jueves, 28 de noviembre de 2013

Admirando la gracia de Dios a través de su Majestad

“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, para que lo visites?
(Salmo 8:3-4)


       Todos aquellos que se han concentrado en estudiar sobre los atributos de Dios no pueden más que sorprenderse por la inmensa misericordia que ha mostrado a una humanidad caída y depravada en sus pecados, que anhela todo lo contrario a la Santidad Divina y Verdad. Aquellos que han escudriñado y tomado atención sobre la justicia de Dios, por ejemplo, si es que lo hicieron pausada y diligentemente, no pueden llegar a otro pensamiento más que Dios es misericordioso. -¡Su Gracia es inmensa!- exclaman mientras leen versículo tras versículo. Fue esta mi impresión al estudiar un pasaje en específico de la Palabra de Dios, y espero que también sea la suya al admirar, a través de un panorama simple de las Escrituras, cómo Dios ha tenido una paciencia inentendiblemente favorable para el hombre y, por gracia, le ha enseñado personalmente acerca de su salvación.


La majestad y soberanía de Dios (Isaías 40:12-31)

     Una tarde de domingo, Dios me llevó a su Palabra en el esfuerzo de memorizar las Escrituras. Recuerdo que todo tenía el potencial de desconcentrarme, memorizar tan sólo un versículo era una pendiente muy elevada. Sin embargo, apenas noté la secuencia y la gracia revelada en este pasaje, nada pudo quitarlo de mi cabeza, y hasta hoy lo sigo meditando. El profeta Isaías, como profeta del Dios vivo y verdadero, llamó al pueblo de Israel, durante todo su ministerio, al arrepentimiento y conversión de los pecados. Nada captaba más la atención de los profetas que el llamado al abandono de los pecados y el apego a la senda que Dios amorosamente trazaba y vigilaba. Luego de exponer claramente sobre la venida de Juan el Bautista (Isaías 40:3-4) y el consuelo del Señor Jesús para este pueblo único y santo, donde la iglesia es tratada como un redil apaciblemente cuidado por su Pastor (v.10-11), el profeta fija la mirada en la Majestad de Dios, la cual es uno de los tantos atributos que Dios decidió revelarnos en las Escrituras acerca de Él mismo. Podemos definir la majestad de Dios como la expresión de cuán glorioso es su nombre y cuán grandiosa es su presencia en comparación con la majestad y gloria efímera de los hombres. En este pasaje en particular, el profeta nos habla fuerte y claro del enorme poder de Dios y la insignificancia del hombre.

