martes, 26 de noviembre de 2013

Doctrina de la Gracia IV: Perseverancia de los Santos



CUARTO DESAFÍO:
“Un cristiano puede perder su salvación, por su pecado y/o  incredulidad. En él se haya la determinación sobre permanecer o no en la gracia de Dios. Asegurar que la salvación no se pierde nos lleva al conformismo y a una actitud licenciosa para el pecado”

       

         Uno de los temas más polémicos dentro de la discusión teológica entre las distintas congregaciones cristianas es si es posible o no perder la salvación. Muchos aseguran que una persona, una vez salvada, puede perder la vida eterna. Otros lo niegan rotundamente. Sin embargo, y como aclaramos en los inicios de este estudio, la autoridad objetiva que dirime sobre estos asuntos es la Palabra de Dios, ninguna otra fuente es más relevante. A pesar de esto, al momento de discutir sobre este tema muchos alzan la experiencia antes que la Escritura. Los defensores de la pérdida de la salvación sostienen su idea argumentando que no existe otra explicación a la oleada de personas que aseguran ser cristianos, ser creyentes o fieles congregantes por un tiempo, pero que al final de cuentas vuelven a la incredulidad y a la vida de pecado que antes sostenían, incluso hasta un punto más bajo del que tenían antes de conocer la verdad. Este no es un cuadro teórico, es la viva imagen de la realidad, situación no exclusiva de nuestro tiempo, sino que se ha repetido en gran parte del mundo y en todas las épocas. Sin embargo, este deprimente escenario de personas que afirman ser cristianos y fieles seguidores de Cristo, redimidos y perdonados por Dios, y que con el tiempo decaen y finalmente retornan a su vida de pecado, ha proliferado en nuestro tiempo como nunca antes. Para explicar este fenómeno, muchos cristianos sostienen que tales personas fueron salvadas debido a su sincera confesión, arrepentimiento del pecado y momentánea participación en la fe cristiana, pero lamentablemente perdieron este estado debido a su pecado, incredulidad y lejanía con Dios. Para otros, la salvación está expresamente asegurada en la Escritura y es imposible perderla, pero su actitud es aún depravada, inmoral y completamente alejada de los preceptos de Dios, aún asegurando que son salvos. Por un extremo tenemos la imagen del cristiano como una pobre criatura pendiendo de una cuerda floja, sin absoluta seguridad en la salvación, resbaladizo y completamente dependiente de sus obras para mantener su derecho a la vida eterna. Por el otro extremo, imaginan al cristiano como una celebridad, rodeado de placeres terrenales y completa comprensión divina respecto a su pecado, un hombre que puede hacer y deshacer lo que quisiera, pues tiene la ventaja de ya estar salvado.

      A pesar de todo lo anterior, la idea de perder la salvación en vista de la corrupción moral de muchas personas que aseguraron ser cristianas, suele ser bastante atractiva y convincente. La lógica que hay detrás de ella, la prédica barata de muchos de los que sostienen que la salvación no se pierde y que pueden pecar deliberadamente, la ignorancia bíblica y poca claridad con respecto a los conceptos relacionados, han sido factores de peso para que la gran mayoría de las congregaciones evangélicas y protestantes acepten la pérdida de la salvación como una doctrina, más aún cuando se presentan pasajes en la Escritura en donde supuestamente se demuestra que tal idea es válida. De hecho, en nuestras iglesias pentecostales se ha vuelto prácticamente incuestionable. No obstante, ¿Cuál es el real mensaje de la Escritura con respecto a la salvación? ¿Es posible perderla? ¿Cómo podemos explicar lo expuesto anteriormente?

Sobre la salvación y su seguridad en las Escrituras

       Las primeras consultas que debemos hacernos son, ¿Qué es la salvación y qué carácter tiene? ¿Ocurre múltiples veces o es un evento único? ¿Existe en la Escritura algún margen en que un hombre regenerado por el Espíritu Santo de Dios vuelva a su estado no regenerado? La salvación de Dios involucra una serie de eventos que no pueden ser repetidos múltiples veces. La salvación abarca la regeneración (nuevo nacimiento), la redención del pecado, la justificación por medio de la fe, la reconciliación del hombre con Dios y la adopción del hombre como un hijo de Dios. A pesar que existen discusiones respecto al margen de tiempo que hay entre un evento y otro, la respuesta sencilla y más apegada a la Escritura es que todo ocurre simultáneamente, es decir, el hombre al nacer de nuevo es capacitado por Dios para responder en fe y obediencia, y de esta forma, ser justificado delante de Él, redimido de sus pecados, reconciliado por medio de Cristo, y traído desde su condición muerta en delitos y pecados a una de gloria eterna. Si entendemos que el hombre está muerto en sus pecados, incapaz de responder a los mandatos de Dios, y excluido de su gloria, también comprenderemos el sentido de la condición regenerada. No podemos tener un claro concepto de la vida eterna sin antes comprender a fondo la depravación radical del hombre. La Escritura nos enseña que: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12), y que por tal condición de pecado todos estamos destituidos de la gloria de Dios, puesto que: “…la paga del pecado es muerte…” (Romanos 6:23). El sentido de la salvación es el rescate eterno del infierno, la creación de un nuevo corazón en el hombre, apto para el cumplimiento de los preceptos de Dios, y por sobre todo, una alabanza eterna a la misericordia y gracia de Dios, porque todo es dado inmerecidamente y sin retribución alguna: “…más la dadiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Este traslado del hombre, desde su condición caída, depravada y muerta, a una de eterno gozo y vida, es el sentido principal de la salvación.


“Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”
(Juan 3:5-7).

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”
(2 Corintios 5:17)

“Y se dirá en aquel día: He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación”
(Isaías 25:9).

“Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?...”
(Salmo 27:1).

“Pero la salvación de los justos es de Jehová, Y él es su fortaleza en el tiempo de la angustia”
(Salmo 37:39).

       Sería interminable la lista de alabanzas a Dios por su salvación, de hecho, la Escritura nos dice enfáticamente que Él ES nuestra salvación. También es claro que la salvación tiene el carácter de brindar vida eterna, es decir, involucra un evento que desencadena otro sin término alguno. Sin embargo, muchos consideran que la vida eterna comienza en el momento en que partimos de este mundo, no en el momento en que creemos. Los defensores de la idea que la salvación se pierde no consideran un punto esencial cuando hablamos de la vida eterna. Si tenemos vida eterna y Dios nos la quitara, entonces por definición no tendríamos vida eterna, sino una vida temporal. No es lógico afirmar que una persona, una vez salvada, pierda su salvación, ya que, si la salvación tiene el carácter eterno, entonces tal persona no gozaría de una vida eterna, sino de una momentánea. ¿Acaso Dios sería mentiroso en prometer vida eterna y que en la práctica la mayoría goce de ella de forma transitoria?
       En vista de este argumento lógico, los defensores de la pérdida de la salvación consideran que la vida eterna no está garantizada en esta tierra, solamente es consumada desde el momento de la muerte física. Por tanto, no tenemos vida eterna en el momento de creer en Cristo, sino más bien poseemos una especie de derecho a la eternidad que se nos puede quitar en el transcurso de la vida terrenal. Sin embargo, esto no fue lo que expuso el Señor ni los apóstoles:

“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”
(Juan 5:24).

“De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna”
(Juan 6:47).

“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado”
(Juan 17:3).

“aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús”
(Efesios 2:5-6).

“Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna, y para que creáis en el nombre del Hijo de Dios”
(1 Juan 5:13).

        La vida eterna es un estado espiritual que comienza ahora y dura por siempre, no es un estado futuro. Jesús mismo dijo que el que cree en Él TIENE vida eterna, no “tendrá”. Ha pasado de un estado de muerte espiritual a uno de vida, y es tal la maravillosa gracia de Dios, que esta vida no es momentánea, sino imperecedera. Jesús mismo asegura que el salvado ya no vendrá a condenación, jamás perecerá. Por tanto, al afirmar que la salvación, el estado eterno de vida espiritual, puede perderse, estamos afirmando a la vez que Dios no es fiel en prometer una vida eterna, que comienza en el conocimiento de Dios y dura por siempre. Edwin Palmer, en su obra clásica “Doctrinas Claves” señala respecto a la idea de una pérdida de la salvación sostenida por los arminianos: “Ahora bien, esto se opone a la Palabra de Dios. Jesús dice que “todo aquel que en él cree, no se pierde”. Pero el arminiano dice, “Bueno veamos. Quizá ira al infierno.” Jesús dice, “Tiene vida eterna.” Pero el arminiano dice, “No, para cierto es sólo una vida temporal.” Jesús dice, “Si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre (Jn.6:51). El arminiano dice, “Quizá.” Jesús dice, “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn.11:25,26). “No morirá,” dice Jesús. “Posiblemente”, dice el arminiano” (Palmer, Doctrinas Claves. Pág 126-127. Editorial El estandarte de la verdad). Añadiendo más pruebas podemos sostener que ninguno de los aspectos de la salvación, salvo la redención de nuestra carne a un cuerpo glorificado e incorruptible, es prometido para el futuro, sino más bien en el mismo momento en que Dios hace la maravillosa obra de la salvación.

       Otra analogía descrita en la Escritura es la de los corazones de carne y de piedra. Dios a través del profeta Ezequiel dice: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:26-27). La salvación es retratada como el cambio radical de un corazón endurecido a la Palabra de Dios, a uno de carne, sensible al pecado y hacedor de los preceptos de Dios. Lo maravilloso de este pasaje es que Dios mismo ha prometido su absoluta obra, sin intervención de nadie más. Él no sólo hace una operación de salvación, sino también una promesa de que Él mismo hará que los salvados anden de acuerdo a su Palabra. Dios capacita completamente al pecador regenerado, de tal forma que nadie puede jactarse de sí mismo, sino que alaba a Dios por su sublime gracia. El rey David dijo: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, Y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmo 51:10). Prácticamente el profeta y el rey hablan de lo mismo: un corazón y un espíritu nuevo, operados en el interior del hombre sólo mediante la obra de Dios. Sin embargo, muchos pueden preguntar ¿Por qué el corazón? En las Escrituras, el corazón es reconocido como el centro de nuestras voluntades, intenciones, emociones y disposiciones. Jesucristo dijo que: “…de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro del corazón saca malas cosas” (Mateo 12:34-35). Es del corazón de donde procede nuestro actuar. Los pensamientos, las acciones y las palabras del hombre dependen completamente de la condición del corazón. Jesús mismo enseña que todos los males del hombre proceden de su corazón caído: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lascivia, la envidia, la maledicencia, la soberbia, la insensatez. Todas estas maldades de dentro salen, y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23). Es de esperar, por tanto, que si Dios salva a un pecador revierta esta condición, es decir, quite el corazón maligno y lo reemplace por uno que vaya a sus preceptos.  

     En resumen, tenemos dos cuadros claros de la salvación. En primer lugar, el nuevo nacimiento, la regeneración por el Espíritu Santo, en la que Dios resucita al pecador de su condición muerta en delitos y pecados y le entrega vida eterna, y, en segundo lugar, el cambio radical del corazón en el que Dios mismo reemplaza el corazón de piedra característico del hombre pecador, por uno de carne que, por lo revelado por el profeta Ezequiel, es sensible a la Palabra de Dios y al pecado, y por consecuencia, cumple los estatutos que Dios ordena. La consulta ahora es:

- ¿Cómo un hombre puede ser nacido de nuevo y volver a estar muerto en delitos y pecados, siendo que Dios ha prometido la vida eterna en la regeneración (nuevo nacimiento)?
- ¿Cómo ser una nueva criatura y luego volver a ser una vieja criatura?
- ¿Cómo un hombre puede tener un corazón de piedra luego que Dios haya creado en él un corazón de carne?

      No tenemos en la Escritura ningún pasaje que nos asegure que Dios quitará el corazón de carne para poner otro corazón de piedra, o que el hombre luego de nacer de nuevo vuelva a su estado de muerte, eventos que bíblicamente representan la reversión del estado de salvación. En otras palabras, la idea de perder la salvación no sólo es antibíblica, en el sentido que contradice el significado de “vida eterna”, sino también es extrabíblica, en el sentido que no hayamos ninguna mención en la que Dios reversa su decisión de salvar y remueve la vida eterna y el corazón nuevo. 

