Santiago, diría con
seguridad que la indiferencia no es la respuesta que un hijo de Dios puede
tener frente a la herejía; lo mismo pensaría respecto a Gálatas, 2 Pedro y 2
Juan. Si la omisión y la inercia son respuesta válidas, ¿por qué no fueron
practicadas por los apóstoles? El reformador Juan Calvino expresó: “Un perro ladra cuando su amo es atacado. Yo
sería un cobarde si es atacada la verdad de Dios y permanezco en silencio”. Hay
otro conjunto de congregantes que ha asimilado con mucha fuerza aquel versículo
que nos dice que “cada uno dará su cuenta
ante Dios”. Estos no dejan de tener la razón pero hasta cierto punto
solamente. Aciertan en decir que cada uno dará su cuenta, pero erran en
considerar que su silencio no es considerado pecado cuando la fidelidad a la
doctrina de Cristo amerita la denuncia y el llamado a arrepentirse. ¿Darás
cuenta a Dios por tu silencio? Es tal la idolatría que enseñan estos falsos
profetas que hacen correr pensamientos profanos que les elevan a lugares que
sólo Dios puede tener, incluso hacen creer a muchos que no importa cuántas
falencias tenga el instrumento, aún si anduviese en adulterio o en ganancias
deshonestas, es instrumento de todas formas y debemos creer en sus palabras
pues son Palabra de Dios. Créanme que no hay nada que pudiese ser más blasfemo
que esto, asociar el nombre y la verdad de Dios a hombres aún no convertidos. O
esto es el cumplimiento de “las piedras hablarán” o no sé qué cosa es. Otros
intentan excusarse diciendo que hay que dejarle estos temas al Señor en
oración. Sin embargo, si los apóstoles hubieran seguido este pensamiento
tendríamos solamente cerca del 10% del Nuevo Testamento. Gran mayoría de las
cartas y escritos apostólicos fueron en respuesta a las falsas doctrinas y
enseñanzas, ¿Por qué no le dejaron todo a Dios? Porque Dios enseña en su
Palabra Santa que hay que contender ardientemente por la fe dada una vez a los
santos (Judas 3). Aunque el llamado a orar es correcto, el pensamiento da a
entender que no hay que hacer nada, oponiéndose a lo que la Palabra de Dios nos dice.
Sin perjuicio de todo lo anterior,
mientras exista una desviación de la verdad es justificado el discernimiento,
sea este personificado o no. Es probable que la falsa profecía o falsa
enseñanza no sea atribuible a ninguna persona en específico, por lo que se nos
hace difícil el reconocer sus frutos de santidad u obras de la carne. Sin
embargo, aún si una falsa enseñanza proviniera de un consenso dentro de una
congregación esto no garantiza que tal enseñanza esté libre de cuestionamiento
bíblico y errores del mismo tipo. Aunque nos sea difícil atribuir una
distorsión de la verdad con una persona, esto no significa que debamos
reaccionar con aceptación o indiferencia. Son los frutos de tales enseñanzas,
aunque sean abstractas, las evidencias que Jesús exigió corroborar, junto con
su procedencia, pues se entiende que una enseñanza completamente ajena a la Verdad vendrá de un corazón
ajeno a la misma Verdad (Marcos 7:21-23). Tenemos al autor de Hebreos diciéndonos:
“No os dejéis llevar de doctrinas
diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no
con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas” (Hebreos
13:9). En este pasaje no podemos asociar a nadie el origen de las doctrinas
diversas y extrañas, aunque sabemos que provienen de la imaginación y vanidad
de los hombres. Lo importante aquí es que toda doctrina extraña debe someterse
a la única verdad de la
Palabra Santa de Dios, y ver si sobrevive al cuestionamiento
que nace de ella, independientemente de su origen. Ahora, si tenemos
información de quién la emitió, nuestro examen también debe alcanzar a los
frutos de tal persona, y no sólo de la doctrina obedecida.
¿Cómo podemos
discernir?
