jueves, 28 de noviembre de 2013

El discernimiento cristiano


“para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo”
(Efesios 4:14-15)


        El discernimiento puede definirse como el juicio por el cual podemos reconocer, percibir o declarar la diferencia entre una cosa u otra. En términos bíblicos, el discernimiento es la reacción de todo santo ante cualquier enseñanza, doctrina o práctica que se le exponga, distinguiendo la veracidad o falsedad de ellas. Tenemos una definición muy práctica en las Escrituras, cuando Dios manda a los sacerdotes levitas a enseñar cómo discernir: “Y enseñarán a mi pueblo a hacer diferencia entre lo santo y lo profano, y les enseñarán a discernir entre lo limpio y lo no limpio” (Ezequiel 44:23). El discernimiento nace de un conocimiento exhaustivo de la Palabra de Dios. Es, a su vez, una muestra clara de la madurez cristiana y de cómo este discernimiento ha prevenido y protegido a la verdadera iglesia de Cristo, en todas las épocas, de las falsas enseñanzas. El discernimiento obviamente cultiva un espíritu crítico en los cristianos verdaderos. Estos no pueden quedarse indiferentes ante el alzamiento de alguna doctrina extraña, alejada de la verdad bíblica y peligrosa en toda su exposición. La actitud de un cristiano verdaderamente nacido de nuevo, que ama la Palabra de Dios y que vive descubriendo sus preciosas enseñanzas, no es en ninguna forma la aceptación, la credulidad ingenua o el conformismo. Su posición siempre privilegia la autoridad, poder y valor de las Escrituras. Jamás estará de acuerdo en acatar o proclamar una doctrina contraria a la Palabra por la cual ha sido regenerado: “siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). ¿Puede un cristiano ir en contra de la misma Palabra de Dios? ¿Se quedará tranquilo al presenciar cómo se pervierte la sana doctrina y se asimila con miles de tradiciones no bíblicas? ¿Cómo es eso de presentar un espíritu crítico? ¿Realmente debemos confirmar todas las enseñanzas con un Amén? ¿Estoy pecando al dudar de la procedencia divina de las enseñanzas, doctrinas y prácticas de mi propia congregación? ¿Peco contra Dios al cuestionar si mi pastor o ministro vive y enseña la Palabra de Dios? Acompáñeme en un breve viaje por la Santa Palabra de Dios. 


El conocimiento de las Escrituras, la permanencia en la verdad y la madurez cristiana

         Casi toda la obra misionera del apóstol Pablo estuvo dedicada al combate de las falsas enseñanzas. La perversión en la que habían caído en Corinto y el legalismo letal de los judaizantes en Galacia son ejemplos de lo que digo. Este mismo apóstol habla a la iglesia que está en Efeso y les dice que la evidencia de la verdadera madurez espiritual es perseverar en la verdad. Al mismo tiempo advierte que la prueba de inmadurez o poco crecimiento espiritual es dejarse llevar por cualquier tipo de doctrina que se enseñe. Compara estas enseñanzas humanas como el viento recio, que sacude, eleva, paraliza o desarraiga cualquier posición. Como hojas de otoño en un parque, el viento fuerte puede quitarnos de nuestra posición y llevarnos a otro lugar. Aquellos que son atraídos por este tipo de doctrinas realizadas “por estratagema de hombres” son tratados como niños fluctuantes, capaces de ser fácilmente engañados por un extraño. Estos creadores de doctrinas diversas son capaces de utilizar con gran astucia las artimañas del error, las malas interpretaciones son sus excelentes herramientas y su carácter carismático el vehículo para contraer popularidad y seguimiento. El motivo de las palabras del apóstol no es más que la exposición de un mensaje protector. Anhela protegerlos de tales hombres y de la ingenua credulidad de tales falsas doctrinas. Ya en tiempos apostólicos muchos pervertían las enseñanzas, fingían ser iluminados por el Espíritu Santo y recibir nuevas revelaciones. Si esto no fuese una realidad en todo tiempo, aún en el apostólico, Jesús no hubiera insistido en reconocer a los falsos profetas por sus frutos (Mateo 7:15-20).

         La transmisión y amparo en la verdad es lo que preocupa al apóstol. Es en la verdad donde desea que jamás sean removidos. Al seguir la verdad crecemos en la cabeza de la iglesia: Cristo. Es en la doctrina que promueve las enseñanzas del Maestro y la perseverancia en cada una de sus palabras, donde el apóstol ruega que se hallen plantados. Para que se presenten inamovibles de este lugar el mismo Señor, dice el apóstol “…constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros” (Efesios 4:11). La razón por la que existe todo pastor, ministro, maestro o profeta no es otra que la santificación propia y colectiva de la iglesia. Un pastor no tiene como objetivo administrar el dinero de una iglesia, u organizar eventos masivos de colectas públicas. El deber de un pastor no debe ser otro que promover la doctrina de Cristo. Un pastor que se desvíe de la doctrina de las Escrituras, enseñando experiencias a su antojo, no puede ser llamado pastor. La Escritura los trata de engañadores. La razón por la que el Señor les constituyó no es otra que la de “…perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (v.12-13). No hay nada que puede quitarle el sueño a un verdadero ministro o maestro que la conformación de la iglesia a la imagen de Cristo, a través del conocimiento de la Palabra y la unidad de la fe.

         El apóstol compara a aquellos fluctuantes creyentes con niños empujados hacia todo tipo de enseñanza. Sabemos que los niños al tener una pregunta determinada acatan y creen ingenuamente lo que cualquier figura de autoridad les dice. La reprensión apostólica es contraria a esta actitud: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar” (1 Corintios 14:20). La madurez con seguridad es un proceso que abarca el tiempo que Dios decida. En algunos el proceso es más rápido que en otros pero el resultado es el mismo: una vida que persevera en la verdad. Cuando no existe perseverancia en la verdad, es decir, un nulo o bajo conocimiento, interés y meditación en la Palabra de Dios, podemos concluir que la obra de salvación no ha comenzado. Una de las evidencias más puras del acto de conversión es la sed que siente el regenerado por conocer más sobre su Redentor. Es absolutamente incoherente que miles de personas digan amar a Dios y no tengan absoluto interés en conocerle a través de la Escritura. Su conocimiento de Dios no es más que doctrinas de hombres que se les ha sido enseñadas y su corazón está totalmente apartado de Dios: “…cercano estás tú en sus bocas, pero lejos de sus corazones” (Jeremías 12:2; Marcos 7:6-7). La diferencia con aquellos que maduran o han comenzado a madurar es que tienen conciencia y convicción de los fundamentos de la fe y no se apartan de ellos. Aquel que es como un niño movido a todo viento de doctrina, se desarraiga fácilmente y no permanece en la Palabra por mucho tiempo. Es similar a aquellos que, recibiendo la semilla (la Palabra de Dios), “…no tienen raíces; creen por algún tiempo, y en el tiempo de la prueba se apartan” (Lucas 8:13).