        Ahora, es lógico pensar que si Dios otorga vida eterna al hombre, este tiene la seguridad que su salvación es perpetua, y por tanto, no la puede perder. Sin embargo, los detractores de esta idea aseguran que el hombre puede alejarse lo suficiente de Dios como para perder su salvación. Sin embargo, no puede haber otra idea más alejada de la Escritura. Notemos como el apóstol Pablo nos dice:

“Por lo tanto estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro”
(Romanos 8:38-39).

       Según lo expuesto por el apóstol Pablo no existe nada que pueda separarnos del amor de Dios. Estamos seguros en el amor eterno de Dios que es en Cristo Jesús. El apóstol no da lugar a ninguna cosa creada que tenga la capacidad de romper el perdón, la reconciliación, la adopción, la justificación, en fin, nada nos separará del eterno refugio de su amor. No obstante, podemos hacernos la siguiente pregunta: aunque ninguna cosa creada nos puede apartar del amor de Dios, ¿Puede Dios, el creador, cortar el lazo de salvación? Los versículos anteriores nos muestran que Dios justifica a sus escogidos (v.33), que Cristo es el pago por nuestros pecados (v.34), que somos contados como ovejas de matadero a causa de nuestra fe (v.35-36), pero que a pesar de todo, somos más que vencedores por medio del que nos amó, Dios (v.37). Si Dios “…no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…” (v.32), y por tal sacrificio hizo la expiación perfecta por sus escogidos, ¿Invalidaría su propia entrega quitando la salvación a uno de ellos? El profeta Jeremías afirmó que la base del Nuevo Pacto es la preservación de los escogidos:

“Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman PERPETUAMENTE, para que tengan bien ellos, y sus hijos después de ellos. Y haré con ellos PACTO ETERNO, que no me volveré atrás de hacerles bien, y pondré temor en el corazón de ellos, para que NO SE APARTEN DE MI”
(Jeremías 32:39-40).

        Dios no se arrepiente de salvar a los suyos. Él ha asegurado en su Palabra que la salvación es una obra absoluta de su mano, y por tanto, segura e irrevocable. No solamente hayamos este principio en las palabras “perpetuamente” y “pacto eterno”, sino también en la imposibilidad de apartarse de la misericordia de Dios. Por tanto, según lo expresado por el apóstol Pablo, ninguna cosa creada puede apartarnos del amor de Dios, y, según lo expresado por el profeta, Dios ha asegurado la salvación en su poder, de tal forma que sus escogidos, una vez salvados, ya no se apartarán de su nombre por el corazón nuevo que les ha dado. Por esta razón el mismo apóstol dijo: “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13-14).

      Con seguridad el lector hará la consulta: A pesar que Dios ha asegurado que nada ni nadie puede separarnos de su amor, ¿Podemos nosotros mismos anular nuestra propia salvación? Basta reflexionar tan sólo un segundo para darnos cuenta que el responder afirmativamente a esta pregunta implica un desafío completo al poder y fidelidad de Dios en la salvación. Hasta ahora hemos revisado múltiples evidencias bíblicas que nos dicen enfáticamente que Dios no sólo es poderoso para convertir al hombre de su pecado, sino también para mantenerlo en la fe y obediencia a su Palabra, de tal forma que nunca se aparte. Sin embargo, a pesar de ello, la idolatría al libre albedrío sobrepasa todos los límites. Sostenemos que aún en vista de las promesas de salvación y seguridad en las Escrituras, Dios no puede negarse a que el hombre no quiera mantenerse en el estado de gracia, es decir, puede a la mitad del camino rehusar de su salvación. Sin embargo, aquí recaemos en un error significativo. Si el regenerado resolviera salir del redil del Señor, ¿Quién es más poderoso en la obra de la salvación? ¿Dios o el hombre? Esta idea no sólo se contrapone a la promesa dada por el profeta Jeremías, donde Dios asegura que el sentido del Nuevo Pacto es guardar a los salvados de tal forma que jamás se aparten, sino que también atribuye al hombre capacidades inexistentes, como la decisión de extraviarse aún siendo encontrado por Dios y llevado al deleite de su amor. Revisemos nuestras dudas a la luz de las palabras del Señor. Jesús dice:

“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y NO PERECERÁN JAMÁS, NI NADIE LAS ARREBATARÁ DE MI MANO. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y NADIE LAS PUEDE ARREBATAR DE LA MANO DE MI PADRE. Yo y el Padre uno somos”
(Juan 10:27-30).

Hay elementos que podemos rescatar de este pasaje:
-          Las ovejas representan a los receptores de la vida eterna.
-          Las ovejas no perecerán jamás una vez añadidas al redil del Señor (v.9).
-          Nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Señor.
-          Nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Padre, ya que el Padre y el Hijo son uno.
-          Jesucristo compromete su propia igualdad con el Padre asegurando el bienestar eterno de sus ovejas.

        Entonces podemos apreciar que si alguien perdiera la salvación, es decir, saliera del redil del Señor, sería más poderoso que el Señor mismo. Dios ha prometido que nadie puede arrebatar de su mano a sus ovejas, ni siquiera las ovejas mismas. No obstante, más adelante revisaremos que el sólo hecho de pensar en rehusar de la salvación es una evidencia de un corazón no regenerado. Ningún cristiano genuino rehusaría de la salvación que le ha sido dada por gracia. Escoger el pecado y la muerte antes que la gloria de Cristo es una prueba irrefutable que la salvación jamás ha ocurrido.

       Todo lo anterior es ratificado al estudiar las bases del Nuevo Pacto. Dios, a través del profeta Jeremías dijo: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jeremías 31:31-33). Por lo que vemos, el Nuevo Pacto no puede ser invalidado por el pecado, Dios ha asegurado ello. El Antiguo Pacto fue invalidado a través de todas las trasgresiones a fin que se revelara el Nuevo, el cual es inmarcesible respecto al pecado pues está basado en la gracia de Dios más que en la respuesta del hombre. No obstante, la primera objeción que yace a esto es que el Nuevo Pacto puede presentarnos una especie de libertad que aliente nuestro pecado, es decir, “si el Nuevo Pacto no es invalidado por los actos pecaminosos entonces podemos pecar cuánto deseemos, de todas formas depende de la gracia de Dios y no de nuestras obras”. Sin embargo, esto es contraproducente con el fruto de esa misma gracia operada en los hombres, un nuevo corazón que aborrece el pecado y que ama la justicia.

     Hasta este momento, muchos pueden advertir que esto no es más que un llamado al pecado y libertinaje. Al asegurar que la vida eterna es efectivamente imperecedera, que aquellos que son salvos están asegurados y preservados para salvación por Dios mismo y que, por lo tanto, no hay absoluta posibilidad de revertir tal evento, sienten la tendencia a pensar que podemos pecar deliberadamente cuánto deseemos y esto no nos llevará a condenación. Sin embargo, aquellos que viven una vida licenciosa en pecado o que aseguran que pueden perder su salvación cometen el mismo error: ignorar el real significado de ser salvo. Al sostener que es imposible que la salvación pueda perderse no afirmamos que todos los que se dicen salvos realmente lo son. Para el que efectivamente ha sido salvado, Dios le otorga la seguridad que jamás revocará su decisión de hacerle bien, pero ¿Cómo saber de forma objetiva si soy salvo o no?


El cristiano genuino da frutos de su salvación

      Hoy en día se calcula que un tercio de las personas en el globo profesan la religión cristiana en alguna de sus tres grandes denominaciones: católica, evangélica y ortodoxa. Sin embargo, este escenario no es muy alentador, no sólo por la enfática declaración de Cristo de que pocos son los que se salvan  (Mateo 7:14; Lucas 13:23-24), sino también por el pésimo entendimiento que tenemos sobre el ser un cristiano. El término cristiano muchas veces se confunde con otros conceptos. No es cristiano quien diga o aparente serlo. Tampoco quien asista a la iglesia con frecuencia o quien hable un par de veces de Cristo. La religiosidad no es un indicador muy confiable de la obra de Dios en el hombre, al contrario, muchas veces suele engañarnos. Por la constante manipulación de  este término, muchas veces nos vemos obligados a diferenciar a ciertos cristianos de otros, en vez de decir “cristianos” a secas. Para hablar sobre cristianos reales, los cuales la Escritura cataloga de salvados, elegidos, justificados, adoptados, en fin, hombres y mujeres genuinamente cambiados por el poder Dios, hablaremos de “cristianos verdaderos”. Por su parte, al referirnos a personas que manifiestan ser cristianos pero no son realmente hijos de Dios, hablaremos de “cristianos confesos”. ¿Cuál es la diferencia? Sólo hay una: la veracidad de la obra de Dios en sus vidas.    
      Jesús, al referirse a la esencia del hombre y sus obras, enseñó: “No es buen árbol el que da malos frutos, ni árbol malo el que da buen fruto. Porque cada árbol se conoce por su fruto; pues no se cosechan higos de los espinos, ni de las zarzas se vendimian uvas” (Lucas 6:43-44). El principio es bastante claro: Así como catalogamos a un árbol de “bueno” por sus “frutos buenos”, y a uno de “malo” por sus “frutos malos”, y teniendo en cuenta que es imposible recolectar un fruto que sea distinto a la naturaleza del árbol, así también las obras de los hombres darán cuenta de su condición, ya sea aún muerta en pecados o redimida y eternamente viva. Jesucristo no nos dice que al hacer buenas obras podemos alcanzar el perdón de Dios, como algunos podrían pensar. Las buenas obras dan cuenta del perdón de Dios en nuestras vidas. Son frutos, no requisitos. Jesús nos dice que la veracidad de la salvación no está en nuestra confesión de ser cristianos, sino en los frutos que demuestran tal obra en nuestras vidas. Suele ser muy oportuno aquel dicho popular que exclama: “del dicho al hecho hay un gran trecho”. Aquí valen los hechos, no las palabras. Es la gran diferencia entre “cristianos verdaderos” y “cristianos confesos”.
         Es tal esta enseñanza de los frutos que el mismo apóstol Pablo animaba a los creyentes a examinarse a ellos mismos a fin de reconocer si Dios realmente había hecho una obra en ellos, y el criterio fundamental era si en la realidad, en la vida cotidiana, daban frutos dignos de arrepentimiento, no si en tiempos anteriores habían confesado o profesado a Jesucristo: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros, a menos que estéis reprobados?” (2 Corintios 13:5). Notemos aquí que la palabra clave es “si estáis en la fe”, no “si estuvisteis”. Para muchos el cuestionarse si Dios ha salvado sus vidas suele representar una contraposición a la confianza en Él. Muchas congregaciones suelen prohibir a sus fieles interrogarse si realmente han sido salvados o no. Sin embargo, las Escrituras advierten contra el autoengaño, llaman al examen propio y condenan el conformismo y la mera confesión como requisito para ser salvo. El examen propio, al que llamó el apóstol Pablo, no atenta contra la confianza en Dios, su misericordia o su amor, más bien, irrumpe completamente contra la falsa conversión y la autoconfianza.

Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).

“La iniquidad del impío me dice al corazón: No hay temor de Dios delante de sus ojos. Se lisonjea (alaba), por tanto, en sus propios ojos, De que su iniquidad no será hallada y aborrecida”
(Salmo 36:1-2).

“El que confía en su propio corazón es necio…”
(Proverbios 28:26).

“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña
(Gálatas 6:3).

“Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos…Si alguno se cree religioso entre vosotros, y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la religión del tal es vana”
(Santiago 1:22,26).

“Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”
(1 Juan 1:8).

      El asegurarnos salvados sólo porque confesamos ser cristianos es descrito en la Escritura como un autoengaño. Ni siquiera la aceptación de Jesús en el corazón como salvador personal, ni el sentimiento de culpa por haber cometido pecado es suficiente para asegurar que una persona ha sido salvada por Dios. El arrepentimiento, la separación del pecado, puede incluso ser momentáneo, y por tanto, no ser verdadero. Si una persona experimenta culpa y desea con todo su corazón separarse del pecado, pero al final de cuentas no lo hace, se engaña a sí mismo si afirma ser un creyente y seguidor de Cristo. Para Dios no valen las intenciones ni los actos pasados. La obra de Dios en el corazón del hombre no está basada solamente en lo que ocurrió, sino en lo que sigue ocurriendo. Una comparación objetiva de nuestra vida ante la luz de las Escrituras es la mejor arma contra el cristianismo iluso y fingido. Sin embargo, ¿Cómo distinguir a un “cristiano verdadero” de uno confeso solamente? En otras palabras, ¿Cómo reconocer si Dios realmente ha hecho una obra en la vida de una persona? Recuerde las palabras del Señor: “Así que, por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:20).

“Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento
(Mateo 3:8).