La pregunta que debemos hacernos ahora,
una vez aclarado el por qué debemos discernir, es cómo discernir entre un falso
maestro y uno verdadero, o una falsa enseñanza y una verdadera. ¿Qué cosas nos
enseñan las Escrituras respecto a dónde situar nuestra atención? ¿Qué aspectos
debemos tener en cuenta al momento de discernir? En primer lugar, la forma útil
y suficiente para contrariar los abominables propósitos de las tradiciones
humanas y los falsos profetas es la
Palabra de Dios. El conocimiento de las Escrituras es el
punto de inflexión que puede separar la obediencia o desobediencia a estas
tradiciones o falsas doctrinas. Cuando los saduceos vinieron a Jesús haciéndole
una pregunta sobre la resurrección, intentando sorprenderle con la consulta,
fueron avergonzados por el Maestro al decirles: “…Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo
22.29). La causa de todos los errores es la ignorancia de la Palabra de Dios. No
obstante, muchos conociendo las Escrituras perseveran en hacer grandes males,
aún teniendo conocimiento. Estos no pueden ser excusados de ignorantes, sino de
rebeldes. Cabe hacer mención que los saduceos eran un conjunto de religiosos
estudiosos de las Escrituras. Que Jesús les haya enrostrado su ignorancia no es
un dato a menospreciar. La ignorancia es, por tanto, la principal causa para la
ciega aprobación de tradiciones o doctrinas alejadas o contrarias a las
verdades bíblicas. Un conocimiento y meditación superior de las Escrituras nos
previene, rescata y percata de las falsas enseñanzas. La facilidad de caer en
las manos de tales doctrinas viene de corazones que no se han preparado lo
suficiente en la Palabra
de Dios.
La dirección que tienen las falsas
enseñanzas es distinta a las que tienen las verdaderas. Jamás la doctrina de Cristo
se ha contrapuesto a sí misma, por tanto, es imposible que alguien que ha
nacido de Dios engendré o persevere en una doctrina alejada de la Palabra por la cual nació
de nuevo: “Cualquiera que se extravía, y
no se persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en
la doctrina de Cristo, ése si tiene al Padre y al Hijo” (2 Juan 9). Si las
Sagradas Escrituras nos dicen que“…ninguna
mentira procede de la verdad” (1 Juan 2:21) y que “…Él (Dios) no puede negarse
a sí mismo” (2 Timoteo 2:13), resulta
incoherente pensar que una doctrina provenga de Dios si niega, añade o se
contrapone a las mismas Escrituras. Dada la posibilidad que existan doctrinas
humanas que no nazcan de la
Palabra de Dios pero finjan venir de ella es que es tan necesario
el discernimiento. Este escenario ya había sido anunciado por el apóstol Pablo
al encargarle a Timoteo: “Te encarezco
delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos
en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a
tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y
doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que
teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias,
y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo
4:1-4). ¿Existe acaso un momento en la historia en que esto halle mayor
cumplimiento que en estos días? ¡Iglesia discierne! Las fábulas son cuentos
artificiosos, nacidos del sólo pensamiento humano, que desvía el corazón de la Palabra de Dios mediante
confianzas vanas y esperanzas muertas. Las tradiciones humanas, según los
rudimentos del mundo, son en extremo peligrosas. ¿Cómo discernirlas? ¿Cómo
descubrir sus pérfidos deseos?
El salmista enseñó que todo santo orará y
perseverará en un mismo camino: “Mi
pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis
transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Por esto orará
a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado…” (Salmo 32:5-6). El
rey David nos dice que la evidencia de que un santo verdaderamente enseña la
doctrina de Dios es que proclama la confesión, arrepentimiento y perdón de
pecados. ¿Qué puede ser más importante o trascendental para nosotros? Salvo los
dos primeros y últimos capítulos de la Biblia, todas las Escrituras nos hablan de la
ruindad del pecado y de la Ira
y Celo divino que despierta. ¿Puede algo captar más la atención y preocupación
de un hombre de Dios? Un verdadero cristiano siempre exclamará el mensaje del
evangelio de Cristo, el mensaje de arrepentimiento de los pecados. No existe
otro evangelio más que este, incluso, el apóstol Pablo declaró: “Más si aún nosotros, o un ángel del cielo,
os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas
1:8). Una evidencia importante que deja una falsa enseñanza es su
disconformidad con el evangelio de Cristo. El pseudoevangelio de las
tradiciones y enseñanzas humanas nunca compromete al hombre respecto a su
pecado, es un mensaje que no produce rechazo mundano ni persecución. No tiene
un enfoque en la vida eterna, esto es, en el abandono del pecado en esta
tierra, sino más bien, se concentra en cómo vivir de mejor forma en esta vida
transitoria. Las falsas enseñanzas promueven estilos de vida ostentosos, y si
no los promueven, por lo menos aseguran una que otra “bendición material” si es
que se tiene cierto nivel de fe. Animan a sus oyentes a codiciar nuevos