       El versículo 12 nos dice: “¿Quién midió las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palmo, con tres dedos juntó el polvo de la tierra, y pesó los montes con balanza y con pesas los collados?” (Isaías 40:12). La pregunta es indirecta pero su respuesta es absolutamente clara: Fue sólo el Señor de los cielos. En otras palabras, el profeta dice ¿Acaso alguien tiene la grandeza de hacer esto? ¿Quién ha hecho mediciones sobre las aguas, los cielos, la tierra o los montes y collados? ¿No es sólo Dios? “Tú solo eres Jehová; tú hiciste los cielos, y los cielos de los cielos, con todo su ejército, la tierra y todo lo que está en ella, los mares y todo lo que hay en ellos; y tú vivificarás todas estas cosas, y los ejércitos de los cielos te adoran” (Nehemías 9:6). La respuesta es enfática: Sólo Dios es quién ha hecho, hace y puede hacer tales cosas. Es en las manos de Dios donde se hallan todas las cosas que existen. El salmista dijo: “Porque en su mano están las profundidades de la tierra, Y las alturas de los montes son suyas. Suyo también el mar, pues él lo hizo; Y sus manos formaron la tierra seca” (Salmo 95:4-5). Dios no sólo tiene el poder de crear y manipular estas cosas, sino también suyo es el dominio de todas ellas, en su inmensidad y grandeza. Lo que podemos considerar en extremo inmenso y maravilloso, temible y digno de atención, Dios es infinitamente mayor a tales cosas, así como exclama el salmista: “Bendice, alma mía, a Jehová. Jehová Dios mío, mucho te has engrandecido; Te has vestido de gloria y de magnificencia. El que se cubre de luz como de vestidura, Que extiende los cielos como una cortina, Que establece sus aposentos entre las aguas, El que pone las nubes por su carroza, El que anda sobre las alas del viento; El que hace a los vientos sus mensajeros, Y a las flamas de fuego sus ministros” (Salmo 104:1-4). El Dios vivo y eterno, Jehová de los ejércitos, es quien tiene en su dominio todas las cosas, y puede hacer de ellas lo que bien desease: “Todo lo que Jehová quiere, lo hace, En los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos. Hace subir las nubes de los extremos de la tierra; Hace los relámpagos para la lluvia; Saca de sus depósitos los vientos” (Salmo 135:6-7). ¿No es acaso el trabajo de Dios hacer lo que bien desee? Aún así no puede oponerse a sí mismo, ni negar la misma Palabra que ha hablado (2 Timoteo 2:13), ya que su naturaleza es ser fiel y verdadero (Deuteronomio 7:9; 32:4). El rey David aseguró que “Grande es Jehová, y digno de suprema alabanza; Y su grandeza es inescrutable” (Salmo 145:3), esto quiere decir, que no es posible indagar ni averiguar bajo esta penosa naturaleza humana. Su grandeza sobrepasa ampliamente todos los límites de nuestra mente y nuestros pensamientos no pueden alcanzarla.

      El profeta Isaías comienza a exponer acerca de la sabiduría de Dios y exclama incisivamente: “¿Quién enseñó al Espíritu de Jehová, o le aconsejó enseñándole?” (Isaías 40:13). En otras palabras, ¿Quién acaso tiene la altura de recomendarle algo a Dios o negociar con Él? ¿Acaso Dios ha pedido consejo humano alguna vez o a valorado este sin actuar en el hombre al que le consulta? Con justa razón exclamó el apóstol Pablo: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero?” (Romanos 11:33-34). Esto mismo es replicado por el profeta Isaías al decir: “¿A quién pidió consejo para ser avisado? ¿Quién le enseñó el camino del juicio, o le enseñó ciencia, o le mostró la senda de la prudencia?” (Isaías 40:14). El que inspiró las palabras que salían del profeta Isaías fue el mismo que convenció a un deprimido Job de su ignorancia: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia” (Job 38:4). Al observar la magnificencia y grandeza de la insuperable sabiduría de Dios no podemos más que rendirnos en reverencias. Nuestros conocimientos son vanos al lado de la inmensidad del conocimiento y sabiduría que Dios tiene para sí y para aquellos que en Él han confiado: “Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le instruirá? Mas nosotros tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).


El inmenso poder de Dios y la insignificancia comparativa del hombre

      Hasta este instante, hemos visto como el profeta Isaías ha instruido acerca de cuán grande es la majestad y sabiduría de Dios, cómo tiene en su dominio todas las cosas y en su soberanía hace su voluntad sin oposición alguna. Las siguientes palabras del profeta nos acercan a un término más específico aún: la insignificancia del hombre. Este término puede ser asociado a indignidad o pequeñez, sin embargo, no es toda la impresión que la Palabra de Dios nos desea revelar. Esta insignificancia es relativa, esto quiere decir, que frente a Dios toda nuestra altivez y sentido de superioridad no es absolutamente nada. Nuestra condición humana, patriotismo, organización, trabajo o cualquier cosa que hemos diseñado con el objeto de vivir de mejor manera en esta tierra no es un problema para Dios, tan sólo con una palabra puede desaparecerlo absolutamente todo. A este cuadro nos acerca el profeta al decir: “He aquí que las naciones le son como la gota de agua que cae del cubo, y como menudo polvo en las balanzas le son estimadas; he aquí que hace desaparecer las islas como polvo” (Isaías 40:15). Diminutos, casi nada, somos nosotros entonces. Comience a reflexionar cuán maravilloso es Dios de compartir en el principio sus bendiciones con criaturas tan pequeñas, y tan misericordioso de recordarnos e interesarse activamente por nuestro destino eterno. Pudo olvidarse y seguir siendo glorioso y majestuoso, sin embargo, deseó tener misericordia y comunicar a la humanidad sus preceptos.