        Sorpresa es este hecho para el escritor de Hebreos. En el capítulo 5 vemos que le es difícil explicar cómo muchos teniendo tanto tiempo dentro de la congregación desconocen o se apartan de los rudimentos de la fe aún conociendo: “Acerca de esto tenemos mucho que decir, y difícil de explicar, por cuanto os habéis hecho tardos para oír” (Hebreos 5:11). Es de esperar que una persona que ha estado muchos años o un tiempo significativo aprendiendo de la Palabra no se vea atraída a pensar, obedecer o acatar enseñanzas adicionales o contrarias a las Escrituras. Sin embargo, esta idea es refutada en la práctica y es comentada por los mismos apóstoles: “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Os di a beber leche, y no vianda; porque aún no erais capaces, ni sois capaces todavía, porque aún sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, contiendas y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1 Corintios 3:1-3). La inmadurez no es asociada al poco tiempo que se ha congregado un hermano, sino al grado de certeza y exclusividad en su percepción sobre la verdad que le dé a la Palabra de Dios. Una evidencia bíblica sobre que el tiempo o la participación no son los factores determinantes, a la hora de calificar la madurez del cristiano, es el versículo que continúa al pasaje de Hebreos: “Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido” (Hebreos 5:12). El autor de Hebreos se sorprende ante la inmadurez de muchos, que teniendo tiempo escuchando la Palabra de Dios desconocen los fundamentos y se desvían de ellos. Por lo visto, la madurez espiritual no se asocia directamente con el tiempo que se tiene de oyente o participante dentro de la congregación, sino con la firmeza y consolidación en las preciosas verdades de las Escrituras. De hecho continúa diciendo: “Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño; pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (v.13). La leche es el alimento básico de los infantes, es para aquellos que recién fortalecen sus huesos debido al crecimiento. El alimento sólido no es para un infante, sino para alguien con el desarrollo metabólico suficiente como para procesar alimentos más consistentes. Esto no se trata de tiempo oyendo o participando en la congregación, sino en la experticia que debiese existir a la hora de discernir entre una doctrina bíblica y una enseñanza falsa. Este nivel de discernimiento es asociado con la madurez, una experiencia en la sabiduría de la Palabra de Dios, y no la acumulación de horas dentro de un templo o entre personas religiosas. Se trata de sentidos espirituales que han evolucionado debido al conocimiento de Cristo a través de la Palabra. Los cristianos maduros saben discernir entre el bien y el mal, su conocimiento y obediencia a las palabras de Cristo les han hecho experimentar fidelidad a la doctrina verdadera. En cambio aquel que participa de leche no tiene tal grado de discernimiento. Como bien dice la Palabra, son inexpertos en reconocer entre una y otra doctrina. Incapaces son de discernir entre la conformidad o disconformidad de una enseñanza con la Palabra de Dios. La razón de esto con seguridad es que ignoran gran parte de la Palabra, no conocen los fundamentos de la fe o, conociéndolos, no les brindan tanto interés como los vientos de doctrinas novedosas.

 
La inmadurez provoca credulidad ante cualquier doctrina

      Como hemos visto hasta el momento la madurez de un cristiano no se asocia con el tiempo o grado de participación que tenga un congregante en una comunidad o conjunto de cristianos. Calificamos de inmaduro a aquel que, teniendo la edad suficiente, no demuestra tener el razonamiento, compostura y experiencia digna del tiempo destinado a su crecimiento. No llamamos inmaduro al niño pequeño, más sí al que teniendo edad considerable persiste en malos hábitos. Es de esperar que una persona con un tiempo considerable congregándose tenga un conocimiento de las Escrituras igual de significativo. Sin embargo, por lo que hemos revisado en la Escritura, los mismos apóstoles se sorprendían de la poca madurez y desarrollo de los cristianos de su época, a pesar de tener todos los medios de gracia para reconocer las falsas enseñanzas. La evidencia de la madurez, por tanto, es la persistencia y firmeza en la doctrina de las Escrituras, ninguna otra cosa puede alzarse como madurez: “…Si lo que habéis oído desde el principio permanece en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre” (1 Juan 2:24). Hay algunos que creen que la madurez se asocia con cierto dominio en las costumbres y vocabulario de los congregantes. Otros con un largo historial de construcción de templos, considerables asistencias a los cultos o popularidad dentro de su congregación. Ninguno de estos factores importa verdaderamente a la luz de la Escritura. Podemos ser reconocidos en nuestra iglesia como hombres maduros y de una altura considerable como para referirle preguntas y experiencias. No obstante, la Palabra de Dios considera únicamente como una real y sólida evidencia la permanencia en la doctrina de las Escrituras. Muchas veces podemos asociar la madurez con aspectos que la Biblia no les toma peso, lo cual es absolutamente contradictorio con la identificación de una verdadera madurez. 

       El extremo opuesto de la incredulidad es la credulidad, que puede definirse como la facilidad para creer algo. Más de alguna vez escuchamos frases como “eres muy crédulo, te crees todo”, “¿Cómo le crees a ese charlatán? Pecas de crédulo”, “Por ser crédulo me paso esto”. Muchos consideran la credulidad como una virtud, la mayoría como una desfavorable actitud. Las personas crédulas sufren mucho de decepciones y estafas, caen rendidamente ante aquellos que cumplen estándares muy bajos de credibilidad y obedecen o creen rápidamente a sus enseñanzas, ofertas u opiniones. Basta estructurar un simple argumento para convencerles, no gozan de un espíritu crítico.
    