proyectos, a ambicionar nuevos puestos de trabajo o alcanzar éxitos académicos,
y para ello no dudan en tomar el Nombre Santo de Dios y ajustarlo a sus
pérfidas profecías. Dicen que Dios estará con aquellos que anhelan obtener
mejores cosas o piden mayores bendiciones. Los problemas cotidianos de la vida
los tratan como más importantes que el pecado, de hecho, pocas veces tratan el
pecado propio como algo vigente y peligroso. El cómo resolver lo diversos
problemas de esta vida es lo que les interesa, son capaces de establecer largas
discusiones por cosas que ni siquiera están en la Biblia y se alejan cada día
de toda verdad de la Palabra
de Dios. Del nuevo nacimiento y la justificación prácticamente no hay
absolutamente nada en sus sermones. John Piper expresa este problema de la
siguiente forma: “Estarían equivocados,
doblemente equivocados, en primer lugar, por no ver que lo que Jesús quiso
decir con el nuevo nacimiento es sumamente pertinente al racismo, al
calentamiento global, al aborto, a la atención a la salud y todos los demás
problemas de nuestros días…Y estarían equivocados, en segundo lugar, por pensar
que esos problemas son los más importantes de la vida. No lo son. Son problemas
de vida y muerte. Pero no son los más importantes porque tienen que ver con el
alivio del sufrimiento durante esta breve vida terrenal, no el alivio del
sufrimiento durante la eternidad que sigue” (Piper, “Más vivo que nunca”.
Pág 108-109. Editorial Portavoz). Las falsas enseñanzas promueven un estado de
autosalvación, en la que la sola asistencia al templo o la participación
frecuente en actividades de la iglesia cuenta como una obra o fruto suficiente
de salvación; les interesa más que el congregante asista al templo antes que el
combate contra la perseverancia en la maldad y la destrucción de su alma. Estas
falsas enseñanzas anestesian a sus adeptos en mundos separados de este, pero no
ajenos al alcance del infierno. Por tanto, podemos discernir entre una doctrina
verdadera y una falsa por su nivel de conformidad al evangelio, la
concentración en la vida eterna y su mensaje activo en contra del pecado.
El Señor Jesús dijo que por el fruto reconoceremos a los falsos profetas. Son sus obras otro punto que podemos examinar. Existen dos clases de falsos maestros: los hipócritas y los herejes. Los hipócritas son aquellos que dicen ser algo pero no lo practican: “…todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; más no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (Mateo 23:3). Los herejes son descritos por el apóstol Pedro de la siguiente forma: “…habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aún negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:1-3). Tanto hipócritas como herejes se encuentran separados de Dios, los primeros por su inconsecuente vivir y los segundos por su rebeldía contra la Palabra de Dios. Con respecto a los falsos profetas, que profetizan sueños, visiones o adivinaciones, las cuales no provienen de la boca de Dios y hacen errar al pueblo, Dios no retarda su justa retribución: “Yo he oído lo que aquellos profetas dijeron, profetizando mentira en mi nombre, diciendo: Soñé, soñé. ¿Hasta cuándo estará esto en el corazón de los profetas que profetizan mentira, y que profetizan el engaño de su corazón?” (Jeremías 23:25-26). Lo que caracteriza a los falsos maestros y profetas es que su corazón y vida no se ajusta a la Palabra de Dios; son capaces de vestirse resplandecientes por fuera pero por dentro permanecen tan muertos como siempre: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). ¿Cómo identificarlos entonces si por fuera no dan muestras de disconformidad con la Palabra? ¡Por sus frutos!: “…vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis…” (Mateo 7:15-16). Así como el Señor nos dice que de los espinos no se recogen uvas ni higos se extraen de los abrojos, asimismo no podemos extraer la verdad de la mentira. ¿Qué frutos da un falso profeta? El apóstol Judas nos lo relata de la siguiente forma: “…estos blasfeman de cuantas cosas no conocen; y en las que por naturaleza conocen, se corrompen como animales irracionales. ¡Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en la contradicción de Coré” (Judas 10-11). De este pasaje se desprende que los falsos profetas son impetuosos y egoístas, forman rencillas y disputas carnales. Son lucrativos y anhelan las ganancias, las que el apóstol Pedro advirtió que lograrían considerando a sus propios oyentes como mercadería. Y también son rebeldes a la Palabra y osados al contraponerse a ella e inventar hasta la necedad más grande. Por tanto, a los falsos profetas podemos discernirles no sólo a través del origen antibíblico de sus enseñanzas, sino también por su modo de vida. A estos falsos profetas el apóstol los trata de entes sin fundamento alguno, que viven forajidos de todo lugar: “…se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas” (Judas 12-13). Esto confirma que las doctrinas ajenas a la Palabra de Dios provocan en el hombre un corazón desarraigado completamente de la verdad, atraído momentáneamente por doctrinas novedosas, como “niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”.
