martes, 26 de noviembre de 2013

Un llamado a la Doctrina Verdadera

Una reflexión de Gálatas y su aplicación en nuestras iglesias pentecostales

"Estoy maravillado de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente. No que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema. Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo" 
(Gálatas 1:6-10) 

        
     Gálatas es la única epístola que el apóstol Pablo dirigió a un grupo de iglesias, en la provincia de Galacia. Cualquiera que leyera esta carta, que es bastante breve en relación a otras epístolas, sacaría la misma conclusión: Pablo no permaneció inerte frente a las falsas enseñanzas y tradiciones que se enseñaban en esta iglesia en particular. Él defendió la fe, con firmeza, no únicamente con oración, sino con acción, con palabra. En esta iglesia, los judaizantes, legalistas cercanos al judaísmo o judíos como tal, enseñaban que la justificación, el perdón de los pecados, la redención poderosa de Cristo no provenía únicamente de la fe en Cristo Jesús y la gracia de Dios, sino que consideraban necesario el cumplimiento de ciertos puntos de la Ley. El apóstol Pablo ante esta contradicción con la doctrina fiel y verdadera, y al ver que cada vez influía más en los cristianos se sintió en la responsabilidad, y en el deber, como todo cristiano genuino, de defender la fe. No permaneció inmóvil, sino que actuó en pos de la limpieza y depuración de la doctrina enseñada, pues el tradicionalismo había ensuciado en gran manera la enseñanza pura del evangelio. El apóstol Pablo nos menciona que el evangelio es uno. Que la enseñanza fiel es una. Que la doctrina verdadera es una. Por esta doctrina santa, por este evangelio bendito, no sólo Pablo, sino que todos los apóstoles, ofrecieron su vida antes de negar lo que habían presenciado.

      Por predicar el evangelio y la doctrina verdadera, Esteban fue sacado de la ciudad y apedreado hasta matarle, Santiago fue decapitado, Felipe fue azotado, echado en la cárcel y crucificado, Mateo fue muerto con una alabarda, Jacobo el menor fue golpeado y apedreado, Matías fue apedreado y decapitado, Andrés fue crucificado, Marcos fue arrastrado por la ciudad hasta despedazarle, Bartolomé fue azotado y crucificado, Tomás fue atravesado por una lanza, Lucas fue colgado de un olivo, Juan fue echado a una caldera de aceite hirviendo de la cual escapo milagrosamente siendo después exiliado a la isla de Patmos, Pedro fue crucificado, y Pablo, a quien hoy citamos en esta reunión ofreció su cabeza a la espada antes de negar la doctrina verdadera. Ellos dieron su vida en pos del evangelio. Ellos dieron su vida en pos de la doctrina verdadera. Por ejemplo, Judas, el hermano de Jacobo, expresó en su epístola: “…me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 1:3). Los apóstoles dejaron en claro que ante cualquier doctrina que se oponga a la Verdad, o intente agregar más cosas, debemos, como hijos de Dios, como cristianos genuinos, realizar responsablemente una defensa de la fe, incluso hasta dar la vida por ella.

     En esta epístola, el apóstol Pablo nos menciona que para seguir a Cristo debemos despojarnos de las tradiciones humanas. Concentrémonos en el versículo 10: “Pues, ¿busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo” (Gálatas 1:10). Concentremos nuestra atención en lo siguiente: el servir a Cristo involucra de inmediato que nos despojemos de las tradiciones humanas. Una tradición humana es toda enseñanza que se alza como verdadera o parte de la verdad pero no haya cavidad en ella. El apóstol Pablo fue fiel a la doctrina verdadera, pues asumió desde el principio de la epístola que su interés no era cumplir con los requisitos o lo que querían oír los hombres de acuerdo a sus tradiciones, a él le interesaba la verdad, servir a Cristo. Pablo dice en el versículo 9, que antes de distorsionar el evangelio prefiere que el juicio de Dios caiga sobre él. Si la verdad es tergiversada, si la doctrina real llega a ser suciamente alterada por tradiciones humanas, nosotros, al igual que él, debemos preferir morir antes que aceptar esto de una manera irreflexiva. Porque seguir tradiciones humanas no es seguir a Cristo. Colosenses 2:8 revela: “Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo”. Las tradiciones humanas son contrarias a la Verdad. Impiden que podamos conocer la doctrina verdadera. El apóstol Pablo en su epístola a Tito, declara: “Este testimonio es verdadero; por tanto, repréndelos duramente, para que sean sanos en la fe, no atendiendo a fábulas judaicas, ni a mandamientos de hombres que se apartan de la verdad” (Tito 1:13-14). Los mandamientos de los hombres nos apartan de la Verdad.