“…yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca
(Juan 15:16).

“Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios
(Romanos 7:4).

“…a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”
(Filipenses 1:10-11).

“para que andéis como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios”
(Colosenses 1:10).

Más el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”
(Gálatas 5:22-23).

“Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz (porque el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad)”
(Efesios 5:9).

“Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía”
(Santiago 3:17).

“Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer”
(Juan 15:5).

       Si nos detenemos en el último pasaje revisado, nos encontramos con el Señor Jesús diciendo que el verdadero discípulo llevará fruto por su permanencia en Cristo. Fuera de Cristo es completamente impotente y depravadamente alejado de Dios. Jesucristo utiliza en su alegoría la vid y los pámpanos, simbolizando la irremplazable dependencia que tenemos hacia Él en relación a la salvación y los frutos que proceden de esta: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (v.4). Si revisamos el versículo 8 el Señor dice: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (v.8). Esto nos aproxima aún más a la bella conclusión: La salvación de Cristo produce en el salvado el deseo, el deber y la capacidad de cumplir la ley de Dios, expresada en frutos. Sólo por Dios, por su obra y sólo por medio de Él, son posibles los frutos. Fuera de su señorío y dependencia es imposible que demos buen fruto. Dios debe ser glorificado por su obra y los efectos que está constante y crecientemente produciendo.

      En completa contraposición, los frutos malos son producto de nuestra condición caída y radicalmente depravada. El hombre desde su condición natural no anhela la justicia, no busca a Dios ni está interesado en lo más mínimo en abandonar su pecado (Romanos 3:10, 11, 18). No obstante, los malos frutos no sólo son evidencia de una condición pecaminosa, sino también causa para la ira de Dios.

“Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado en el fuego”
(Mateo 3:10).

“… pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego”
(Mateo 7:17-19).

“Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”
(Gálatas 5:19-21)

“pero la que produce espinos y abrojos es reprobada, está próxima a ser maldecida, y su fin es el ser quemada”
(Hebreos 6:8).
        
     Si Dios ha prometido que crear un nuevo corazón dejará evidencias en el hombre, tales como la preservación en los estatutos y mandatos del Creador (Ezequiel 36:26-27), confirmar que alguien es cristiano aún sin dar frutos es un profundo error. No todo el que dice o aparenta ser cristiano realmente lo es. Si un cristiano no da frutos de su salvación, no es porque la ha perdido, sino porque nunca ha sido salvado. Notemos que Jesucristo dice: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí, apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23). Jesús tratará en aquel día con millones de “cristianos confesos”, quienes afirmaron ser sus discípulos y en muchas ocasiones aparentaron serlo (profetizar, echar fuera demonios, hacer milagros). Sus palabras confirman nuestra conclusión. Jesús no dirá: Los conocí, pero por desconocerme y desviarse de mí hoy los desecho. Jesús dirá “Nunca os conocí”.  En otras palabras, nunca fueron mis hijos. La salvación es un evento tan sublime que no dejará al salvado sin evidencias.

         Una persona puede aparentar rectitud y religiosidad, tener conocimiento intelectual sobre la Palabra de Dios, participar activamente en los asuntos de la iglesia, estar plenamente convencida de su pecado y estar profundamente confiada en que ha sido salvada. Sin embargo, aún todos los requisitos anteriores en conjunto no son una razón suficiente para sostener que alguien ha sido salvado. ¿No fue el mismo Señor Jesucristo quien les dijo a los fariseos, hombres de apariencia recta y religiosa, altamente participativos de las cosas de la ley y las tradiciones religiosas de la época: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27-28)? La salvación es un milagro de Dios, y como evento sobrenatural debe dejar evidencias que van más allá de lo común y del esfuerzo racional.

       El hombre sin la operación del Espíritu Santo en su vida no ama y no puede amar a Dios. El apóstol Pablo es enfático en citar: “…No hay quien busque a Dios” (Romanos 3:11). Jesucristo dijo que el primer y grande mandamiento es: “…Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37). Dice la Escritura que el resumen de toda la ley es este gran mandamiento. Pero, ¿Qué tan práctico podría ser para un hombre no regenerado? La respuesta es que al hombre, desde su estado natural, le resulta completamente imposible cumplir con la ley, y por consiguiente de su lema principal de amor a Dios. El hombre puede decir que ama a Dios, pero la evidencia de su amor no radica en su confesión, sino en la intervención misma de Dios para efectuar sus mandamientos. El apóstol Santiago dice: “Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos. Porque el que dijo: No cometerás adulterio, también ha dicho: No matarás. Ahora bien, si no cometes adulterio, pero matas, ya te has hecho transgresor de la ley” (Santiago 2:10). Según lo expuesto por el apóstol es IMPOSIBLE para el hombre cumplir con la ley de Dios, ya que si tan sólo hay un pequeño desvío de ella ya nos hacemos completamente culpables de todos sus puntos. El que no amemos a Dios es el efecto de estar separados de Él por nuestro pecado. Nuestro corazón maligno es la fuente de todos los males, no el origen de un amor genuino y verdadero hacia Dios. Por consiguiente, la única forma de revertir este gran problema es que Dios mismo haga una obra en nosotros, de tal manera que, con un corazón renovado por el Espíritu Santo, lo amemos a tal medida que el pecado sea un antagonista en nuestra vida. Deseamos con nuestro corazón cumplir su ley, y aborrecemos el pecado, que es el total desacuerdo y contraposición con la ley de Dios. Si antes de la conversión nuestro corazón, mente y espíritu estaban completamente separados de Dios, cayendo en la absoluta depravación e inhabilidad para hacer lo bueno, Dios ha prometido en su Palabra crear en el hombre un corazón nuevo, renovar su entendimiento y poner su Espíritu Santo para morar con Él. Sólo de esta forma el hombre puede desear, más que deber, hacer la ley de Dios y cumplir con sus preceptos. Jesucristo derrota por completo la religiosidad y nos entrega el mensaje más sublime: Dios en su gracia puede cambiarnos a tal punto que deseemos cumplir la ley, la cual transgredíamos con todas nuestras fuerzas, y no sólo ello, nos da la capacidad para amarle y aborrecer el pecado que antes tanto amábamos. ¡Este es el evangelio!  


El poder de Dios en la perseverancia

“Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios; el que persevera en la doctrina de Cristo, ése si tiene al Padre y al Hijo”
(2 Juan 9).

           El Señor Jesús nos dice en su Palabra: “Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 10:22). Más de alguna vez el Señor enseñó estas palabras, pero ¿Cuál es su real significado? Fuera de lo que muchos puedan concluir, la perseverancia de los santos es muchísimo más que una participación ininterrumpida a la iglesia. Perseverar significa mantenerse firme y constante en una manera de ser o de obrar, durar por largo tiempo en una conducta o pensamiento. En la Palabra de Dios, la perseverancia, es decir, la capacidad de mantenerse firme en la fe a pesar de las circunstancias luchando a muerte contra el pecado, hasta el momento en que tenga que partir el ser humano de esta tierra, no es posible sin que Dios intervenga con poder, a fin que en verdad podamos perseverar. ¿Por qué? Como hemos revisado a lo largo de todo este estudio sobre la doctrina de la gracia, nada somos para que algo bueno venga de nosotros, más aún si esto involucra el sentido de permanencia y continuidad a pesar del fracaso. La perseverancia en la Escritura proviene de Dios. Él es quien provee el espíritu, la capacidad y las fuerzas para perseverar en su senda. Para el hombre desde su condición más natural no existe ningún incentivo ni fuerza alguna de perseverar en el temor de Dios. No puede mantenerse firme en algo que jamás ha deseado ni deseará por su voluntad. Es el milagro de Dios el que opera en su ser, a fin que sea capacitado para que nunca se aparte de su voluntad y amparo, y sea toda la gloria única y esencialmente para Él. Tan sólo veamos cómo la Escritura trata este tema:

“Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero”
(1 Pedro 1:3-5).

         De acuerdo a lo expuesto por el apóstol Pedro el renacimiento o regeneración a una esperanza viva tiene como resultado una preservación en los cielos. Esta epístola fue referida a los elegidos (v.2), a cristianos eficazmente salvados. El apóstol no repara en decir que la salvación de la cual son participes está “reservada en los cielos para vosotros” y que son “guardados por el poder de Dios mediante la fe”. El nuevo nacimiento no tiene un fin vano, ¿De qué nos serviría renacer a una esperanza viva si esta pierde sentido para nosotros? ¿Cómo sería posible estar de pie en la condición regenerada sin que Dios continúe haciendo su obra? El mismo apóstol responde a ello: “Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca” (1 Pedro 5:10). El mismo Dios que realizó una obra de llamamiento y regeneración, es el mismo que sostiene al salvado por su gracia. La gracia que otorga Dios al salvar es la misma que hace perseverar al corazón nuevo, el apóstol Pablo también insistió en lo mismo: “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, sea guardado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (1 Tesalonicenses 5:23-24). Dios mismo ha asegurado que aún en la tentación y potencial pecado que arremeta ante nosotros, Él se mostrará fuerte en nuestro favor: “No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13). Fue el mismo apóstol quien confirmó: “Pero fiel es el Señor, que os afirmará y guardará del mal” (2 Tesalonicenses 3:3). Este es uno de los puntos en los que detractores de la doctrina reformada caen. Piensan que la salvación es un evento único en el que Dios otorga una especie de ticket que uno debe cuidar con todas sus fuerzas, no sea que el diablo lo arrebate. La Escritura está en contra de este pensamiento y afirma categóricamente que si la salvación sólo consiste en un evento inicial y no a la vez progresivo, entonces nadie sería salvo, pues ¿Quién acaso es lo suficientemente santo como Cristo para no decaer jamás? ¿Quién puede vivir en Santidad sin que Dios le otorgue tal Santidad? Si Dios no acompaña al nuevo corazón, suministrándole fuerzas para el combate contra el pecado y el crecimiento en Santidad, tal corazón perecerá. Por lo mismo la Escritura jamás desliga el evento del nuevo nacimiento con su posterior y constante perseverancia. El mismo Dios que nos ha hecho renacer nos mantendrá en el camino creciendo en Santidad, a pesar de nuestras tristes caídas. Prueba de tal obra progresiva del Espíritu Santo de Dios en nosotros, manteniéndonos en la senda hacia la Ciudad Celestial, es lo expuesto por el apóstol Pablo a los Filipenses:

“Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros, siempre en todas mis oraciones rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora; estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros las buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”
(Filipenses 1:3-6).

      El apóstol declara que la obra hecha desde el primer día hasta ahora no es una obra estática, Él perfeccionará lo que ha comenzado. Para ser estrictos el apóstol Pablo se está refiriendo específicamente a la comunión que tenían los Filipenses en el evangelio. No obstante, este llamado es bastante similar a la oración que presentaba el Apóstol por los Colosenses: “Siempre orando por vosotros, damos gracias a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, habiendo oído de vuestra fe en Cristo Jesús, y del amor que tenéis a todos los santos, a causa de la esperanza que os está guardada en los cielos, de la cual ya habéis oído por la palabra verdadera del evangelio” (Colosenses 1:3-5). El amor a los Santos y la comunión con ellos no vienen de corazones muertos en pecado sino de mentes renovadas por la Palabra de Dios. Es necesario el nuevo nacimiento para participar de tal comunión. Con todo eso quiero decir que la buena obra que Dios comenzó no es en estricto punto la comunión de los Santos, sino la obra salvadora por medio de su gracia. Es la salvación lo que permite la comunión y el amor de los Santos. La fe y el amor de los Colosenses, dijo el apóstol Pablo, son el efecto de la gracia operada en ellos. Así también la comunión de los Santos. Por lo tanto, la obra que perfecciona Dios a través del tiempo es la obra de Salvación. Esto explica de inmejorable forma el crecimiento que tiene el cristiano verdadero a lo largo de los años. De hecho, uno de los más grandes críticos a la doctrina de la Incapacidad del Hombre declaró: “¿Qué santo verdadero no sabe, que sus hábitos anteriores son tales, y tales las circunstancias del juicio bajo el que está ubicado y tal la tendencia hacia debajo de su propia alma, que aunque esté convertido, no perseveraría ni por un ahora, excepto por la gracia y el Espíritu de Dios que moran en él y que lo levantan y avivan en el camino de la santidad?” (Finney, Teología Sistemática. Pág.552. Editorial Peniel). La perseverancia que tiene el hombre regenerado no proviene de sí mismo ni de su propia conciencia de permanencia, sino más bien de la obra que Dios está perfeccionando en él. No obstante, tal perseverancia debe traducirse en frutos dignos de arrepentimiento, en una lucha persistente contra el pecado y en un crecimiento en el conocimiento de Dios:

“Y el Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial. A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén”
(2 Timoteo 4:18).