       J.L.Packer, teólogo anglicano calvinista, describe que una de las formas de poder entender la majestad y grandeza de Dios es compararle con poderes y fuerzas que nos pueden parecer grandes. Esto es precisamente lo que hace Dios a través de Isaías, nos muestra cómo tiene un dominio más allá de lo imaginable y nos educa en la potencia y alcance ilimitado de su poder. De hecho, expone una interesante hipérbole sobre la ineficacia que tienen los sacrificios de procedencia humana al intentar agradarle: “Ni el Líbano bastará para el fuego, ni todos sus animales para el sacrificio” (Isaías 40:16). La Biblia Dios Habla Hoy nos expone este versículo de una manera más entendible: “En todo el Líbano no hay animales suficientes para ofrecerle un holocausto, ni leña suficiente para el fuego”. ¿Qué entonces puede agradar a Dios? Muchas veces no nos damos cuenta que Dios siente un gozo tremendo de ser Dios. Él sólo puede agradarse en su Justicia, Rectitud y Bondad. ¿Por qué entonces mostrar interés en criaturas que han desechado su rostro y llamarles a cumplir su Palabra? Simplemente porque es digno de ello y a la vez misericordioso de poner tal voluntad en nosotros. Dios podría estar eternamente regocijado en su Gloria y Eterna Potencia, resolver el problema del pecado echando a toda la humanidad en el infierno y seguir siendo Dios Grande, Eterno y Justo. Sin embargo, su misericordia es tan grande, que no pudiéndole agradar ninguno de nosotros asegura en nosotros el bien que no tenemos a través de la sangre de su Hijo Unigénito.

         El profeta continúa diciendo: “Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es” (Isaías 40:17). Comparativamente el hombre es insignificante delante de Dios. Si las naciones le son nada y su relevancia menos que eso, ¿Qué somos realmente como raza humana? ¿Qué soy realmente como individuo? La grandeza de Dios es tal que nuestra raza no puede detenerle ni un segundo, aún si nos uniésemos todos y combatiéramos en nuestra maldad contra Dios, basta que exhale un solo soplido y nuestra existencia es historia. ¿Por qué interesarse en algo tan pequeño? El hombre no se interesa por su basura, ¿Quitará su sueño el pensar en los átomos que conforman sus desperdicios? Dios ya tuvo una misericordia inmensa al crear al hombre y hacerle señorear sobre su creación (Salmo 8:5-6), ¿Cómo podría tener tanta gracia de hablar nuevamente con el hombre una vez caído y pervertido en tremendas depravaciones? ¿Cómo podría ser tan misericordioso de molestarse en expresar su voluntad y los misterios concernientes a esta ante una humanidad que es menos que nada y que lo que no es? ¿Haría lo mismo usted si la nada misma le escupiera en el rostro y persistiera en sus abominaciones en sus propias narices? Ya es mucho que Dios asista una vez a un hombre, ya es demasiada misericordia, difícil de pensar y de entender. Sin embargo, más allá de todo lo esperado, lo lógico y lo entendible, Dios no ha dejado jamás a sus criaturas, al contrario, les ha llamado en toda su historia al arrepentimiento. Es tan misericordioso que a aquello que no le es nada le ofrece perdón y salvación sin costo alguno por parte del arrepentido, pero Él si tuvo que pagar un grande costo. El profeta enseña que: “El está sentado sobre el círculo de la tierra, cuyos moradores son como langostas; él extiende los cielos como una cortina, los despliega como una tienda para morar” (Isaías 40:22). El Dios majestuoso y eterno de este pasaje es el mismo que se ha inclinado a enseñar de su voluntad y camino de salvación a criaturas que por naturaleza le dan la espalda siempre, seres perversos con pecados de negro tinte, ensimismados en hacer maldad, amantes de la lujuria, el adulterio, las mentiras, la codicia y el engaño, esclavizados de vicios y aduladores de libertad, que sienten que tienen justicia propia pero en sus mentes albergan y maquinan pensamientos abominables que si los reprodujesen públicamente saldrían corriendo por su vergüenza. ¿Por qué un Dios que tiene atributos absolutamente opuestos a la triste realidad humana tendría que manifestar atención por tales criaturas? Estimado lector, ¿Por qué Dios tendría que interesarse por usted o por mí? Lo sorprendente es que, por gracia, ¡se interesó!
 