      Al estudiar este término no debemos por ningún motivo asimilar la credulidad con la fe bíblica. Existe una distancia enorme, como de un extremo a otro del universo, entre la ingenua credibilidad y la fe que gozan todos los hijos de Dios. En primer lugar, la fe en Cristo no está basada en sentimientos o ideas propias del ser humano, es una creencia basada en hechos que tomaron lugar una vez en la tierra. Las pruebas históricas acreditan su existencia y obra. En segundo lugar, la fe que predicó Jesús, los profetas y los apóstoles no es una creencia irracional, basada en la anulación de la razón. Recordemos que el lema de la ley es amar a Dios con toda la mente, el alma y el corazón (Mateo 22:37). Dios no anula nuestros razonamientos, sino más bien los impulsa a comprender lo que sin Él nos resultaría imposible de entender: las verdades de la Palabra Santa de Dios. Y en tercer lugar, tanto Jesús como los apóstoles y profetas predicaron no sólo la fe en Dios y su obra, sino también discernimiento entre lo bueno y lo malo, entre una verdadera y falsa doctrina. Esta verdad Dios eligió plasmarla en la palabra escrita, de tal forma que podamos acceder a ella como una luz que alumbra en lugar oscuro.

        Las palabras “reconoced”, “no os engañéis”, “juzgad”, “probad”, “examinad”, no se repiten tantas veces en la Biblia por casualidad. La Palabra de Dios llama a que todo el que crea en ella debe defender la doctrina contenida en sus palabras, discerniendo entre la verdad y la mentira. Aquel que está arraigado en las Escrituras no se deja dominar por ninguna otra creencia y difícilmente será convencido de obedecer doctrinas adicionales o contrarias a la Palabra de Dios.

       La inmadurez, por tanto, es todo lo contrario a lo que muchas iglesias creen. En nuestras iglesias pentecostales, muchas veces, se enseña como madurez todo lo contrario a la madurez bíblica. Si somos capaces de enseñar que aquel que predica en un púlpito tiene la verdad absoluta y nadie puede cuestionarle, ¿No es esto inmadurez? ¿No es la ausencia de toda reflexión una de las características que tiene la inmadurez descrita en la Palabra de Dios? El creer en todo lo enseñado, expuesto y practicado, sea cual sea la autoridad de la cual venga y el historial que posea, no es evidencia alguna de crecimiento, fe o madurez en el Señor, más bien es todo lo contrario, una prueba innegable de la poca madurez que muchos pueden tener: “El camino del necio es derecho en su opinión…” (Proverbios 12:15).


La confianza y autoridad que merece sólo la Palabra de Dios

       ¡Cuán bello es aquel suspiro del Señor Jesús en su oración por sus discípulos! Él dice: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Aquella expresión breve y poderosa “Tu Palabra es Verdad” es una de las cosas que más me llama la atención. Jesús pide que el Padre santifique a sus hijos en la verdad, que persistan en ella; no nos deja con la interrogante de cuál es la verdad a la cual se refiere. Él explícitamente dice “Tu Palabra es verdad”. La Palabra de Dios son las Escrituras, su revelación más completa y suficiente. Fueron estas Escrituras las que el Señor Jesús vino a cumplir: “…Estas son las palabras que os hablé. Estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese  todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen las Escrituras” (Lucas 24:44-45). Jesús se presentó públicamente como el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento (Lucas 4:21), de quién había escrito Moisés (Juan 5:46), cuyo testimonio se hallaba en las Escrituras (v.39) y declarado en todas ellas (Lucas 24:27). Jesús jamás se presentó como una personalidad ajena a lo que la ley, los profetas y los salmos decían. Resulta incoherente, por tanto, presentar a Cristo ignorando gran parte de la Palabra de Dios, si fue Él mismo quien consideró las Escrituras como su propio testimonio dado de antemano.

      Con el tiempo, las Escrituras fueron completas con los escritos apostólicos. Fue la voluntad de Dios reunir estos testimonios y dejarlos para las generaciones venideras, a fin que jamás nos desviemos de sus verdades y podamos guiarnos a través de su revelación sobre Dios y la iglesia. De esta manera, podemos concluir que “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Es por tanto, la Escritura la única fuente de conocimiento de Dios que tenemos. Esta es digna de toda nuestra atención, pues provino de la misma boca de Dios. Por esta razón, el Señor dice “Tu palabra es verdad”. Nada puede alzarse más alto que la misma Palabra de Dios en autoridad, guía y verdad.

      Sin embargo, a pesar que muchas iglesias declaran abiertamente que la Biblia es la máxima autoridad en cuanto a la revelación, cometen el pecado de alzar las palabras de sus líderes, predicadores, ministros o cualquier otro tipo de autoridad en la iglesia como una revelación directa de Dios. No son capaces de distinguir (o simplemente no desean hacerlo) entre la infalible e irremplazable Palabra de Dios y la interpretación falible y débil de los hombres. Al otorgar credibilidad a los hombres, estos pueden ser capaces de engañar con astucia, aprovechando la fe ciega que sus congregantes tienen de sí mismos y de sus palabras. No hay nada mejor para un falso profeta que la credibilidad ingenua de sus oidores. Lo que ellos manden, sus congregantes dicen o hacen. Este es uno de los vicios mayoritarios dentro de nuestras iglesias pentecostales y carismáticas, y no sólo dentro de estas denominaciones; es más bien, un cáncer general dentro del cristianismo. Al recaer toda la credibilidad sobre hombres falibles, puede esto alejarnos de la revisión y examen a la luz de la Palabra y reducir al mínimo la fe que debemos tener en el mensaje de las Escrituras. En el peor de los casos, podemos ser llevados fácilmente a todo tipo de doctrina, “como niños fluctuantes”, desarraigados de todo fundamento y llevados como un hoja endeble por el viento. Basta que estos falsos profetas apoyen alguna de sus herejías con unos cuantos versículos bíblicos y ya son merecedores de nuestra atención y obediencia. Son capaces de crear sistemas que tapen las bocas de los que con la Palabra les denuncian. Astutos, hacen que sus oyentes se tapen los oídos voluntariamente ante la voz de los que les llaman a discernir. Logran apagar todo pensamiento y crítica que no les sea de conveniencia. Con justa razón la Palabra les dice “astutos”.

      Sin embargo, el engaño de estos carismáticos profetas algún día será juzgado. Rendirán cuenta ante el trono blanco de Cristo por cada uno de los engaños que cometieron: “… ¡Ay de los profetas insensatos, que andan en pos de su propio espíritu, y nada han visto!” (Ezequiel 13:3) Y no solamente estos vendrán a juicio, también sus oidores participarán (2 Pedro 2:2), y serán juzgados por su pereza y torpeza, al cerrar sus ojos y oídos a la Palabra que les advertía de los errores. También vendrán a juicio aquellos que sabiéndolo todo no hicieron nada. Pensaron que con su silencio estarían inmunes de cualquier reprensión, pero si en las leyes de los hombres el no hacer nada presenciando un crimen o estafa es considerado una complicidad, ¿cuánto más tendremos que dar cuenta si permanecemos silenciosos al ver la canallada y la desvergüenza de aquellos que toman la Santa Palabra de Dios y la deforman a su antojo? “El cómplice del ladrón aborrece su propia alma; Pues oye la imprecación y NO HACE NADA” (Proverbios 29:24). Por sus obras serán juzgados.