        La perseverancia es un excelente indicador de cuán veraz es la profesión de fe de un cristiano. Si perseveramos hasta la muerte es porque hemos sido salvados, no porque seremos salvos a causa de la perseverancia. Recordemos que la perseverancia es un fruto de la salvación, no un requisito. Al observar las evidencias bíblicas, resulta incompatible con la Escritura aquella interpretación que asegura que la perseverancia es la manera de obtener salvación, lo que en otras palabras sería igual a decir “Si persevero me salvaré, debo perseverar para salvarme”. La resolución a la que llegó el Sínodo de Dort en 1619, discutiendo sobre la perseverancia en la fe, fue la siguiente:

“Habiendo declarado la doctrina ortodoxa, el Sínodo rechaza los errores de aquellos…Que enseñan que Dios ciertamente provee al hombre creyente de fuerzas suficientes para perseverar, y está dispuesto a conservarlas en él si éste cumple con su deber; pero aunque sea así que todas las cosas son necesarias para perseverar en la fe y las que Dios quiere usar para guardar la fe, hayan sido dispuestas, aun entonces dependerá siempre del querer de la voluntad el que éste persevere o no… Pues este sentir adolece de un Pelagianismo manifiesto; y mientras éste pretende hacer libres a los hombres, los torna de este modo en ladrones del honor de Dios; además, está en contra de la constante unanimidad de la enseñanza evangélica, la cual quita al hombre todo motivo de glorificación propia y atribuye la alabanza de este beneficio únicamente a la gracia de Dios; y por último va contra el Apóstol, que declara: “Dios… os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co.1:8)”
Cánones de Dort
Reprobación de los errores
Capítulo V: De la perseverancia de los Santos

     La perseverancia es la evidencia de que la obra de Dios ha sido real en la vida del hombre. Antes de robar la Gloria de Dios debemos dar gracias a Dios por hacernos perseverar, pues no provendría de nuestros esfuerzos. Los reformadores llamaron a la doctrina que se desprendía de cada uno de los pasajes revisados “la doctrina de la perseverancia de los santos”. 


La doctrina de la perseverancia no es causa para el conformismo ni el libertinaje

       La principal crítica que se hace a esta doctrina es la de mantener una actitud licenciosa hacia el pecado o de crear una tendencia natural hacia este. Sin embargo, jamás en las Escrituras se nos enseña a volver a nuestro pecado, sino a sostener una lucha contra este y un constante abandono de toda la inmundicia que empaña la Gloria de Dios. El arrepentimiento que enseña la ley, los profetas, Jesucristo y los apóstoles, es un abandono creciente y constante del pecado, que parte de un odio tremendo por la maldad en que antes se vivía, no un simple clamor por perdón. Los que sostienen que pueden pecar deliberadamente luego del evento de la salvación, debido al carácter eterno del perdón de Dios, han olvidado una parte fundamental de la Palabra de Dios. El sentido principal de la salvación es crear en el hombre un corazón nuevo, que cumpla los mandatos de Dios y se aleje por siempre del mal. Quien no ha entendido primero esto no comprenderá jamás la doctrina de la perseverancia.

      Charles Finney, uno de los más importantes ministros del “segundo avivamiento” cristiano de Estados Unidos, sostuvo una línea bastante similar a la doctrina pelagiana, incluso podría reconocerse como un “pelagiano a mucha honra”. Podría pensarse que tal ministro pudiese objetar en contra de la doctrina de la perseverancia de los Santos, no obstante, hace defensa de ella (o parcialmente de ella) en su obra “Teología Sistemática” diciendo:

“Se dice que la misma tendencia natural de esta doctrina la condena; que tiende a generar y alentar una presunción carnal en una vida de pecado, sobre todo en aquellos que piensa de sí mismos como santos. Respondo a esto que existe una clara y obvia distinción entre el abuso de alguna cosa o doctrina buena, y su tendencia natural. La tendencia legítima de una cosa o doctrina puede ser buena y, sin embargo, es posible pervertirla o abusar de ella”
Charles Finney
Teología Sistemática
Capítulo 36: Perseverancia de los Santos II

         Según Finney, existe una diferencia entre la tendencia natural de la doctrina de la perseverancia de los Santos y la perversión que se hace de ella. El hecho que la doctrina no se entienda o no se analice debidamente no es garantía para desecharla. Analizando las objeciones, que pronto responderemos a cada una, podemos ver una tónica que se repite en ellas, y es el celo sincero de pensar que si se es salvado una vez y para siempre tal noción puede crear en nosotros conformismo y libertinaje, esto es, una vida de pecado e injusticia bajo la falsa seguridad de estar salvados. No obstante, comparto el mismo celo, pues muchos de los que dicen ser cristianos siguen una doctrina liberal en la que la perseverancia de los santos se ha transformado en una frívola seguridad para pecar constantemente. Para tales cristianos “ya están salvados”, y por lo tanto, el que cometan más o menos pecado no importa. Sin embargo, el que algunos o muchos vivan de una forma contraria a la Palabra escudándose en una doctrina bíblica no niega la verdad de tal doctrina. Aquellos que fomentan el pecado de sus amigos diciéndoles “Dios te perdonará, pues Dios es amor”, ¿Están diciendo una mentira? Por supuesto que no, pues la Escritura expone claramente que Dios es amor. El sólo hecho que tal consejo sea impropio por el fin que promueve, no niega la verdad bíblica que se ocupó para objetivos indebidos. Por lo tanto, debemos partir por la percepción que el hecho que muchos vivan contrariando con sus vidas esta doctrina no la niega, incluso me atrevo a adelantar que sus vidas reprobadas fortalecen aún más tal doctrina. Comparto lo expuesto por Finney en este punto al decir: “…un examen más detenido mostrará que la objeción contra aquellas doctrinas carece enteramente de fundamento;  y no solamente eso, sino que la verdadera tendencia natural de aquellas doctrinas aporta la posibilidad de un fuerte argumento a su favor” (Finney, Teología sistemática. Pág.551. Editorial Peniel).   

     Partiremos este punto exponiendo la objeción a la doctrina de la perseverancia. Si bien sus detractores hayan consuelo en ciertos versículos para exponer su punto, su idea principal es errada, lo cual deseo demostrar. La objeción parte diciendo que el creer en que la salvación no es posible perderla lleva al creyente a un estado de conformismo y libertinaje, esto es, pecar deliberada y constantemente amparado en su seguridad de salvación. Para los defensores de esta idea, Dios da un regalo (la salvación) que el hombre observa si cuida o no. Si es descuidado perderá su salvación a causa de los pecados, pero si decide perseverar cuidará la salvación que le ha sido dada. Una gran parte de ellos afirma que el creyente sólo está seguro de la salvación si está en Cristo, pero si se aparta de Cristo y vuelve al mundo o comete pecados de muerte, la salvación fue historia. Sin perjuicio de ello, la objeción se levanta sobre un punto en particular y es el que hemos estado mencionando: alentar el alma para el pecado. Según tal, la doctrina de la perseverancia puede alentar el corazón para la maldad.

    Ante tal objeción no podemos responder con total negación porque es cierto que muchos se sostienen de tal doctrina para cometer pecado con avidez. No obstante, el hecho que muchos perviertan la doctrina con su comportamiento mundano no es garantía de que la doctrina sea mala. Sería injusto tildar a Martín Lutero de revolucionario y agitador mundano por el vandalismo y asesinato de los campesinos que en su época malentendieron el mensaje del reformador destruyendo iglesias y asesinando monjes. Así mismo el que algunos digan vivir para Cristo no debe evaluarse por sus palabras sino por sus frutos. Si alguien dice que es salvo y por lo tanto puede pecar cuanto desee, de todas formas Cristo ya compró su salvación y nadie lo puede arrebatar de la mano de Dios, tal supuesto creyente no es más que un blasfemo y perdido. No obstante, si bien tal “cristiano confeso” puede sembrar dudas respecto a la doctrina de la perseverancia, no la anula por su mal vivir, pues su comportamiento ha dado cuenta que no ha entendido la doctrina de verdad. Esto digo porque la objeción que exponen los detractores de la doctrina reformada es, como dijo Spurgeon, en parte error y en parte mentira: “En parte es un error porque tiene su origen en un entendimiento incorrecto, y en parte es una mentira porque los hombres saben que no es cierto o deberían saberlo, si así lo quisieran”. Spurgeon estima: “Creo que la conclusión que llevaría a los hombres a pecar porque la gracia reina no es lógica, sino precisamente lo contrario; y me atrevo a afirmar que, de hecho, los hombres impíos, como regla no toman como pretexto la gracia de Dios como una excusa para su pecado. Como regla son demasiado indiferentes para preocuparse por cualquier tipo de razones; y si ofrecen una excusa es usualmente más débil y superficial. Puede haber unos pocos hombres de mentes perversas que hayan usado este argumento, pero no hay registro de las extravagancias del entendimiento caído” (Spurgeon, Sermón: Las doctrinas de la Gracia no conducen a pecar). Según el predicador pocos podrían excusarse de que son salvos para pecar, con regularidad si alguien ha pecado busca otro tipo de razones para justificar el pecado, si es que verdaderamente le avergüenza. Aún así, el hecho que unos pocos puedan utilizar este argumento, como tengo entendido que profesan ciertos jóvenes pseudocristianos, no significa que la doctrina esté desechada, pues como bien lo ilustra Spurgeon:

“Si vamos a condenar una verdad por el mal comportamiento de individuos que profesan creerla, nos encontraríamos condenando a nuestro Señor mismo por lo que hizo Judas, y nuestra santa fe moriría en las manos de apóstatas e hipócritas. Actuemos como hombres racionales. No culpamos a las sogas porque algunas criaturas locas se han ahorcado con ellas; ni pedimos que la cuchillería de Sheffield deba ser destruida porque los utensilios filosos son instrumentos de los asesinos”
Charles Spurgeon
Sermón: Las doctrinas de la gracia no conducen a pecar
Predicado el 19 de Agosto de 1883

     Todos aquellos que promovieron las Doctrina de la Gracia en la Historia de la Iglesia, hombres de oración y ayuno, de una fe pura y meditación creciente de las Escrituras como Owen, Charnock, Manton, Howe, entre otros, fueron hombres entregados por entero a la gracia, no confiaron un solo instante en su brazo de fuerza, sino únicamente en el Señor. Mientras se les podía calificar de “animadores al pecado” por sostener la doctrina de la perseverancia de los Santos, ellos se encontraban de rodillas orando a Dios y en diversas persecuciones soportando por la causa del evangelio. ¿Quién podría calificarles de tendientes al pecado o alentadores de una vida carnal y destructiva? No puedo explicarlo de mejor forma que Spurgeon al decir: “Señores, si había iniquidad en la tierra en esos días, se encontraba en el partido teológico que predicaba la salvación por obras. Esos caballeros con rizos al estilo de las damas y muy perfumados, cuyos discursos tenían un sabor profano, eran los abogados de la salvación por obras, y todos enlodados y salpicados por la lujuria abogaban por el mérito humano; sin embargo los hombres que creían en la gracia solamente eran de otro estilo. No estaban en las cámaras del alboroto y el libertinaje; ¿en dónde estaban? Se les podía encontrar de rodillas clamando a Dios pidiendo ayuda en la tentación; y en los tiempos de persecución se podían encontrar en la prisión sufriendo con alegría la pérdida de todas sus cosas por causa de la verdad. Los puritanos eran los hombres más piadosos sobre la faz de la tierra. ¿Son tan inconsistentes los hombres que les ponen un apodo por su pureza y, sin embargo, dicen que sus doctrinas conducen al pecado? Y no es un ejemplo solitario el del Puritanismo; toda la historia confirma la regla: y cuando se dice que estas doctrinas promueven el pecado, yo apelo a los hechos”. Hemos visto en la Historia de la Iglesia que los perseguidos promotores de esta doctrina jamás vivieron conforme al abuso que muchos hacen de la doctrina. Por lo cual, la tendencia aparentemente automática que defienden los detractores de la doctrina de la perseverancia no es tan real como suponen. Aún así, se ha visto a falsos profetas enseñando que si una vez se es salvo no es posible caer del estado de la gracia, y por lo tanto, es posible pecar de vez en cuando siempre y cuando pidamos a Dios perdón. Tales hombres sólo están para entretener a hombres carnales que alivian sus ansias lujuriosas en consejos depravados. Esto no niega la doctrina, aunque si la desprestigia. No obstante, esta doctrina no está basada en los comportamientos que tengan hombres impuros e inconversos, sino en la Palabra de Dios.