     ¿Admira usted a algún líder político? ¿Siente interés sobre qué estaba pasando por la mente de Hitler al ejecutar a millones de inocentes? ¿Siente admiración por algún teórico económico como Adam Smith o Marx? ¿Debate constantemente sobre la mejor forma de gobernar su propia patria, sobre cómo educar su población o qué cosas deberían mejorarse? ¿Presume que algún personaje público pueda reformar una parte de este mundo? ¿Siente que alguien pudiese tener la capacidad de cambiar el mundo entero? ¿Cree usted que puede contribuir a ello? Si se ha asomado en su mente este pensamiento sin tener en cuenta la majestad de Dios en comparación con la debilidad, insignificancia y fragilidad del hombre, permítame darle una ayuda. El profeta Isaías nos dice que Dios “…convierte en nada a los poderosos, y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana. Como si nunca hubieran sido plantados, como si nunca hubieran sido sembrados, como si nunca su tronco hubiera tenido raíz en la tierra; tan pronto como sopla en ellos se secan, y el torbellino los lleva como hojarasca” (Isaías 40:23-24). ¿Piensa que ese alguien es realmente superior luego de esta declaración? Yo lo pensaría dos veces. Dios es verdaderamente el Señor de la tierra. Nada puede subordinarle ni dificultar su providencia y soberanía. La fragilidad  y el poco fundamento de nuestra raza es descrito por el mismo profeta en otro pasaje similar: “…he aquí, tú te enojaste porque pecamos; en los pecados hemos perseverado por largo tiempo; ¿podremos acaso ser salvos? Si bien todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapo de inmundicia; y caímos todos nosotros como la hoja, y nuestras maldades nos llevaron como viento” (Isaías 64:5-6). La pregunta no es si verdaderamente alguien puede modificar el rumbo de la historia o ser lo suficientemente grande para contradecir la verdad de Dios, la verdadera pregunta la plantea el mismo Señor, a través del profeta Isaías: “¿A qué, pues, me haréis semejante o me compararéis? Dice el Santo” (Isaías 40:25). Todo aquel que cree en el Nombre de Jehová no puede cuestionar el poder de Dios si se ha revelado como el Gran Rey y Sustentador de todas las cosas. Nuestro verdadero cuestionamiento debiese ser el mismo que el del salmista al decir: “… ¿Qué dios es grande como nuestro Dios?” (Salmo 77:13), o podemos sumarnos a Moisés al decir: “… ¿qué dios hay en el cielo ni en la tierra que haga obras y proezas como las tuyas? (Deuteronomio 3:24). Es en Dios donde reside toda la potencia y autoridad. Ordena el firmamento con su voz, creó muchas cosas sólo por su Palabra, en sus manos se encuentra el destino de sus criaturas y con misericordia les sostiene para que no hagan lo que sus propias naturalezas le imploran a gritos, “Te vieron las aguas, oh Dios; Las aguas te vieron, y temieron; Los abismos también se estremecieron” (Salmo 77:16). Todo sucumbe o es reformado sólo por la voluntad de Dios.