      Los seguidores de estos hombres que tuercen las Escrituras y las acomodan a su apetencia suelen diseñar enmarañados argumentos contra todo aquel que se oponga a sus líderes, enseñanzas y tradiciones. Si el predicador está enseñando una doctrina ajena a la Palabra y comentamos su error, somos calificados de “enfermos en el espíritu” o “letrados”. Si el pastor se encuentra en adulterio y denunciamos que por su condición no puede liderar una congregación se nos dice: “Bueno, él tiene que dar su cuenta, y nosotros la nuestra. Siga mirando al Señor no más”. Cuando un hermano se encuentra predicando un evangelio distinto al que predicó Cristo y los apóstoles, y le reprendimos, nos trata de fariseos y endemoniados. Estas son pruebas irrefutables de cómo el diablo ha corrompido sus mentes, ya que todas estas denuncias las manda la Palabra de Dios, y ellos, con la misma Palabra intentan apagarlas. No me extraña aquella posición, ya que el mismo diablo tentó a nuestro Señor citando las Sagradas Escrituras (Mateo 4:1-11). Lo curioso es que estos son tan perezosos que cuando se les pide más pruebas de su posición delegan esa tarea a su pastor o a otro hermano que ha leído unos cuantos versículos más, pero si estos últimos no logran detener los preciosos argumentos bíblicos con que el hombre de Dios les confronta, entonces no tienen otra opción que declararle “enfermo”, “letrado”, “endemoniado”, etc. Sin embargo, tampoco me extraña esta posición, porque si al mismo Señor Jesús le dijeron que tenía demonio por hablar la verdad, ¿cuánto más aún a nosotros? ¿No debemos imitar al Señor aún en su sufrimiento y tribulación?

      Si somos perseguidos por exponer la verdad, la cual es la Palabra de Dios, es únicamente por no obedecer a las tradiciones y creencias de los hombres que con frecuencia se desvían de las doctrinas preciosas de la Palabra. Si nuestra fidelidad es con Dios antes que los hombres, nuestra atención y obediencia sólo estará brindada a aquello que pueda probarse y juzgarse como correcto a la luz de las Escrituras. Esto es corroborado por los apóstoles al ofrecer sus vidas frente a concilios y altos magistrados, antes que obedecer a mandatos contrarios a la Palabra: “Respondiendo Pedro y los apóstoles, dijeron: Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). Si un hombre enseña a la iglesia sobre Dios, Cristo y la vida cristiana, y no se desvía de la Palabra de Dios o se aproxima en gran medida a su mensaje, y a la vez medita y vive tal mensaje en Santidad y Justicia, desde que ha sido regenerado por el Espíritu Santo, este hombre merece credibilidad, pues depende de Dios, habla conforme a su Palabra y le glorifica en su vida. Sin embargo, aquel hombre que enseña cosas contrarias a las que hablaron los profetas, los apóstoles y el Señor Jesús, o las justifica únicamente con experiencias propias o ajenas, y no tiene una vida de meditación, oración y santidad, tal hombre no merece credibilidad, es más, no es provechoso escucharle, a menos que se convierta de su pecado.

        La credibilidad de los hombres que Dios utiliza para comunicar su Palabra no es concedida por el pensamiento general ni por la opinión de sus seguidores, sino por la conformidad de su vida y sus palabras a la Santa Palabra de Dios. En resumen, la fe en la Palabra de Dios provoca fidelidad y convicción de su autoridad y guía. Si vemos en la Palabra de Dios nuestra única y fiel autoridad y fuente para conocer a Dios y su voluntad, no tendremos por qué creer o recurrir a otras doctrinas, sino más bien estaremos fundamentados en la roca firme que es Jesucristo. La fidelidad a la doctrina de la Biblia es uno de los frutos más preciosos del cristiano. Este no fluctúa entre una creencia u otra, sino que está plantado como árbol firme en la casa de Jehová.


¿Qué enseñan las Escrituras acerca de discernir entre una doctrina y otra?

      El discernimiento es un tema absolutamente tratado en las Escrituras. Dios, en su misericordia, nos dejó una luz que nos permite diferenciar entre una enseñanza o estilo de vida rebelde a su voluntad y uno acorde a ella. Esta luz no puede ser más que la Palabra Santa de Dios, las Escrituras, la única fuente y medio válido para poder reconocer la verdad o falsedad de cualquier enseñanza o práctica que se nos exponga. El apóstol Pedro dijo: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones” (2 Pedro 1:19). El apóstol concibe a la Escritura como una antorcha que alumbra en lugar oscuro, una luz digna de atención que nos guía en los senderos de tinieblas. Cuando somos guiados por la Palabra de Dios no podemos salir defraudados. Esta nos lleva por el camino que Dios desea, nos enseña de su naturaleza y voluntad, y nos apercibe de las cosas que le desagradan y aumentan su Ira. Esta antorcha encendida es la manifestación de la voluntad de Dios, el cual desea que todo hombre conozca. El símbolo de la antorcha no es casual. Una antorcha encendida representa la única fuente de luz en senderos oscuros, por lo menos así era en los tiempos apostólicos. Los senderos oscuros son todos los caminos del hombre, el cual los considera rectos, pero su fin es camino de muerte (Proverbios 16:25). Muchos de esos tenebrosos senderos tienen en sus pórticos a hombres hablando acerca de la “verdad”, diciendo que su camino es el sendero correcto, y persuaden a miles de caminantes que obedecen a sus engaños. Las promesas de verdad son el producto deleitoso que ofrecen los falsos profetas. Distinguir sus verdaderos rostros y ver la desoladora consecuencia de sus propósitos, sólo es posible si acercamos la antorcha y alumbramos su sendero. Encontraremos no más que hombres durmiendo en sus propios pecados, creyendo que el sendero que siguen es real y los lleva a la salvación. Así ocurre con todo aquello que se alza como la verdad, pero no es la verdad. Promete seguridad y belleza, pero su fin es el tormento eterno. Tiene el talento de persuadir a aquel que no está firme y llevarlo a sus terribles propósitos. Sólo un alma asentada en la Palabra de Dios permanece inamovible de la verdad y camina segura en el sendero de la Justicia del Señor: “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino” (Salmo 119:105).        