     Dios salva mediante la regeneración por el Espíritu Santo, el nuevo nacimiento descrito en Juan 3. Jesús mismo ha dicho que es necesario nacer de nuevo para ver el reino de Dios, es decir, ser rescatado eternamente del infierno y llevado a la gloria del Altísimo. El corazón nuevo es símbolo del nuevo hombre descrito en las epístolas del apóstol Pablo:

“En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”
(Efesios 4:22-24).

“De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”
(2 Corintios 5:17).

“No mintáis los unos a los otros, habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo, el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno”
(Colosenses 3:9-10).

“Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación”
(Gálatas 6:15).

      La línea que podemos distinguir en todas estas menciones es la de una conversión de una vieja criatura en pecado a una nueva criatura que vive para Dios. El mismo Apóstol describe que la conversión sólo es posible por medio del sacrificio de Jesucristo: “sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirva más al pecado… Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Romanos 6:6,8). Sólo por la muerte y resurrección de nuestro Señor podemos morir al pecado y revivir para Dios respectivamente. Dios nos habla de “nuevas criaturas”, “nuevos hombres”, “nuevas cosas”. La pregunta ideal es, ¿Qué relación específica con el pecado tienen estas nuevas criaturas? La objeción a la que respondemos puede ser rebatida fácilmente al decir que una nueva criatura no tiene los mismos afectos, sentimientos, costumbres, relaciones, deseos ni deberes de una vieja criatura, pues es lo que por lógica deducimos cuando se pronuncia el adjetivo “nuevo”, y más aún cuando se nos habla que la diferencia entre el viejo y el nuevo hombre es el abandono de vicios y deseos engañosos (pecado). Sin perjuicio de lo anterior, la lógica no debe superponerse a la Palabra de Dios, y por lo tanto, es necesario presentar evidencias bíblicas que demuestren que la objeción es incorrecta en sí misma. Sujetándonos de la misma línea que estábamos abordando podemos continuar leyendo al Apóstol Pablo quien dice: “sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (Romanos 6:9-10). Tan sólo detengámonos a revisar la seguidilla de verdades que el Apóstol describe. Existe un viejo hombre que fue crucificado juntamente con Cristo para que el nuevo ya no sirva más al pecado (v.6), y no sólo ello, sino que por medio de su resurrección podemos vivir con Él (8-9). Cristo resucitado ya no muere, por lo que la muerte y el pecado ya no se enseñorean de Él. La consulta es, ¿Puede el nuevo hombre estar bajo la bendición de no volver a estar bajo el señorío del pecado y la muerte? El Apóstol aproxima su respuesta diciendo: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Romanos 6:11). Hasta el momento podemos llegar a pensar que podemos participar de la bendición de estar libres de la esclavitud del pecado, no obstante falta una respuesta más categórica, y esta la hallamos en el versículo 14: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (v.14). El Apóstol responde afirmativamente a nuestra pregunta. Asimismo como Jesús murió nuestro viejo hombre sumido en pecado murió, pero en cuanto Jesús vive nosotros vivimos para nuestro Dios y no se enseñorearan de nosotros el pecado ni la muerte. Nuestra primera respuesta a la objeción planteada por los detractores de la Doctrina de la Perseverancia de los Santos es que el pecado no puede enseñorearse de una nueva criatura, y si un hombre que se intenta comportar como “nuevo” pero que sirve aún al pecado sin variación alguna para pensar que es un “nuevo hombre”, tal no es una nueva criatura pues negaría el principio de Romanos 6:14. Por lo tanto, si alguien dijese que es nueva criatura pero a la vez vive bajo el señorío del pecado, tal es mentiroso. Si el pecado se enseñorea o domina a un hombre esto no es muestra de pérdida de salvación, sino más bien la evidencia de una vida en donde el señorío de Cristo nunca estuvo presente. Recordemos que existe una diferencia entre cristianos verdaderos y cristianos meramente confesos: “Hay una gran diferencia entre el cristianismo nominal y el cristianismo real, y esto generalmente se puede comprobar en el fracaso de uno y en la perseverancia del otro” (Spurgeon, Sermón: La perseverancia final de los Santos).

     Si el cristiano verdadero no será enseñoreado por el pecado pues Cristo no es enseñoreado por el pecado ni por la muerte, ¿Cómo entonces el cristiano demuestra que no es esclavo del pecado? Simplemente porque el que ha comenzado en él la buena obra (Filipenses 1:6) le hará crecer en santidad cada día. El camino del cristiano no es el pecado sino la Santidad. Todo el que objeta contra la Doctrina de la Perseverancia de los Santos olvida que un cristiano no debe vivir en pecado, pues si vive en pecado no es un cristiano verdadero. Si el pecado se enseñorea del que dice vivir para Dios entonces hay una contradicción evidente. La Palabra de Dios bien enseña que la voluntad de Dios es la Santificación de sus escogidos (1 Tesalonicenses 4:3). Antes de aquella locura de involucrar el pecado como una forma de vida para el salvado, el cristiano genuino y verdadero es llamado a la Santidad. La Santidad es un fruto del Espíritu Santo, es la verdadera evidencia de si alguien es salvo o no. Su persistencia en la Santidad será evidente pues Dios la enseña en su Palabra y el hacedor de la Palabra la busca a diario: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:11-12). Aquel que no vive sobria, justa y piadosamente simplemente es porque no ha sido enseñado de la gracia de Dios, y recordemos que sólo es posible dar frutos una vez que hayamos oído y entendido la gracia de Dios en verdad (Colosenses 1:6). La Palabra de Dios no escatima en decir: “Seguir la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). Nadie puede entrar al reino de los cielos sin Santidad. Nadie puede mirar a los ojos a nuestro Señor sin Santidad. Sería irrisorio suponer que un cristiano puede vivir haciendo caso omiso a tal santidad o que en vez de perseverar en ella se valga del pecado para reemplazarla. Una de las cosas que Dios prometió por medio de la obra de Cristo es que los redimidos irán por un especial camino: “Y habrá allí calzada y camino, y será llamado Camino de Santidad; no pasará inmundo por él, sino que él mismo estará con ellos; el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Isaías 35:8). Un cristiano verdadero persevera en Santidad siempre, de otro modo, no es un cristiano verdadero como supone. No existen vacaciones para la Santidad, no hay momentos de descanso o días libres, la Santidad es un camino en el que se está o no, y el cual el creyente verdadero desea seguir con fe y amor a su Señor.

     Aunque alguno podría exclamar casi como un suspiro agonizante: ¿Entonces el cristiano no puede pecar? La respuesta que nos entrega la Escritura es que existe una clara diferencia entre el pecado en que el cristiano tristemente puede caer y el pecado en que el hombre no regenerado vive. Por ello el Apóstol Juan alivia el alma angustiada y avergonzada de haber pecado contra su Señor diciéndole: “… y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). La vida del cristiano no es perfecta, de otro modo, no estaría en la tierra. El cristiano puede desviarse y decaer, pero sólo momentáneamente. Su corazón está constantemente pendiente de agradar a quien le rescató de su pecado y del dolor eterno del infierno. No obstante, no puede volver a la antigua vida que tenía antes, pues el pecado no se enseñoreará sobre él. Si peca su Padre le disciplinará con dureza. Si cae se levantará y seguirá adelante: “No obstante, proseguirá el justo su camino, Y el limpio de manos aumentará la fuerza” (Job 17:9). El mismo Finney declaró que la Doctrina de la Perseverancia “…es absolutamente necesaria para impedir la desesperación, cuando la convicción es profunda, y los conflictos con la tentación, agudos. Su tendencia natural es destruir y mantener bajo el egoísmo, impedir esfuerzos y resoluciones egoístas… Tiene la tendencia de someter el pecado, humillar al alma bajo el sentir del grande amor y fidelidad de Dios en Cristo Jesús, a influenciar al alma a vivir en Cristo, y a renunciar completamente y para siempre a toda confianza en la carne” (Finney, Teología Sistemática. Pág.554. Editorial Peniel). Edwin Palmer concilia esto ejemplificando: “La vida del cristiano es como la línea que describe la economía de un país durante un periodo de cien años. La línea del diagrama empieza en el rincón izquierdo más bajo y se va elevando hacia el extremo derecho superior. Hay altos y bajos, hay recesiones y depresiones casi catastróficas. La línea es quebrada y no recta en su ascensión; pero si se la considera globalmente, en ese período de cien años, es fácil ver que a pesar de los retrocesos temporales, al final hay ganancia, y que la economía de ahora es muy superior a la del siglo diecinueve” (Palmer, Doctrinas Claves. Pág.133. Editorial El Estandarte de la Verdad). No podemos ignorar que la perseverancia consiste en una lucha a pesar de las adversidades. Trata de un camino cuesta arriba que deba terminarse sí o sí. Dios advierte en su Palabra de las caídas que pueden tener sus hijos a lo largo del camino, pero también habla de la corrección y restitución que por gracia hace a favor de ellos. En resumen, no podemos observar la perseverancia cristiana abstrayéndonos de la Santidad y lucha contra la maldad que acompaña todo el camino.

     A pesar de todo lo revisado muchos aún pueden insistir diciendo que todo lo revelado puede tentar al corazón distraído hacia el pecado. Este argumento sigue siendo tan absurdo como al principio, incluso comienzo a entender a Finney cuando dijo: “¡Imposible! Esta doctrina, aunque es pasible de abuso por los hipócritas, aún así es el ancla segura de los santos en horas de conflicto. Y ¿se privará a los hijos del pan de vida, porque los pecadores perviertan su uso para su propia destrucción?” (Finney, Teología Sistemática. Pág.554. Editorial Peniel). El mismo Apóstol Pablo fue juzgado por detractores, tomando en consideración la misma objeción: “¿Y por qué no decir (como se nos calumnia y como algunos, cuya condenación es justa, afirman que nosotros decimos): Hagamos males para que vengan bienes?” (Romanos 3:8). Ya en tiempos tan tempranos la Gracia de Dios estaba siendo cuestionada respecto a la perseverancia, a lo cual el mismo Apóstol responde:

“¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?”
(Romanos 6:1-2).

“¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? En ninguna manera”
(Romanos 6:15).

          La respuesta es tan categórica que me uno a Spurgeon al decir: “Ésta es la objeción constantemente repetida que he oído hasta el cansancio, con su ruido vano y falso. Casi me avergüenzo de tener que refutar tan abominable argumento. Se atreven a afirmar que los hombres se sentirán con licencia para ser culpables por esa gracia de Dios y no titubean en decir que si los hombres no son salvos por sus obras, entonces llegarán a la conclusión que su conducta es un asunto sin importancia, y que pueden pecar para que abunde la gracia” (Spurgeon, Sermón: Las doctrinas de la Gracia no conducen a pecar). El mismo Apóstol respondió a este asunto en una de sus epístolas más leídas, y aún así, permanece invisible para aquellos que se suman a las calumnias contra la Sana Doctrina. Aquellos que asumen que la Salvación se pierde puesto que la doctrina opuesta (la salvación no se pierde) sienten que alienta a pecar, debiesen educarse urgentemente en la Escritura. La gracia de Dios jamás genera en el hombre un propósito adverso como algunos pensarían: “Porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo bien, hagáis callar la ignorancia de los hombres insensatos; como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino como siervos de Dios” (1 Pedro 2:15-16). No obstante, si existen falsos profetas que abusan de la Doctrina de la Perseverancia de los Santos, fuentes seguras para que muchos se opongan a tal Doctrina, debemos saber que tales ya estaban descritos en la Palabra: “Porque algunos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberanos, y a nuestro Señor Jesucristo” (Judas 4). El apóstol Judas jamás expuso que la Gracia de Dios era insegura o debía ser anulada debido al comportamiento de los falsos profetas, sino al contrario, tal Gracia demostraba en cierto sentido el error perturbador que tenían tales. Asimismo debemos aplicar aquello para todo tipo de consejero, sea un obispo o compañero de cuarto, si nos incentiva a pecar tomando como ejemplo la Doctrina de la Perseverancia, entonces mejor no escucharle. Tengamos en cuenta que uno de los que más tienta con este tipo de Doctrina es el enemigo. Ante cualquier mórbido ataque de menuda consistencia es bueno responder como el Apóstol: “¿Pecaremos para que la gracia abunde? En ninguna manera”.