¿Qué limitaciones tiene el poder de Dios?


"¿Quién es este, que aún el viento y el mar le obedecen?"
(Marcos 4:41)



       Todo lo anterior es ratificado de manera inequívoca al presentar en la Escritura el total conocimiento que tiene Dios de cada una de sus criaturas: “Yo conozco que todo lo puedes, Y que no hay pensamiento que se esconda de ti” (Job 42:2). Según el maestro anglicano calvinista J.L.Packer, ante la pregunta formulada ¿Cómo podemos formarnos una idea exacta de la grandeza de Dios? Este responde: “La Biblia nos indica dos pasos que debemos dar con este fin. El primero es eliminar de nuestros pensamientos sobre Dios limitaciones que puedan empequeñecerlo” (J.L.Packer, “Conociendo a Dios”. Pág. 92. Editorial Clie). Siguiendo la línea de Packer, debemos hallar en las Escrituras pasajes que nos demuestren la verdad de cómo Dios no tiene limitación alguna, y un tipo de estas evidencias es la que nos habla de un Dios que conoce cada uno de nuestros movimientos. El profeta Isaías respondió a todos aquellos que pensaban que podían esconderse de la mirada de Dios: “¿Por qué dices, oh Jacob, y hablas tú, Israel: Mi camino está escondido de Jehová, y de mi Dios pasó mi juicio? ¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra?...” (Isaías 40:27-28). Los pensamientos más recónditos de nuestro corazón Él  los conoce. El salmista confesó:

“Oh Jehová, tú me has examinado y conocido.
Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme
Has entendido desde lejos mis pensamientos
Has escudriñado mi andar y mi reposo,
Y todos mis caminos te son conocidos.
Pues aún no está la palabra en mi lengua,
Y he aquí, oh Jehová, tú la sabes toda.
Detrás y delante me rodeaste,
Y sobre mí pusiste tu mano.
Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí;
Alto es, no lo puedo comprender.
¿A dónde me iré de tu Espíritu?
¿Y a dónde huiré de tu presencia?
Si subiere a los cielos, allí estás tú;
Y si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás.
Si tomare las alas del alba
Y habitare en el extremo del mar,
Aun allí me guiará tu mano,
Y me asirá tu diestra”
(Salmo 139:1-10)

        No hay limitación alguna a la presencia de Dios, es imposible escondernos de su rostro o huir de su Verdad. Quizás la espesa niebla sea el escondite perfecto o las cuevas entre las rocas de una isla, sin embargo, el salmista deja bien en claro: “Si dijere: Ciertamente las tinieblas me encubrirán; Aun la noche resplandecerá alrededor de mí. Aun las tinieblas no encubren de ti, Y la noche resplandece como el día; Lo mismo te son las tinieblas que la luz” (Salmo  139:11-12). No importa cuán grande pensemos sea nuestro escondite, para Dios le sería igualmente fácil de hallarnos que si estuviésemos totalmente expuestos. La majestad de Dios puede ser entendida a través de su ilimitado conocimiento de sus criaturas y de cómo examina hasta lo más profundo de nuestros pensamientos, aún más de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos.