     Con la antorcha de la Palabra de Dios podemos distinguir entre una verdadera y falsa doctrina. El corazón del hombre puede engañarle (Jeremías 17:9), sus sentimientos y pensamientos propios pueden hacerle creer que está en un sendero correcto, pero nada puede asegurarle más la verdad o la mentira de sus propios pasos que la verdad misma. La expresión “Tu palabra es verdad” del Señor Jesús es la respuesta a esta interrogante. Quien alza la Palabra de Dios como la única verdad y medita en ella, ante cualquier doctrina o enseñanza humana que añada algo o se contraponga a la Escritura, no tendrá ningún problema en denunciar la bajeza y poca verdad que se haya en ella y darle la espalda completamente, pues es la antorcha de la Palabra lo que capta su atención y le da completa seguridad de cuál es la verdad: “El justo aborrece la palabra de mentira…” (Proverbios 13:5).  

     Son las mismas Escrituras las que nos dicen que debemos examinar todo tipo de declaración o enseñanza. Acatar lo enseñado de manera irreflexiva es un pésimo error, ya que manifiesta un completo rechazo a la tarea de probar si lo enseñado es una verdad a la luz de la misma Verdad. El apóstol Juan expresó: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). Este llamado a probar las enseñanzas es un mandato para el que ha nacido de nuevo. Un cristiano verdadero no puede ignorar este llamado y dejar de practicarlo. Es deber y deseo del hijo de Dios probar toda enseñanza, provenga de quién provenga, a la luz de las Escrituras. Sin perjuicio de lo anterior, el apóstol no nos llama a probar a favor de la incredulidad, sino todo lo contrario, a favor de la fe en la verdadera Palabra de Dios, y lo hace advirtiendo de falsos profetas que ya en esos tiempos habían aprovechado el revuelo causado por cristianos, exponiendo doctrinas diversas que no llevan a otro lugar más que fuera de Cristo. Es por estas mismas razones que el apóstol Pablo exhorta: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (2 Tesalonicenses 5:21). El libro de los Hechos de los Apóstoles considera como diligente la actitud de los judíos de Berea al escudriñar las Escrituras: “Inmediatamente, los hermanos enviaron de noche a Pablo y a Silas hasta Berea. Y ellos, habiendo llegado, entraron en la sinagoga de los judíos. Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:10-11). La Palabra de Dios jamás considera como prudente o sensato el callar y obedecer todo irreflexivamente. Siempre es necesario el examen profundo a la luz de las Escrituras.


La existencia o posibilidad de una desviación a la verdad justifica el discernimiento
      
     Ahora vamos a otra pregunta crucial: ¿Qué elemento práctico hay detrás del discernimiento? No hay razón mayor para discernir que el mandato de hacerlo presente en las Escrituras. Si la Palabra de Dios manda a hacerlo, el corazón dispuesto a esta no rechazará tal llamado. No obstante, Dios no nos deja sin las razones por las cuales debemos discernir entre una doctrina y otra. La razón más expuesta es la existencia de falsas profecías y enseñanzas. Si no hubiese estas perversiones a la verdad, no habría necesidad de discernir. Sin embargo, como está escrito, los falsos maestros siempre han aparecido con mensajes novedosos y profecías interesantes para el corazón despistado e indiferente a la verdad

      Si estos falsos profetas no arremetieran con tanta frecuencia, no tendríamos tantas advertencias de sus engañosos propósitos a lo largo de todas las Escrituras. La razón por la que el apóstol Juan manda a “Probar si los espíritus son de Dios” es precisamente la proliferación de falsos profetas. El gran peligro de estos falsos maestros es que engañan con tal astucia que aún los escogidos de Dios pueden dejarse llevar por sus torcidas doctrinas: “Porque se levantarán Cristos y falsos profetas, y harán señales y prodigios, para engañar, si fuese posible, aun a los escogidos” (Mateo 13:22). Esta es la gran razón de su popularidad; si son capaces de engañar a los escogidos, ¿cuánto más engañaran a corazones no sujetos a la Palabra Santa de Dios? La principal arma de estos falsos profetas es su apariencia. El mismo Señor nos dice: “Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mateo 7:15). El apóstol Pablo nos menciona: “Porque estos son falsos apóstoles, obreros fraudulentos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se disfraza como ángel de luz. Así que, no es extraño si también sus ministros se disfrazan como ministros de justicia; cuyo fin será conforme a sus obras” (2 Corintios 11:13-15). La apariencia de los falsos apóstoles es su principal vehículo para captar la obediencia y la fe ciega de sus congregantes. El profeta Isaías nos dice que aquellos que eran llamados “generosos” son en verdad ruines, que hablan escarnio contra Jehová “…dejando vacía el alma hambrienta, y quitando la bebida al sediento” (Isaías 32:5-6).

         Estos falsos profetas son tratados en la Escritura como “incitadores a la rebelión”. Así los califica la ley de Dios: “Tal profeta o soñador de sueños ha de ser muerto, por cuanto aconsejó rebelión contra Jehová vuestro Dios que te sacó de tierra de Egipto y te rescató de casa de servidumbre, y trató de apartarte del camino por el cual Jehová tu Dios te mandó que anduvieses; y así quitarás el mal de en medio de ti” (Deuteronomio 13:5). La Palabra de Dios nos habla de falsos profetas que hablan sólo por vanidad, cuyas palabras sólo provienen de sus propios pensamientos, así lo menciona el profeta Jeremías: “…No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan; os alimentan con vanas esperanzas; hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jeremías 23:16). La fuente de la cual provienen las falsas enseñanzas no es otra que la intrigante imaginación de los hombres. Las vanas esperanzas a las que se refiere el profeta Jeremías son explicadas por él mismo en otro pasaje: “…He aquí que los profetas les dicen: No veréis espada, ni habrá hambre entre vosotros, sino que en este lugar os daré paz verdadera. Me dijo entonces Jehová: Falsamente profetizan los profetas en mi nombre; no los envié, ni les mandé, ni les hablé; visión mentirosa, adivinación, vanidad y engaño de su corazón os profetizan” (Jeremías 14:13-14). Extraen de su vanidoso corazón las pérfidas ideas que otros sin reflexionar acatan, y no sólo esto, sino que adornan al corazón pecador de cálidas y cómodas esperanzas, que les hierve el corazón de gustos y placeres: “Dicen atrevidamente a los que me irritan: Jehová dijo: Paz tendréis; y a cualquiera que anda tras la obstinación de su corazón, dicen: No vendrá mal sobre vosotros” (Jeremías 23:17). En otras palabras, no reprenden el corazón de los hombres, sino que lo avalan, le prestan una cómoda almohada y le cantan bellos recitados con el fin que se duerman en sus pecados. Esto último es una de las cosas que más sobresalen de los falsos profetas: su nulo discurso en contra del pecado y su amplio sermón sobre cosas que los hombres desean escuchar. La fácil manipulación de su mensaje es evidente, tan sólo veamos lo que enseña el profeta Miqueas: “Así ha dicho Jehová acerca de los profetas que hacen errar a mi pueblo, y claman: Paz, cuando tienen algo que comer, y al que no les da de comer, proclaman guerra contra él” (Miqueas 3:5). Estos falsos profetas se guían de acuerdo a sus propios antojos, y ven en tocar temas atractivos para los hombres una fuente de lucro y ganancia deshonesta interminable: “y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:3).