        Ninguno de los apóstoles, siento yo, dedico más a este tema que el Apóstol Juan. No es mi intención introducirme en su mente, no sé si él alguna vez pensó que existiría este tipo de debate con respecto a la doctrina bíblica, pero en alguna forma siento que Dios lo inspiró para dar respuestas a las dudas de muchos creyentes en todas las épocas. Revisemos unas cuantas menciones sobre la Perseverancia expuesta en sus escritos:

“Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos”
(Juan 8:31).

       Notemos que Jesucristo el Señor se refiere a los judíos que habían creído en Él, no a incrédulos. Les advierte que si verdaderamente permanecen en la Palabra que les enseñaba, serían realmente sus discípulos; si se apartaban, la demostración sería opuesta.  Esto no niega la inmensa posibilidad de depositar un cierto grado de confianza en Jesús por un tiempo, pero no se trataría de fe verdadera, pues la fe que concede el Señor no es únicamente un punto inicial, sino también una fe viva que acompaña todo el crecimiento y perseverancia en Santidad, jamás retrocede al mundo, ni regresa a la antigua vida de la cual fue sacado, sino que progresa cada día, independientemente de las caídas que pueda tener. A un discípulo se le puede llamar de esa manera porque permanecerá en la Palabra de Dios. Si no permanece en la Palabra no es un discípulo. Todo esto es ratificado en la primera epístola que envía el Apóstol, al decir: “…así ahora han surgido muchos anticristos… Salieron de nosotros, pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que no todos son de nosotros” (1 Juan 2:18-19). El hecho que algunos abandonen la fe que dijeron tener muchas veces resalta la fe de los que verdaderamente la tienen. El Apóstol es enfático al decir que “no eran de nosotros”. Si el punto de vista de los detractores de la doctrina reformada es correcto la mención bíblica debiese ser “Salieron de nosotros, y fueron de nosotros”, lo cual no es en nada correcto. No eran de nosotros precisamente porque si fuesen de nosotros habrían permanecido con nosotros. La permanencia en la fe es evidencia de la Obra progresiva de Dios, la cual perfeccionará cada día hasta el día de Jesucristo. La huida del camino da cuenta, no de pérdida de salvación, sino de una ausencia en la fe, pues de lo contrario jamás hubiera dejado la senda. Pero, ¿A qué llamamos permanecer? Permanecer en la Palabra del Señor guarda relación con “vivir en ella”. La palabra exacta para permanecer viene del griego menó que significa quedarse, durar, perseverar, retener, posar, vivir. La palabra hace mención a un estado perdurable, no estar de paso únicamente. Un cristiano lamentablemente puede caer o desviarse debido a las tentaciones de su propia concupiscencia, las maquinaciones del enemigo y la vanagloria y perversión del mundo. No obstante, si es un verdadero discípulo perseverará con fe y seguirá adelante. Lo maravilloso de ello es que quien nos permite y hace perseverar es el mismo Dios que nos da la fe para hacerlo. Por lo cual, todo aquel que diga que la Doctrina de la Perseverancia es un llamado al pecado contradice a nuestro Señor, pues sólo han tomado en cuenta la Gracia ofrecida por nuestro Dios pero no los frutos que esa misma Gracia crea en el corazón humillado: perseverancia y permanencia en la fe.
     No debemos olvidar que no todo el que dice Señor a Jesucristo es un verdadero discípulo. Existe una larga distancia entre meramente profesar ser cristiano y verdaderamente serlo. El Apóstol no escatima en decir: “El que dice que está en la luz,  y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas” (1 Juan 2:9). Notemos que se nos hace mención del que dice que anda en luz pero que hace precisamente algo no concordante con la luz en la cual dice caminar: aborrecer a su hermano. Si los detractores de la Doctrina de la Perseverancia tuviesen razón, el pasaje bíblico sonaría algo así como “El que dice que está en la luz, y aborrece a su hermano, ya no está en la luz”, haciendo alusión a perder el estado de la Salvación. No obstante, no es lo que dice el texto. El que dice estar en la luz pero aborrece a su hermano es porque aún no está en la luz. La palabra aún denota un estado al cual no se ha accedido, es más el versículo subsiguiente hace clara mención de un estado no regenerado: “Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos” (v.11). Todo esto es confirmado con el versículo 10 el cual dice: “El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo” (v.10). No hay tropiezo para que el que está en la luz. No puede deslizarse del estado de Salvación al estado de Perdición. Ha sido comprado con Sangre, no será desechado. Tanto el hecho que el que ama a su hermano permanece en la luz como el que aborrece a su hermano aún está en tinieblas, confirma la Doctrina de la Perseverancia y a la vez niega el menudo argumento que establece que tal Doctrina genera una vida licenciosa en pecado.
       
      La perseverancia de los Santos es una Doctrina que lejos de alentar al pecado, lo censura porque Dios lo condena. Es más podría llegar a ser una de las verdades más terribles para el no regenerado pero a la vez el puente que Dios puede utilizar para atraerle a su Gracia Salvadora, pues al ver que su vida no da frutos y no se conforma a la Doctrina de Dios, puede ver que aún se encuentra en un estado de perdición. El estar o no en Cristo es uno de los motivos por los cuales debemos examinarnos. Si el examen tiene un resultado desfavorable el corazón afligido tiene la esperanza que el Salvador Jesús obrará si se arrepiente de los pecados y cree en el evangelio. La Doctrina de la Perseverancia de los Santos nos permite cuestionar nuestras vidas si están o no en Cristo, no nos ayuda a tener argumentos mentales para proceder más confiadamente al pecado. Es más, todo el que cree firmemente en lo que la Palabra de Dios dice sobre la Perseverancia jamás tendría un pensamiento tan escuálido de pecar amparándose en esta verdad. No obstante, si existen algunos que lo han hecho y, aún más, lo enseñan, tales sólo les espera el Juicio de Dios contra su falsa doctrina e inexistente seguridad.


Sobre la perdida de la salvación como argumento inevitable para explicar el espíritu inconstante de algunos

   Podríamos acabar este tema aquí, pero aún hay algunos que no se sienten satisfechos con los argumentos bíblicos anteriormente presentados. A muchos les surge la duda de cómo aquellos que parecía que caminaban con el Señor y perseveraban con denuedo ahora se encuentran en abominables pecados e incredulidad. ¿Qué sucedió con ellos? Aquí no tratamos con el abuso de la Doctrina de la Perseverancia explicado en el punto anterior, sino con la tendencia que debiese crear en los receptores de la Gracia de Dios. ¿Qué hay de aquellos que perseveraron por un tiempo y en la actualidad no creen en Dios ni hacen su voluntad? ¿No es esto una evidencia a favor de la pérdida de la salvación?
      Nuevamente, el argumento de los detractores de la Doctrina Reformada es insuficiente en sí mismo, pues por una parte reconocen el valor que debe tener la perseverancia para el cristiano verdadero pero por otra aplican su cuestionamiento sobre corazones que han dado evidencias de no ser salvados. En primer lugar, si el que persevera hasta el fin es porque ha sido salvado, ¿Es salvado aquel que ha abandonado su supuesta perseverancia? En segundo lugar, ¿Es cristiano todo el que aparenta o dice serlo? Y en tercer lugar, ¿Es el pecado y la incredulidad la vida que practica el cristiano? Respondamos a estos dilemas.

     Jesús dijo que aquel que pone su mano en el arado y mira hacia atrás no es apto para el reino de Dios (Lucas 9:62). Aquel que retorna a su “vida antigua” es porque no ha tenido una nueva. La vida nueva jamás deja de ser atractiva para el regenerado por el Espíritu Santo. Puede decaer y desviarse, pero se levantará y persistirá porque su fe está basada en uno que no cayó ni dejó de tener fe: Cristo Jesús. Un cristiano puede caer en las manos del Gigante Desesperación y ser encarcelado en el Castillo de la Duda, pero una vez que ha vuelto en sí se arrepentirá de su pecado y hará uso de la Llave de la Promesa, la cual abrirá todas las puertas del Castillo de la Duda. No hay retorno para el corazón agradecido con el Señor, es inimaginable cometer la locura de volver a la vida de pecado que se llevaba antes. El pecado no se enseñoreará de aquellos que ahora sirven con sus miembros a la Justicia (Romanos 6:12-14). Por lo tanto, alguien que no cumpla con la Perseverancia hasta el fin, volviendo a la vida de pecado e incredulidad de antes, no es que haya perdido las cosas que poseyó, haber muerto una vez más al pecado, cambiado el corazón nuevo por el antiguo, o volver a ser una vieja criatura. Si vive aún en pecado e incredulidad es porque lo que dijo ser perseverancia no se trató más que un disfraz ocupado en una fiesta temporal. Si la Perseverancia no es hasta el fin entonces no se puede concluir que se sea salvo. Si alguien es salvado del pecado y del infierno tiene una nueva vida que persevera y no volverá a ser cautivo del pecado, de otro modo negaríamos todo lo que hemos estudiado hasta el momento. ¿Cómo entonces es explicado el que algunos hayan demostrado cierta perseverancia pero que ahora se hallan viviendo en pecado?
       Debemos primero hacer la salvedad que hoy existen variados índices que podemos considerar válidos para evaluar si un hombre es o no es cristiano, no obstante, muchas veces tales criterios son más humanos que bíblicos. Uno de ellos es la asistencia o participación en una iglesia. En nuestro vocabulario tenemos adherido que la iglesia es un lugar al cual se asiste más que un cuerpo al cual se pertenece. Juzgamos a los que no asisten como descarriados o no perseverantes, cuando muchas circunstancias podrían explicar la inasistencia. Muchas veces cristianos verdaderos dejan de asistir a una iglesia en particular porque no encuentran la comunión descrita en las Escrituras o porque hallan una masa de personas que asisten a un club social antes que a un lugar donde es posible crecer en el camino del Señor. Esto se puede entender aún más al ver el estado actual de congregaciones que dicen servir a Dios. Su desatención al mensaje de las Escrituras, su fidelidad a tradiciones humanas, su ignorancia y pereza, su carácter multitudinario, muchas veces termina enloqueciendo a aquel que busca la Verdad del evangelio con denuedo. La perseverancia, por tanto, no se mide por la frecuencia o constancia con la cual se asiste a un templo, pues cualquier incrédulo o impío podría aparentar ser hijo de Dios si serlo sólo consistiera en asistir a un templo. Muchas veces existen templos llenos de inconversos con excelentes historiales de asistencia, pero en su listado de frutos dignos de arrepentimiento no hay cruz alguna. Otro índice humano y no bíblico es la apariencia de Santidad. Si bien el aire que se respira en el camino de la Perseverancia es la Santidad, muchos podrían aparentar cierto nivel de moralidad externa. No olvidemos lo que Jesús dijo de los fariseos: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). Un cristiano denotará frutos tanto interiores como exteriores; un “cristiano confeso” sólo se mostrará dispuesto a los que los demás pueden ver, es más, buscará la forma que su santidad exterior sea un motivo para que lo adulen (Mateo 6:1,5,16). Por lo tanto, debemos depurar nuestro pensamiento sobre qué significa perseverar y plantearnos una pregunta limpia de estándares humanos: ¿Qué hay de aquellos que profesaron el nombre de Cristo, sostuvieron que tenían fe, mostraban amor para con los hermanos, manifestaban cierto cambio de emociones y actitudes, pero con el tiempo terminaron rechazando la fe, regresando a la vida que tenían antes, y muchos incluso negando a Dios? ¿No es esto una prueba que la perseverancia de los Santos es una doctrina errada?