Ahora, no debemos exceptuar del examen sano y necesario a las enseñanzas o tradiciones que no son manifiestas por hombres con características de falsos profetas. Puede que un hombre santo avale o afirme una enseñanza contraria a la Palabra de Dios. La diferencia con un falso profeta es que, una vez descubierto su error, no es traído a las plantas del Señor para exclamar perdón, no corrige su pensamiento ni enseña a la iglesia de su error para que otros no lo cometan, sino que persevera en la mentira, incluso muchas veces idea cómo mantenerla vigente por mucho tiempo. Con especial cálculo los falsos profetas calculan cuánto tiempo se tardarían en descubrir su error y cómo resolverlo con cierta dignidad, siempre que no dañe su integridad ni popularidad. Siempre harán todo lo posible para no ser hallados injustos o poco sabios, incluso si les es necesario pasar por encima de los preceptos de Dios. Puede ocurrir que una falsa enseñanza no sea avalada ni impulsada por un solo hombre, sino que sea aceptada por toda una congregación. En este caso, no se pierde todo lo que hemos estudiado sobre los falsos profetas, sino que se amplía. Los falsos profetas podemos ser todos, pues si en masa justificamos algo que degenera la Verdad de Dios, ¿Pensaremos que delante del Trono Blanco Dios aceptará nuestras falsas enseñanzas sólo porque éramos una mayoría?
Conclusión: el discernimiento es inevitable para el que
ama a Dios y su Palabra
El discernimiento, como tarea espiritual, no radica en nuestros sentimientos o emociones, ni en nuestro sentido de pertenencia a alguna iglesia en particular. Debemos discernir entre una verdadera y falsa enseñanza, o entre un verdadero y falso maestro o profeta, todo el tiempo y sea donde sea. Si examinamos a otros y no nos examinamos a nosotros mismos, nuestras creencias particulares y las enseñanzas que promocionamos, difícilmente no seremos hallados hipócritas. Un examen completo es uno que parte desde nuestro propio círculo, por tanto, invito a aquel que ha sido conmovido por este artículo a que practique las enseñanzas de la Palabra de Dios y ponga a prueba las enseñanzas que durante tiempo ha obedecido o ha dado por sentado como correctas. Muchas veces, en la misma Escritura, Dios pone a prueba la verdadera fidelidad de su pueblo:
“Cuando se levantare
en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios,
y si se cumpliere la señal o prodigio que
él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y
sirvámosle; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de
sueños; porque Jehová vuestro Dios os
está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro
corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:1-3).
Muchas veces Dios prueba la fidelidad
de los hombres, permitiendo que muchos falsos profetas se amontonen con falsas
enseñanzas y doctrinas torcidas: “…así
ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último
tiempo. Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido
de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron de nosotros para
que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:18-19). ¿Seremos
fieles a Dios o a los hombres? ¿Tendremos en nuestro corazón en más alta estima
la Palabra de
Dios o la conformidad a las doctrinas vacías de hombres privados de temor y
entendimiento? ¿Es la Palabra
de Dios nuestra autoridad? Si es ella, entonces discierne de acuerdo a ella.
Sin importar de dónde sea, ni de qué autoridad esté investido, todo hombre debe
ser examinado a la luz de la
Palabra, tanto en su vida como en su enseñanza.
La credulidad a las falsas enseñanzas demuestra incredulidad ante la
suficiencia de la verdad. Si nos resultan insuficientes o poco satisfactorias las Sagradas
Escrituras, con justa razón nos sentiremos atraídos por doctrinas ajenas a la Palabra de Dios. Es
necesario distinguirlo todo a la luz de la maravillosa e irremplazable Palabra
de Dios. ¿Es la Palabra
de Dios el tesoro de su alma? Entonces distinga, discierna, examine, pruebe,
juzgue, a la luz de la Santa Palabra,
si lo que se le enseña, lo que ha acatado, lo que daba por sentado y lo que
practica es una verdadera ordenanza de Dios a lo largo de toda la Palabra de Dios o es sólo
la invención fantasiosa de los hombres. Sea fiel a las Escrituras. Sea fiel al
Señor. Ningún viento recio puede derribar la casa cimentada en su eterna y
santa verdad (Mateo 7:24-25).
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