      ¿Cuál debe ser la actitud de un cristiano frente a la falsa profecía? No puede ser distinta a la que enseñaron los profetas, los apóstoles y el Señor mismo. Jesús nos dice “Guardaos de los falsos profetas” (Mateo 7:15) y “Guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos” (Mateo 16:6) la cual es su doctrina (v.12). No debemos expresar ningún temor ni tenerles por alto: “…con presunción la habló el tal profeta; no tengas temor de él” (Deuteronomio 18:22). La indiferencia no es la respuesta frente a un falso profeta. Cualquiera que leyera la carta del apóstol Judas, el hermano de Santiago, diría con seguridad que la indiferencia no es la respuesta que un hijo de Dios puede tener frente a la herejía; lo mismo pensaría respecto a Gálatas, 2 Pedro y 2 Juan. Si la omisión y la inercia son respuesta válidas, ¿por qué no fueron practicadas por los apóstoles? El reformador Juan Calvino expresó: “Un perro ladra cuando su amo es atacado. Yo sería un cobarde si es atacada la verdad de Dios y permanezco en silencio”. Hay otro conjunto de congregantes que ha asimilado con mucha fuerza aquel versículo que nos dice que “cada uno dará su cuenta ante Dios”. Estos no dejan de tener la razón pero hasta cierto punto solamente. Aciertan en decir que cada uno dará su cuenta, pero erran en considerar que su silencio no es considerado pecado cuando la fidelidad a la doctrina de Cristo amerita la denuncia y el llamado a arrepentirse. ¿Darás cuenta a Dios por tu silencio? Es tal la idolatría que enseñan estos falsos profetas que hacen correr pensamientos profanos que les elevan a lugares que sólo Dios puede tener, incluso hacen creer a muchos que no importa cuántas falencias tenga el instrumento, aún si anduviese en adulterio o en ganancias deshonestas, es instrumento de todas formas y debemos creer en sus palabras pues son Palabra de Dios. Créanme que no hay nada que pudiese ser más blasfemo que esto, asociar el nombre y la verdad de Dios a hombres aún no convertidos. O esto es el cumplimiento de “las piedras hablarán” o no sé qué cosa es. Otros intentan excusarse diciendo que hay que dejarle estos temas al Señor en oración. Sin embargo, si los apóstoles hubieran seguido este pensamiento tendríamos solamente cerca del 10% del Nuevo Testamento. Gran mayoría de las cartas y escritos apostólicos fueron en respuesta a las falsas doctrinas y enseñanzas, ¿Por qué no le dejaron todo a Dios? Porque Dios enseña en su Palabra Santa que hay que contender ardientemente por la fe dada una vez a los santos (Judas 3). Aunque el llamado a orar es correcto, el pensamiento da a entender que no hay que hacer nada, oponiéndose a lo que la Palabra de Dios nos dice.

         Sin perjuicio de todo lo anterior, mientras exista una desviación de la verdad es justificado el discernimiento, sea este personificado o no. Es probable que la falsa profecía o falsa enseñanza no sea atribuible a ninguna persona en específico, por lo que se nos hace difícil el reconocer sus frutos de santidad u obras de la carne. Sin embargo, aún si una falsa enseñanza proviniera de un consenso dentro de una congregación esto no garantiza que tal enseñanza esté libre de cuestionamiento bíblico y errores del mismo tipo. Aunque nos sea difícil atribuir una distorsión de la verdad con una persona, esto no significa que debamos reaccionar con aceptación o indiferencia. Son los frutos de tales enseñanzas, aunque sean abstractas, las evidencias que Jesús exigió corroborar, junto con su procedencia, pues se entiende que una enseñanza completamente ajena a la Verdad vendrá de un corazón ajeno a la misma Verdad (Marcos 7:21-23). Tenemos al autor de Hebreos diciéndonos: “No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas” (Hebreos 13:9). En este pasaje no podemos asociar a nadie el origen de las doctrinas diversas y extrañas, aunque sabemos que provienen de la imaginación y vanidad de los hombres. Lo importante aquí es que toda doctrina extraña debe someterse a la única verdad de la Palabra Santa de Dios, y ver si sobrevive al cuestionamiento que nace de ella, independientemente de su origen. Ahora, si tenemos información de quién la emitió, nuestro examen también debe alcanzar a los frutos de tal persona, y no sólo de la doctrina obedecida. 


¿Cómo podemos discernir?