     Precisamente para responder aquello Jesús refirió la parábola del sembrador. En esta parábola, el Maestro simboliza los corazones de los hombres como distintos terrenos y la Palabra de Dios como la semilla de un sembrador, para luego evaluar uno por uno el impacto de la semilla sobre el terreno. La semilla que cayó junto al camino simboliza aquellos hombres que oyen la Palabra pero el diablo la arrebata de sus corazones para que no crean y se salven (Lucas 8:12). La semilla que cayó sobre la piedra son aquellos que reciben la Palabra con gozo pero no echan raíces, por lo cual cuando viene la prueba se apartan (v.13). El evangelio según San Marcos lo describe de esta forma: “…son de corta duración, porque cuando viene la tribulación o la persecución por causa de la palabra, luego tropiezan” (Marcos 4:17). La semilla que cayó entre espinos fue ahogada por la acumulación de maleza, que simboliza los placeres y afanes de esta vida, por lo cual no le fue posible dar fruto (Lucas 8:14). Finalmente la semilla que cayó en buena tierra “…éstos son lo que con corazón bueno y recto retienen la palabra oída, y dan fruto con perseverancia” (v.15). Al tomar en consideración toda la parábola no puedo creer que muchos crean hasta el momento que el que la salvación se pierda es un argumento inevitable para explicar la corta duración que tienen algunos en la fe. Los primeros tres terrenos simbolizan todos los corazones que en alguna medida u otra rechazan la Palabra de Dios. Los primeros directamente, los segundos creen por un tiempo pero fracasan y los terceros se desatienden del camino. La única semilla que dio fruto fue la que cayó en buena tierra, la cual simboliza el corazón bueno y recto. ¿Quién acaso tiene el corazón bueno y recto sin ser justificado por medio de la fe? ¿A quién Jesús trata de justo, recto o bueno fuera de los que Dios ha llamado y escogido por Gracia? Ninguno de los tres terrenos anteriores es considerado “buena tierra”, por lo tanto, esta parábola no nos menciona que los hombres que se desvían una vez fueron buenos y rectos pero acabaron desechando al Señor. Simplemente los otros terrenos no dan fruto porque no son buena tierra. Por tanto, para que la semilla de la Palabra de Dios haga el efecto que Dios desea es necesario que el Señor prepare primero el corazón con su Poder para que podamos responder. ¿No fue esto lo que le pasó a Lidia? “Entonces una mujer llamada Lidia, vendedora de púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía” (Hechos 16:14). El Señor convierte los malos corazones en buena tierra para que atiendan la Palabra y den fruto con perseverancia. Nótese que ninguno de los demás terrenos dieron fruto, menos con perseverancia.
    ¿Qué es lo que podemos concluir de lo anterior? Que aquel que verdaderamente ha sido convertido por Dios en buena tierra, es decir salvado, retendrá la Palabra y dará fruto con perseverancia, no con inconstancia ni desechando la Palabra. El que persevera hasta el fin será salvo, no el que abandona a mitad de camino lo que supuestamente empezó. Dios perfeccionará la obra que inició hasta el final (Filipenses 1:6), de otra forma, el corazón que se dijo ser buena tierra resultaba ser un terreno no apto para el cultivo. Manifestar por un tiempo fe y luego abandonar el camino es evidencia de no ser buena tierra.
      El error de los que manifiestan dependencia a la pérdida de la salvación también radica en que consideran la fe como algo que todos tienen. Su equivocación parte por pensar que la fe es algo que puede invertirse o no en el Señor y a lo cual uno puede retractarse fácilmente. No obstante, la fe no es de todos dijo el apóstol Pablo (1 Tesalonicenses 3:2). La fe es parte del Fruto del Espíritu Santo de Dios operado en sus hijos (Gálatas 5:22) y por lo tanto no es de todos los hombres. La fe no consiste en una actitud humana, sino más bien la obra que Dios ha hecho para que creamos en el que Él ha enviado (Juan 6:29). La Escritura también nos dice que “…irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:29). Aquel que dice que dejó de creer está negando la irrevocabilidad de los dones que Dios entrega. Por lo tanto, aquel que dejó de creer es porque nunca tuvo una fe verdadera, sino que emuló en alguna forma una creencia o sumisión al Señor, pero si tal estado no duró entonces no debemos presuponer que existió verdaderamente. La incredulidad es una evidencia de un corazón no regenerado, y la Verdad de la perseverancia que tiene el corazón nuevo que Dios pone en el Regenerado no debe ser mancillada por entendimientos limitados. El mismo apóstol Pablo dijo: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también PERSEVERÁIS; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (1 Corintios 15:1-2). El apóstol no escatima en decir que una fe vana es una que no retiene la Palabra, el cual es el primer impacto descrito por Jesús que debiese tener la semilla en la buena tierra. Siguiendo la exposición del apóstol podemos concluir que la retención de la Palabra y la perseverancia en el evangelio son evidencias de una buena tierra. Asimismo explicó que la fe que justificó a Abraham es una fe que se fortalece y no una que se desvanece: “Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido; por lo cual también su fe le fue contada por justicia” (Romanos 4:20-22). Por tanto, el hecho de ver supuestos cristianos que dicen ser algo pero que en realidad no lo son no es causa suficiente para refutar la Doctrina Reformada de la Perseverancia de los Santos.



Argumentos aparentemente bíblicos a favor de la pérdida de la salvación

       Muchas veces los cristianos se ven en la necesidad de concluir que la salvación se pierde, porque supuestamente existen pasajes en la Escritura que apoyan tal idea o no pueden hallar una explicación racional a estos mismos para que les cuadre con lo que la Palabra de Dios habla sobre la Perseverancia. Son tantos los pasajes que hemos estudiado y revisado que podría bastarnos con someter tales versículos a la Verdad de la Perseverancia, pero si hacemos eso sólo estaríamos amoldando los versículos y no demostrando bíblicamente el error de los que los malinterpretan. Veamos cuáles son y si verdaderamente demuestran que la salvación es posible perderla como afirman.

“Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: Volveré a mi casa de donde salí; y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero…”
(Mateo 12:45).

       Muchos infieren que este versículo es una de las pruebas infalibles de la pérdida de salvación, no obstante, ignoran aspectos importantes de lo que afirmó el Señor. Primero, el espíritu inmundo salió del hombre voluntariamente, no enseña que fue expulsado por el Señor o que comenzaron a convivir en el mismo corazón. Segundo, el espíritu inmundo reconoce al hombre como su casa. Si Jesús vivía allí, ¿Cómo compartirá estancia con un espíritu inmundo? Tercero, el espíritu inmundo encuentra desocupada la casa, es decir, Jesús no está allí. Si se encuentra adornada y barrida, ¿No da cuenta esto de una reforma propia y una autojustificación? Si el espíritu inmundo vuelve con siete espíritus para derribar los adornos y ensuciar la casa, ¿Dónde estaba Cristo para impedir aquello? La Biblia enseña que si el Espíritu Santo mora en nosotros, el cuerpo es su templo, y Dios no comparte su templo con espíritus inmundos. Jesús dijo que nadie arrebata de su mano a los verdaderos creyentes (Juan 10:28) y el Apóstol Pablo exhortó que ningún principado, ángel ni potestad puede separarnos del amor de Dios (Romanos 8:38). Si asumimos que la fuerza de los siete espíritus nos hizo perder la salvación, entonces estamos en un serio problema, pues negamos la Verdad de Jesús y el verdadero poder de su salvación.
        
“…ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”
(Filipenses 2:12).

         Aquellos que piensan que este versículo es un argumento a favor de la pérdida de salvación debiesen tan sólo bajar su mirada al versículo anterior, en el cual se les dice a los Filipenses “porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (v.13). El temor y el temblor no son producidos por el sentimiento de pérdida de salvación, sino porque Dios es el que produce en nosotros el querer como el hacer. El temor y el temblor consisten en un estado de reverencia al saber que Dios mismo, el Hacedor de todas las cosas, está obrando en nosotros de tal manera que produce tanto el deseo como las buenas obras en nosotros.

“Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vomito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno”
(2 Pedro 2:22).

      Muchos recurren a este versículo para concluir que el estado de salvación se puede revertir. No obstante es necesario situar este versículo en su debido contexto. El apóstol Pedro desde el comienzo del capítulo 2 habla de los falsos profetas y falsos maestros. Son aquellos que introducen herejías destructoras (v.1); muchos seguirán sus disoluciones y por los cuales el camino de la verdad será blasfemado (v.2); por avaricia harán mercadería de los creyentes (v.3); son atrevidos y blasfemos con las potestades superiores (v.10) como animales irracionales (v.12); se recrean en sus errores (v.13); tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar y seducen a las almas inconstantes (v.14); dejaron el camino recto (v.15); son fuentes sin agua (v.17); hablan palabras fingidas, infladas y vanas (v.18); prometen libertad y ellos mismos son esclavos de su corrupción (v.19). Todas estas menciones, ¿Corresponden al cuadro bíblico de Justicia y Santidad que tiene un cristiano regenerado por el Espíritu de Dios? En ninguna manera, es más el mismo capítulo revela que el fin de estos es la destrucción repentina (v.1), su condenación no se tarda (v.3), son reservados para ser castigados en el día del juicio (v.9), perecerán en su propia perdición (v.12) y les está reservada la más densa oscuridad (v.17). Todo esto da cuenta de un estado de perdición, no de salvación. A ellos se refiere cuando se dice que el perro vuelve a su vómito y la puerca lavada a revolcarse en el cieno. No obstante algunos pueden acudir a los versículos anteriores para desmentir la Doctrina de la Perseverancia: “Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado” (2 Pedro 2:20-21). Sin embargo, este pasaje confirma aún más la Verdad de la Perseverancia. El contexto no nos presenta a cristianos verdaderos sino a hombres reprobados y destinados a morir en sus propias perdiciones. Estos manifestaron, como en la parábola del sembrador cierta creencia, pero como no son buena tierra (y esto se demuestra por la ausencia de frutos y la abundancia de obras de la carne) vuelven fácilmente a aquellas cosas que supuestamente habían dejado, lo que en el pasaje se llaman las contaminaciones del mundo. Vemos también que estos sólo tenían un conocimiento del Señor, no hace referencia a justificados, regenerados ni santificados en la Sangre de Cristo. Por este mismo conocimiento serán juzgados, por no acatar con obediencia el llamado de las Escrituras. Todo esto se desencadena en el viejo proverbio: “Como perro que vuelve a su vómito, Así es el necio que repite su necedad” (Proverbios 26:11). Los cristianos verdaderos no son llamados necios en el Nuevo Testamento, es más, nunca el justificado es llamado así. También debemos tomar en consideración que un perro vuelve a su vómito porque su naturaleza es así. La puerca vuelve al lodo porque su naturaleza lo demanda. Un necio vuelve a su necedad porque no ha sido cambiado para ser sabio. Estos falsos profetas vuelven a las contaminaciones del mundo porque no han sido regenerados, no perseveran porque sus almas continúan en la maldad.

“Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto”
(Juan 15:2).

        Esto no prueba que los creyentes verdaderos serán quitados de la presencia de Dios o perderán su salvación. Recordemos que los creyentes verdaderos dan frutos dignos de arrepentimiento, no tienen vidas ausentes de fruto. Por lo tanto aquellos que quitará por no dar frutos no son cristianos verdaderos.

“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído”
(Gálatas 5:4).

         Simplemente me otorga una curiosidad tremenda el que muchos ocupen un versículo así para demostrar que la salvación se pierde. Francamente es irrisorio. El Apóstol Pablo les habla a los Gálatas, quienes estaban siendo desviados por falsas doctrinas, diciéndoles que de Cristo se desligarían si por la ley se justificaran. Se trata de una caída en nuestra percepción sobre la salvación, si es por la ley ya no es por la gracia, si es por la gracia ya no es por la ley. Si la carta a los Gálatas fue referida a cristianos (Gálatas 1:2) es porque ya habían sido justificados por la fe en el Hijo de Dios, salvados por gracia, no debían volver a tener en estima la justificación por medio de la ley, como les influían los judaizantes. Esto guarda relación con otra epístola del Apóstol que dice: “Así, pues, nosotros, como colaboradores suyos, os exhortamos también a que no recibáis en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1). Dios salva por Gracia a los suyos, el Apóstol les reprende a volver a los fundamentos de la fe: salvación por gracia, no por las obras de la ley.

“Si el justo se apartare de su justicia e hiciere maldad, y pusiere yo tropiezo delante de él, él morirá, porque tú no le amonestaste; en su pecado morirá, y sus justicias que había hecho no vendrán en memoria; pero su sangre demandaré de tu mano”
(Ezequiel 3:20).

“Mas si el justo se apartare de su justicia y cometiere maldad, e hiciere conforme a todas las abominaciones que el impío hizo, ¿vivirá él? Ninguna de las justicias que hizo serán tenidas en cuenta; por su rebelión con que prevaricó, y por el pecado que cometió, por ello morirá”
(Ezequiel 18:24).