      Esta manifestación gloriosa y magnífica de un Dios superior a todas las cosas las expresa el profeta Isaías al decir: “Levantad en alto vuestros ojos, y mirad quién creó estas cosas; él saca y cuenta su ejército; a todas llama por sus nombres; ninguna faltará; tal es la grandeza de su fuerza, y el poder de su dominio” (Isaías 40:26). El profeta invita a todo el que oye sus palabras a elevar la mirada hacia la creación y ver todo el sistema que Dios ha diseñado, como ha ajustado con belleza el universo y, a pesar de las contaminaciones y desvirtuaciones del pecado, mantiene viva su creación a fin que manifieste su existencia y poder: “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). Nadie tiene excusa para negar a Dios y su poder; su conocimiento se hace evidente en el diseño y funcionamiento del espacio, la materia y el tiempo: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1). El firmamento o “ejército de los cielos” siempre ha sido digno de atención para todas las culturas y conocimientos. Muchos han develado sus inquietudes y han intentado explicarlo. Muchos científicos han desarrollado extensas teorías que explican su origen, mientras algunos sólo descansan observándolo. ¿Quién no ha estado un buen momento vigilando la noche en un campo abierto, lejos de la ciudad, cuando todas las luces se extinguen y sólo tenemos esas velas puestas en el cielo? Su maravilla es incomparable, para mí, incomunicable. Estas estrellas fueron las que Dios puso como garantía de su promesa. A Abraham le dijo: “…Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar. Y le dijo: Así será tu descendencia” (Génesis 15:5). Fueron estas estrellas el testimonio de la promesa de salvación de Dios, ya que esta promesa no sólo consistía en darle un hijo a Abraham, sino que formar una descendencia que finalmente traería bendición a todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3). Lo maravilloso es que esta bendición vendría de su descendencia, y no puede estar mejor revelada que en la apertura del evangelio según San Mateo: “…Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mateo 1:1).


La gracia de Dios a través de su majestad: No tiene por qué hacerlo, pero lo hace

        Como podemos ver, el mensaje profético, no sólo de Isaías, sino de todos los profetas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, se desenvuelven en tres temas importantes: la Santidad y Poder de Dios, la ruina y vergüenza de nuestro pecado, y la misericordia divina en vista de los dos temas anteriores. Hasta ahora hemos visto como Dios ha creado el mundo con poder y potencia de lo alto, todas las cosas se sujetan a su poder y dominio, y nada se halla fuera de su conocimiento. Dios, en su sabiduría y amor ha diseñado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dotado de cierta autoridad sobre la creación: “Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; Todo lo pusiste debajo de sus pies” (Salmo 8:6). Sin embargo, todos nos descarriamos como ovejas llevadas por doquier. Como las hojas de un parque en otoño, somos movidos por el viento a todo tipo de pecado que embriaga nuestras almas en la impureza y la depravación. Alejados de la justicia de Dios, dirigidos por nuestros propios deleites y justificando nuestras caídas, vivimos cada día, deshonrando los mandamientos del Señor de los cielos. No es merecedor de nuestras injusticias, ni aún del pecado más pequeño, pero debe soportar el olor nauseabundo de nuestras maldades. Sin embargo, no se negó a proveer a la humanidad de alimento, ni negó su sol ni su lluvia: “En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y alegrías nuestros corazones” (Hechos 14:16-17). Como Dios Justo y Santo debiera haber destruido nuestra raza maligna desde un comienzo, pero ha resistido en su paciencia incomunicable los pecados de los hombres. No es merecedor tampoco de rebajarse a escuchar nuestras plegarias, ni aún de atender a nuestros asuntos pues sus ojos son santos y su mirada pura y benigna. ¿Por qué tendría que inclinar su oído a nuestro llanto o consolar al débil y afligido? ¿O aún decir una sola palabra a la humanidad? ¿Acaso Abraham era merecedor de ser receptor de la voz de Dios? ¿Acaso lo fueron los demás hombres del Antiguo Testamento? Dios sería justo si hubiese enviado a la humanidad entera al infierno por sus obras malvadas, sin dar explicación alguna, pero tuvo misericordia de comunicarse con el hombre a través del Espíritu Santo. No sólo expresó palabras de su santa boca para aquellos hombres, sino que dio la orden que tales palabras persistieran a los tiempos y los hombres, para que nuevas generaciones pudiesen vivir de acuerdo a sus principios. Pero aún teniendo esa inmerecida misericordia para esta humanidad, aún así el pueblo que guió hacia su verdad le fue desobediente, amantes de los ídolos y la maldad de los pueblos vecinos. Sin embargo, fue tanta la misericordia de Dios que su corazón no se apartó ni un momento de la soledad y la penumbra de sus criaturas y llamaba, a través de hombres que irresistiblemente oían su voz, al arrepentimiento, a girar sus rostros hacia el suyo y vivir en la Santidad que Él enseñaba. No obstante, sus corazones nuevamente se descarriaban en la maldad y agotaban sus fuerzas en el lodo de su pecado. Podría haberse olvidado, agotado su paciencia, quitado sus ojos de nosotros, y nada de ello sería injusto.