        La pregunta que debemos hacernos ahora, una vez aclarado el por qué debemos discernir, es cómo discernir entre un falso maestro y uno verdadero, o una falsa enseñanza y una verdadera. ¿Qué cosas nos enseñan las Escrituras respecto a dónde situar nuestra atención? ¿Qué aspectos debemos tener en cuenta al momento de discernir? En primer lugar, la forma útil y suficiente para contrariar los abominables propósitos de las tradiciones humanas y los falsos profetas es la Palabra de Dios. El conocimiento de las Escrituras es el punto de inflexión que puede separar la obediencia o desobediencia a estas tradiciones o falsas doctrinas. Cuando los saduceos vinieron a Jesús haciéndole una pregunta sobre la resurrección, intentando sorprenderle con la consulta, fueron avergonzados por el Maestro al decirles: “…Erráis, ignorando las Escrituras y el poder de Dios” (Mateo 22.29). La causa de todos los errores es la ignorancia de la Palabra de Dios. No obstante, muchos conociendo las Escrituras perseveran en hacer grandes males, aún teniendo conocimiento. Estos no pueden ser excusados de ignorantes, sino de rebeldes. Cabe hacer mención que los saduceos eran un conjunto de religiosos estudiosos de las Escrituras. Que Jesús les haya enrostrado su ignorancia no es un dato a menospreciar. La ignorancia es, por tanto, la principal causa para la ciega aprobación de tradiciones o doctrinas alejadas o contrarias a las verdades bíblicas. Un conocimiento y meditación superior de las Escrituras nos previene, rescata y percata de las falsas enseñanzas. La facilidad de caer en las manos de tales doctrinas viene de corazones que no se han preparado lo suficiente en la Palabra de Dios.
       La dirección que tienen las falsas enseñanzas es distinta a las que tienen las verdaderas. Jamás la doctrina de Cristo se ha contrapuesto a sí misma, por tanto, es imposible que alguien que ha nacido de Dios engendré o persevere en una doctrina alejada de la Palabra por la cual nació de nuevo: “Cualquiera que se extravía, y no se persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ése si tiene al Padre y al Hijo” (2 Juan 9). Si las Sagradas Escrituras nos dicen que“…ninguna mentira procede de la verdad” (1 Juan 2:21) y que “…Él (Dios) no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13),  resulta incoherente pensar que una doctrina provenga de Dios si niega, añade o se contrapone a las mismas Escrituras. Dada la posibilidad que existan doctrinas humanas que no nazcan de la Palabra de Dios pero finjan venir de ella es que es tan necesario el discernimiento. Este escenario ya había sido anunciado por el apóstol Pablo al encargarle a Timoteo: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas” (2 Timoteo 4:1-4). ¿Existe acaso un momento en la historia en que esto halle mayor cumplimiento que en estos días? ¡Iglesia discierne! Las fábulas son cuentos artificiosos, nacidos del sólo pensamiento humano, que desvía el corazón de la Palabra de Dios mediante confianzas vanas y esperanzas muertas. Las tradiciones humanas, según los rudimentos del mundo, son en extremo peligrosas. ¿Cómo discernirlas? ¿Cómo descubrir sus pérfidos deseos? 
      El salmista enseñó que todo santo orará y perseverará en un mismo camino: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; Y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Por esto orará a ti todo santo en el tiempo en que puedas ser hallado…” (Salmo 32:5-6). El rey David nos dice que la evidencia de que un santo verdaderamente enseña la doctrina de Dios es que proclama la confesión, arrepentimiento y perdón de pecados. ¿Qué puede ser más importante o trascendental para nosotros? Salvo los dos primeros y últimos capítulos de la Biblia, todas las Escrituras nos hablan de la ruindad del pecado y de la Ira y Celo divino que despierta. ¿Puede algo captar más la atención y preocupación de un hombre de Dios? Un verdadero cristiano siempre exclamará el mensaje del evangelio de Cristo, el mensaje de arrepentimiento de los pecados. No existe otro evangelio más que este, incluso, el apóstol Pablo declaró: “Más si aún nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gálatas 1:8). Una evidencia importante que deja una falsa enseñanza es su disconformidad con el evangelio de Cristo. El pseudoevangelio de las tradiciones y enseñanzas humanas nunca compromete al hombre respecto a su pecado, es un mensaje que no produce rechazo mundano ni persecución. No tiene un enfoque en la vida eterna, esto es, en el abandono del pecado en esta tierra, sino más bien, se concentra en cómo vivir de mejor forma en esta vida transitoria. Las falsas enseñanzas promueven estilos de vida ostentosos, y si no los promueven, por lo menos aseguran una que otra “bendición material” si es que se tiene cierto nivel de fe. Animan a sus oyentes a codiciar nuevos proyectos, a ambicionar nuevos puestos de trabajo o alcanzar éxitos académicos, y para ello no dudan en tomar el Nombre Santo de Dios y ajustarlo a sus pérfidas profecías. Dicen que Dios estará con aquellos que anhelan obtener mejores cosas o piden mayores bendiciones. Los problemas cotidianos de la vida los tratan como más importantes que el pecado, de hecho, pocas veces tratan el pecado propio como algo vigente y peligroso. El cómo resolver lo diversos problemas de esta vida es lo que les interesa, son capaces de establecer largas discusiones por cosas que ni siquiera están en la Biblia y se alejan cada día de toda verdad de la Palabra de Dios. Del nuevo nacimiento y la justificación prácticamente no hay absolutamente nada en sus sermones. John Piper expresa este problema de la siguiente forma: “Estarían equivocados, doblemente equivocados, en primer lugar, por no ver que lo que Jesús quiso decir con el nuevo nacimiento es sumamente pertinente al racismo, al calentamiento global, al aborto, a la atención a la salud y todos los demás problemas de nuestros días…Y estarían equivocados, en segundo lugar, por pensar que esos problemas son los más importantes de la vida. No lo son. Son problemas de vida y muerte. Pero no son los más importantes porque tienen que ver con el alivio del sufrimiento durante esta breve vida terrenal, no el alivio del sufrimiento durante la eternidad que sigue” (Piper, “Más vivo que nunca”. Pág 108-109. Editorial Portavoz). Las falsas enseñanzas promueven un estado de autosalvación, en la que la sola asistencia al templo o la participación frecuente en actividades de la iglesia cuenta como una obra o fruto suficiente de salvación; les interesa más que el congregante asista al templo antes que el combate contra la perseverancia en la maldad y la destrucción de su alma. Estas falsas enseñanzas anestesian a sus adeptos en mundos separados de este, pero no ajenos al alcance del infierno. Por tanto, podemos discernir entre una doctrina verdadera y una falsa por su nivel de conformidad al evangelio, la concentración en la vida eterna y su mensaje activo en contra del pecado.  