      No puedo negar que este es uno de los pasajes más difíciles de explicar para los cristianos reformados y puede ser un fuerte castillo para el que sostiene que la salvación se pierde. No obstante, tenemos que notar que ambas menciones guardan relación con la misma conclusión hecha por el profeta: “…el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). La primera mención guarda relación con la tarea indispensable del atalaya, profeta de Dios que siempre llama al pueblo al arrepentimiento y a la justicia. Si no existe amonestación, la sangre del que cayere será demandada del atalaya. La segunda mención, al igual que la anterior, hace hincapié en el poco valor que tienen los actos de justicia si se ha incurrido en mal. Notemos el contexto desde el versículo 5: “Y el hombre que fuere justo, e hiciere según el derecho y la justicia; que no comiere sobre los montes, ni alzare sus ojos a los ídolos de la casa de Israel, ni violare la mujer de su prójimo, ni se llegare a la mujer menstruosa, ni oprimiere a ninguno; que al deudor devolviere su prenda, que no cometiere robo, y que diere de su pan al hambriento y cubriere al desnudo con vestido, que no prestare a interés ni tomare usura; que la maldad retrajere su mano, e hiciere juicio verdadero entre hombre y hombre, en mis ordenanzas caminare, y guardare mis decretos para hacer rectamente, éste es justo; éste vivirá, dice Jehová el Señor” (Ezequiel 18:5-9). El que cumpliere todas estas justicias vivirá por ellas, pues la Ley bien confirma: “Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos. Yo Jehová” (Levítico 18:5). No obstante, ¿Qué hombre puede hacer todas estas cosas? ¿Acaso hombre alguno puede guardar todas estas ordenanzas de la Ley y vivir por ellas? Si respondiésemos que sí, contradiríamos todo lo expuesto por el Apóstol Pablo en epístolas como Romanos y Gálatas. Sólo hubo uno que piso la tierra que hizo conforme a todas estas cosas y su nombre es Jesús. Todos los hombres vivimos transgrediendo todos estos principios. Por lo tanto, ambas menciones nos recuerdan que ningun cumplimiento de la ley (justicia) servirá si se ha transgredido algún otro punto (Santiago 2:10). Recordemos el hecho que la Biblia no nos habla de un justo que hace justicia transversalmente a ambos pactos. Recordemos que el apóstol mencionó dos tipos de justicia: “Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas. Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo?...” (Romanos 10:5-6). El hombre que hace justicia conforme a la ley de Moisés puede ser nombrado como justo en el Antiguo Testamento, pero su justicia está condicionada a hacer todas las cosas escritas en la ley: “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (Gálatas 3:10). La Justicia que nos trae el evangelio es la Justicia de Cristo imputada por medio de la fe. Notemos que Ezequiel habla de justicia por medio de cumplir las obras de la ley, y Habacuc nos habla de Justicia por medio de la fe (Habacuc 2:4). La justificación por medio de la fe está unida a otros aspectos como la predestinación, el llamamiento, la glorificación, y por supuesto, la regeneración. Por lo tanto, tales menciones del profeta Ezequiel no nos dan cuenta de una posible pérdida de salvación, sino que confirma nuestras conclusiones, pues la justicia que demandaba Dios en la ley está condicionada al desempeño de hombres inconstantes e infieles, pero la justicia de Dios que es por medio de la fe da vida al pecador y le justifica para nunca apartarse de Él (Romanos 8:33,35-37).

“si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído, el cual se predica en toda la creación que está debajo del cielo; del cual yo Pablo fui hecho ministro”
(Colosenses 1:24).

        Cuando los detractores de la doctrina de la perseverancia utilizan este texto siempre lo acompañan con el argumento que desean defender, el cual consiste en una defensa a la idea que la permanencia en la fe depende del hombre, Dios ya hizo su parte y el hombre ahora se encuentra sólo frente a un camino que elige si seguir o abandonar. El resultado de la perseverancia es la vida eterna del perseverante y por otro lado la elección por la vida anterior y el abandono del camino conducen al infierno. No obstante, la Biblia no nos dice esto, es más, nadie tiene más en sus manos la perseverancia del creyente que Dios mismo. El Padre no reserva la salvación en las pobres manos del hombre, sino que la guarda por la obra de su Hijo. Si uno de los elegidos se perdiera toda la obra de Jesús quedaría en vano, no sería suficientemente poderoso ni fiel a sus palabras como para haber dicho: “Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que los resucite en el día postrero” (Juan 6:39). Todo el que diga que perdió su salvación trata a Cristo como un falso profeta. Lo que el apóstol nos dice en este pasaje es todo lo opuesto a lo que quieren pensar muchos. Desde el inicio del capítulo uno se nos está hablando de la fe y el amor de los Colosenses (v.4), los cuales son el fruto de una esperanza guardada en los cielos (v.5), expresada en el evangelio, mensaje que da fruto una vez que se haya oído y entendido la gracia de Dios en verdad (v.6). Por otro lado, el apóstol nos habla del Padre que nos hace aptos para participar de la herencia de los santos (v.12), de Jesús que nos ha librado de las tinieblas y en quien tenemos redención por su Sangre, el perdón de pecados (v.13-14). Basta leer estos pasajes para darnos cuenta que la gracia ha sido manifestada a los cristianos de Colosas, trasladándolos de la potestad de las tinieblas al reino de Cristo (v.13). Se reconoce que ellos en otro tiempo eran extraños y enemigos en su mente, de lo cual las malas obras son la evidencia (v.21). Pero Él nos ha reconciliado por medio de la muerte, con el único fin de presentarnos santos y sin mancha (v.22). Todo el contexto nos lleva a la obra salvadora de Dios por gracia. Sería incoherente considerar que la preservación en la fe no es por gracia, sino por obras, una vez que se nos ha hablado 22 versículos sobre la gracia de Dios y de cómo todo depende de Él. El carácter condicional que se le desear dar a este pasaje sólo está en la imaginación de aquellos que piensan que la salvación se inicia con la fe y se gana con buenas obras. Si las obras fueran el requisito para la salvación me resultaría coherente, pero si la Escritura nos ha revelado que son el efecto de la gracia de Dios entonces no puedo afirmar lo contrario. Más bien el apóstol está diciendo que la reconciliación que tuvieron, expresada en el versículo 22, está reflejada en la perseverancia, esto es permanecer fundado y firme en la fe. Hemos demostrado a lo largo de todo el estudio que el perseverar es una obra continua que Dios está guiando en el creyente, no un fruto que nazca del hombre propiamente tal.    
“sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado”
(1 Corintios 9:27).

         Para muchos el apóstol estaba dando a entender que podría ser eliminado o perder su salvación. La palabra clave aquí es “eliminado”. Sin embargo, el ignorar el contexto puede sesgar la interpretación de este pasaje. El apóstol tres versículos antes nos pone en un entorno específico: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis” (v.24). Como vemos su intención es utilizar la analogía particular del deporte olímpico. Muchos corren pero uno sólo alcanza la meta. La idea del apóstol no es afirmar que muchos siendo salvos pueden correr hacia la meta pero el que lo haga mejor obtendrá vida eterna, esto es desmentido por los siguientes versículos que fijan la mirada en el que gana la carrera y se esfuerza por el premio: “Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire” (v.25-26). El apóstol centra nuestra mirada en el objetivo que tiene el que se esfuerza por llegar primero: obtener un galardón, y por cuanto anhela el premio se abstiene de lo que no le conviene, no corre por nada ni lucha porque sí, el galardón es más importante y concentra su batalla en obtenerlo. La palabra eliminado hace alusión a esto mismo, de hecho otra traducción nos dice: “Al contrario, castigo mi cuerpo y lo obligo a obedecerme, para no quedar yo mismo descalificado después de haber enseñado a otros” (1 Corintios 9:27; Biblia Dios Habla Hoy). Por tanto, la palabra eliminado no da a entender pérdida de salvación, como si estar en la carrera es participar en la fe y sólo el que pueda por sus propios esfuerzos llegar a la meta podrá gozar de la vida eterna. Pensar de esta forma es transformar la doctrina apostólica en una especie de selección natural en la que sólo los más fuertes son vencedores. Más bien, comparto la noción que presentó el obispo anglicano J.C.Ryle al decir: “1 Corintios 9:27. No veo otra cosa en este texto que el piadoso temor de caer en el pecado, lo cual es una de las marcas del creyente que le distingue de los inconversos y una sencilla declaración de los medios que Pablo utilizó para preservarse a sí mismo” (Ryle, Seguridad de Salvación. Pág. 28-29. Editorial Peregrino).

“Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron hechos participes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio”
(Hebreos 6:4-6).

         Este es con seguridad uno de los pasajes más difíciles de explicar a mi parecer, pues en su lenguaje parece dar lugar a la idea de pérdida de salvación. Algunos, como J.C.Ryle, exponen de forma categórica que este pasaje da cuentas de un hombre no regenerado y de esta forma parece que nos olvidásemos de la posibilidad que abre este pasaje a la idea de una pérdida de la salvación. Creo que una de las visiones más próximas a la Escritura y el sentido común es la expuesta por Spurgeon, quien en su sermón del Domingo 20 de Abril de 1856, enseñó sobre este pasaje. Según él este trozo de la Escritura había que leerlo como un niño y entenderlo en su forma más pura. Bajo esta mirada, el predicador londinense da a entender que no hay razón para dudar que de quien se refiere este pasaje es de un cristiano verdadero (“iluminados”, “gustaron del don celestial”, “hechos participes del Espíritu Santo”, “gustaron la buena palabra de Dios”). No obstante, la objeción que propone es la de defender este pasaje de los que lo toman para aludir a la pérdida de la salvación. Este pasaje nos habla de “recaer” que según el predicador es distinto de “caer”: “La Escritura no menciona en ningún lado, que si un hombre cae no puede ser renovado; por el contrario, “Porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse”. El predicador insiste en que caer no es apostatar, e ilustra la diferencia con la distinción entre desmayo y muerte, si bien lo primero aparenta lo segundo, no son lo mismo. Según este: “Un cristiano puede extraviarse una vez, y regresar prontamente otra vez; y aunque es triste y doloroso y malvado cuando uno es sorprendido y peca, sin embargo, hay una gran diferencia entre esto y el pecado que sería cometido por una total recaída de la gracia (apostasía)”. Su interpretación es que es imposible que un cristiano iluminado, participante del Espíritu Santo y gustador de la Palabra, habiendo apostatado, pueda sacrificar a Cristo de nuevo. Esto no da una puerta abierta a la pérdida de salvación, pues la Palabra no nos enseña que esto haya ocurrido. Nadie que ha sido iluminado y ha llegado a gustar de los poderes del siglo venidero puede recaer permanentemente del camino de Dios. No hay otro lugar al cual acudir para pedir perdón a Dios por las caídas que a Cristo y a su único sacrificio.

      Presento esta interpretación alternativa a la común planteada por varios comentaristas, para expresar que hasta en los entendidos hay desavenencias, no obstante, si este pasaje nos da a entender pérdida de salvación nos está diciendo por otro lado que no hay forma de volver al camino, esto es, que el pecado una vez cometido por el hijo de Dios termina por imposibilitar cualquier regreso o restitución al camino, lo cual negaría cualquier arminiano.

         De esta forma quiero plantear algunas preguntas para finalizar: Si hay gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, ¿Por qué lo hay si es posible que tal motivo sea temporal? La parábola hace mención a un pastor que regresa a su pueblo y hace fiesta. En sencillas palabras, es Dios trayendo a sus ovejas perdidas al reino de los cielos, donde los ángeles, miembros de la ciudad, se gozan. ¿Por qué se gozarían si ven al pastor angustiado? ¿No sabe el pastor que tal oveja se volverá a extraviar? ¿Por qué se goza entonces? ¿Cómo cantaremos himnos tan bellos como “Señor aquí a tus plantas”, en donde se nos dice: “¿Quién me podrá apartar si en tus caminos voy? Me guardarás del mal porque ya tuyo soy?” ¿Qué buen padre deja que sus hijos se pierdan, qué buen pastor deja salir a sus ovejas para que no regresen jamás, qué buen sacerdote dejaría sin paga ciertos pecados y qué buen cordero sin mancha no satisfaría por completo la Justicia de Dios? En otras palabras, ¿Puede alguien defender que Jesús es un Salvador Eficaz si al mismo tiempo argumenta que es posible perder la salvación? Ningún opositor a la doctrina de la perseverancia puede responder cuántos pecados son suficientes para perder la salvación, pero de alguna forma saben cuando alguien la perdió. A diferencia de ellos, el que cree en el Poder de Dios vertido en la Perseverancia, distingue a un cristiano verdadero no por su confesión de fe, sino por sus frutos, no concluye que alguien fue salvo por un momento para después desviarse, sino que aclara que la Salvación no ha llegado aún a tal persona.

“Sosténme, y seré salvo…”
(Salmo 119:117).

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