        Sin embargo, este Dios, Jehová Eterno y Santo, no eliminó su misericordia. No tenía por qué seguir soportando, pero lo hizo. Y más aún, llegó a tal sus bondades y su maravillosa y sublime gracia, que vino personalmente a enseñar el camino hacia la justicia y a vida eterna, y no sólo eso, también murió en una cruz haciéndose pecado para expiar nuestras culpas: “Al que no conoció pecado, por nosotros se hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Estimado lector, Él no tenía por qué hacerlo, pero lo hizo. El profeta Isaías luego de expresar todos estos cuadros en los que Dios es Omnipotente, entrega una noticia sublime y maravillosa: “¿No has sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los confines de la tierra? No desfallece, ni se fatiga con cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance. El da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; pero los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas; levantarás alas como las águilas; correrán, y no se cansarán; caminarán, y no se fatigarán” (Isaías 40:28-31). Este es un mensaje para el débil y afligido. Como aquel peregrino de la alegoría de John Bunyan, cargado de pecados en la espalda, triste y fatigado. No puede hacer nada para escapar de la ira venidera, sin esperanzas sin camino alguno. Se esfuerza en sí mismo, pero no halla respuesta alguna. Cree que puede hacer frente a sus propias injusticias pero recae siempre en lo mismo. A estos débiles, de los cuales soy uno de ellos, el Señor habla y promete, que el que confía en el Nombre Santo y Potente de Dios perseverará hasta el fin, su cansancio será nulo pues siempre descansará en el Señor. Así como Dios no se fatiga y todo está en su poder, asimismo sus hijos confían en Él y no salen defraudados, la fatiga que sentían es llevada por el Siervo que vino un día a la tierra a rescatarnos de nuestros pecados: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). ¿Por qué te afliges alma que andas errante? ¿No es Dios mismo quien te llama? ¿No es el Santo y Glorioso Dios el que te ha dado vida, quien sustenta hasta tus parpadeos y te da aire en tus pulmones? ¿No es Él quien tiene el poder de darte más días o de quitarte la vida? ¿No temes ante su Palabra ni tiemblas al conocer sobre su ilimitada presencia? Pues Él mismo hoy te llama a confiar y descansar en el poder de su fuerza: “Las riquezas y la gloria proceden de ti, y tú dominas sobre todo; en tu mano está la fuerza y el poder, y en tu mano el hacer grande y el dar poder a todos” (1 Crónicas 29:12). ¿No te da gozo que un Dios tan grande haya tenido gracia de ti y te guíe a su Palabra? “He aquí que Jehová el Señor vendrá con poder, y su brazo señoreará; he aquí que su recompensa viene con él, y su paga delante de su rostro. Como pastor apacentará su rebaño; en su brazo llevará los corderos, y en su seno los llevará; pastoreará suavemente a las recién paridas” (Isaías 40:10-11). ¿No te has dado cuenta hasta ahora? Mira que el no renuncia a llamarte dulcemente, mientras avisa de su Juicio e Ira contra el pecado. Su gracia es tan grande que teniendo tal majestad, socorre bondadosamente al que está fatigado de luchar contra su propio pecado sin dar resultados.

“…Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay”
(Hechos 14:15).

No hay comentarios:

Publicar un comentario