       El Señor Jesús dijo que por el fruto reconoceremos a los falsos profetas. Son sus obras otro punto que podemos examinar. Existen dos clases de falsos maestros: los hipócritas y los herejes. Los hipócritas son aquellos que dicen ser algo pero no lo practican: “…todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; más no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen” (Mateo 23:3). Los herejes son descritos por el apóstol Pedro de la siguiente forma: “…habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aún negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda, y su perdición no se duerme” (2 Pedro 2:1-3).  Tanto hipócritas como herejes se encuentran separados de Dios, los primeros por su inconsecuente vivir y los segundos por su rebeldía contra la Palabra de Dios. Con respecto a los falsos profetas, que profetizan sueños, visiones o adivinaciones, las cuales no provienen de la boca de Dios y hacen errar al pueblo, Dios no retarda su justa retribución: “Yo he oído lo que aquellos profetas dijeron, profetizando mentira en mi nombre, diciendo: Soñé, soñé. ¿Hasta cuándo estará esto en el corazón de los profetas que profetizan mentira, y que profetizan el engaño de su corazón?” (Jeremías 23:25-26). Lo que caracteriza a los falsos maestros y profetas es que su corazón y vida no se ajusta a la Palabra de Dios; son capaces de vestirse resplandecientes por fuera pero por dentro permanecen tan muertos como siempre: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). ¿Cómo identificarlos entonces si por fuera no dan muestras de disconformidad con la Palabra? ¡Por sus frutos!: “…vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis…” (Mateo 7:15-16). Así como el Señor nos dice que de los espinos no se recogen uvas ni higos se extraen de los abrojos, asimismo no podemos extraer la verdad de la mentira. ¿Qué frutos da un falso profeta? El apóstol Judas nos lo relata de la siguiente forma: “…estos blasfeman de cuantas cosas no conocen; y en las que por naturaleza conocen, se corrompen como animales irracionales. ¡Ay de ellos! porque han seguido el camino de Caín, y se lanzaron por lucro en el error de Balaam, y perecieron en la contradicción de Coré” (Judas 10-11). De este pasaje se desprende que los falsos profetas son impetuosos y egoístas, forman rencillas y disputas carnales. Son lucrativos y anhelan las ganancias, las que el apóstol Pedro advirtió que lograrían considerando a sus propios oyentes como mercadería. Y también son rebeldes a la Palabra y osados al contraponerse a ella e inventar hasta la necedad más grande. Por tanto, a los falsos profetas podemos discernirles no sólo a través del origen antibíblico de sus enseñanzas, sino también por su modo de vida. A estos falsos profetas el apóstol los trata de entes sin fundamento alguno, que viven forajidos de todo lugar: “…se apacientan a sí mismos; nubes sin agua, llevadas de acá para allá por los vientos; árboles otoñales, sin fruto, dos veces muertos y desarraigados; fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza; estrellas errantes, para las cuales está reservada eternamente la oscuridad de las tinieblas” (Judas 12-13). Esto confirma que las doctrinas ajenas a la Palabra de Dios provocan en el hombre un corazón desarraigado completamente de la verdad, atraído momentáneamente por doctrinas novedosas, como “niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”.

    Ahora, no debemos exceptuar del examen sano y necesario a las enseñanzas o tradiciones que no son manifiestas por hombres con características de falsos profetas. Puede que un hombre santo avale o afirme una enseñanza contraria a la Palabra de Dios. La diferencia con un falso profeta es que, una vez descubierto su error, no es traído a las plantas del Señor para exclamar perdón, no corrige su pensamiento ni enseña a la iglesia de su error para que otros no lo cometan, sino que persevera en la mentira, incluso muchas veces idea cómo mantenerla vigente por mucho tiempo. Con especial cálculo los falsos profetas calculan cuánto tiempo se tardarían en descubrir su error y cómo resolverlo con cierta dignidad, siempre que no dañe su integridad ni popularidad. Siempre harán todo lo posible para no ser hallados injustos o poco sabios, incluso si les es necesario pasar por encima de los preceptos de Dios. Puede ocurrir que una falsa enseñanza no sea avalada ni impulsada por un solo hombre, sino que sea aceptada por toda una congregación. En este caso, no se pierde todo lo que hemos estudiado sobre los falsos profetas, sino que se amplía. Los falsos profetas podemos ser todos, pues si en masa justificamos algo que degenera la Verdad de Dios, ¿Pensaremos que delante del Trono Blanco Dios aceptará nuestras falsas enseñanzas sólo porque éramos una mayoría?

Conclusión: el discernimiento es inevitable para el que ama a Dios y su Palabra

      El discernimiento, como tarea espiritual, no radica en nuestros sentimientos o emociones, ni en nuestro sentido de pertenencia a alguna iglesia en particular. Debemos discernir entre una verdadera y falsa enseñanza, o entre un verdadero y falso maestro o profeta, todo el tiempo y sea donde sea. Si examinamos a otros y no nos examinamos a nosotros mismos, nuestras creencias particulares y las enseñanzas que promocionamos, difícilmente no seremos hallados hipócritas. Un examen completo es uno que parte desde nuestro propio círculo, por tanto, invito a aquel que ha sido conmovido por este artículo a que practique las enseñanzas de la Palabra de Dios y ponga a prueba las enseñanzas que durante tiempo ha obedecido o ha dado por sentado como correctas. Muchas veces, en la misma Escritura, Dios pone a prueba la verdadera fidelidad de su pueblo: 
“Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosle; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma” (Deuteronomio 13:1-3).

        Muchas veces Dios prueba la fidelidad de los hombres, permitiendo que muchos falsos profetas se amontonen con falsas enseñanzas y doctrinas torcidas: “…así ahora han surgido muchos anticristos; por esto conocemos que es el último tiempo. Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron de nosotros para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:18-19). ¿Seremos fieles a Dios o a los hombres? ¿Tendremos en nuestro corazón en más alta estima la Palabra de Dios o la conformidad a las doctrinas vacías de hombres privados de temor y entendimiento? ¿Es la Palabra de Dios nuestra autoridad? Si es ella, entonces discierne de acuerdo a ella. Sin importar de dónde sea, ni de qué autoridad esté investido, todo hombre debe ser examinado a la luz de la Palabra, tanto en su vida como en su enseñanza. 
        La credulidad a las falsas enseñanzas demuestra incredulidad ante la suficiencia de la verdad. Si nos resultan insuficientes o poco satisfactorias las Sagradas Escrituras, con justa razón nos sentiremos atraídos por doctrinas ajenas a la Palabra de Dios. Es necesario distinguirlo todo a la luz de la maravillosa e irremplazable Palabra de Dios. ¿Es la Palabra de Dios el tesoro de su alma? Entonces distinga, discierna, examine, pruebe, juzgue, a la luz de la Santa Palabra, si lo que se le enseña, lo que ha acatado, lo que daba por sentado y lo que practica es una verdadera ordenanza de Dios a lo largo de toda la Palabra de Dios o es sólo la invención fantasiosa de los hombres. Sea fiel a las Escrituras. Sea fiel al Señor. Ningún viento recio puede derribar la casa cimentada en su eterna y santa verdad (Mateo 7:24-25).

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