    Las tradiciones humanas nos hacen creer que el cumplir fielmente con ellas es cumplir con la verdad. Así lo menciona el profeta Isaías: “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado” (Isaías 29:13). El Señor Jesús dijo: “Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres” (Marcos 7:7). Las tradiciones humanas nos persuaden de tal forma que no sólo rechazamos la Verdad, sino que pensamos que el obedecer a Dios es cumplir con los requisitos impuestos por los hombres. Lo más peligroso de las tradiciones humanas es que nos hacen creer que estamos bien cuando realmente no podemos estar peor. El gran engaño de las tradiciones humanas es su excelente estrategia de hacernos creer que estamos siguiendo o sirviendo a Dios cuando lo único que hacemos es servir a nuestros propios inventos. Las tradiciones humanas no pueden ser más que una maquinación diabólica.

     Si las tradiciones humanas son contrarias a la Verdad, entonces a ellas no les favorece que tú conozcas la Verdad. El apóstol Pablo fue enfático, Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo. Obedecer a la Verdad es obedecer a Cristo, obedecer a las tradiciones humanas es obedecer a los hombres. Ahora, ¿Cuál es la verdad? Esa fue la pregunta que le hizo Poncio Pilato a Jesucristo, ¿Cuál es la verdad? En el evangelio según San Juan, el apóstol Tomas le consulta al Señor: “… Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (Juan 14:5). La respuesta usted ya la conoce: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). Jesús es la verdad. Lo que los profetas hablaron, lo que las promesas dadas a los patriarcas y al pueblo de Israel exponían, los propósitos de Dios, la justicia, el amor, la redención, la justificación por la fe, todo se revela en Jesucristo. Jesús dijo que la vida eterna es el conocimiento de Él: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Ahora la consulta es, si Jesús es la Verdad, ¿Cómo podemos conocer a Jesucristo? La respuesta la dio Él mismo. Juan 5:39 es la respuesta a la consulta ¿Cómo podemos conocer a Dios?: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Lo que da testimonio de Cristo, lo que enseña su redención, el motivo central de nuestra salvación, los propósitos de Dios revelados en su Unigénito, no se encuentran en otro lugar que en las Escrituras, la Palabra de Dios. Cuando Jesús lee el libro del profeta Isaías, en la sinagoga como era su costumbre, y todos los ojos estaban atentos y fijos en Él, Él mencionó: “…Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros” (Lucas 4:21). El testimonio de Cristo, y por lo tanto, de la verdad, está en la Palabra de Dios. En las Escrituras nosotros podemos encontrar la Verdad, como Dios revela sus propósitos en Cristo.

No podemos conocer a Cristo si no es a través
de su vivo testimonio: la Escritura.
      La doctrina verdadera no tiene otro lugar que en la Palabra de Dios. Por lo tanto, si desconocemos la Palabra de Dios, desconocemos también la Verdad. Si ignoramos las Escrituras entonces ignoramos a Cristo, y por tanto, a Dios. Jesús dijo: “…si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (Juan 8:19). El fundamento de nuestra fe no puede basarse en lo que yo escucho, pienso o siento, no se basa en años de venir a la escuela dominical, no se basa en las frases que aparecen en las poleras que venden en las librerías cristianas, no se basa en las letras de canciones de artistas cristianos de renombre, ni siquiera en nuestros himnos, la base de nuestra fe está en la Palabra de Dios. Nuestra salvación, nuestra seguridad, nuestro poder para testificar, todo se sujeta de la Palabra de Dios. Por lo tanto, si no conocemos las Escrituras, ¿Cómo podemos decir que somos salvos? Es bastante curioso que nosotros los pentecostales digamos que conocemos a Dios, que amamos a Jesús, que lo alabamos, que lo exaltamos, que lo seguimos, si al mismo tiempo ignoramos la única fuente que tenemos para conocerle, la Palabra de Dios. ¿Cómo podemos decir que conocemos a Dios si no tenemos idea donde están los libros de la Biblia? Repetimos hasta el cansancio que Dios es amor y fuego consumidor, que después de la prueba viene la bendición, que Dios en la dificultad te puede dar paz, pero el 99,99% de la Biblia es un terreno baldío. Si no escudriñamos la Palabra de Dios, no conocemos a Dios. Dios no nos ha dejado su Palabra para que esté en tu velador toda la semana abierta en el Salmo 23 o el 91, y luego la lleves a visitar la iglesia los domingos o en la semana, Dios la dispone a sus hijos para que lo conozcan… Comienza a hacerte preguntas. El apóstol Pablo le dijo a Timoteo que: “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:16). Comienza a hacerte preguntas; si realmente eres hijo de Dios, deberías sentir la inquietud, el deseo, de abandonar un tanto el televisor o el facebook, y comenzar a Escudriñar, a conocer a Dios. Debemos sentir sed y hambre de la Palabra de Dios: “…Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios” (Lucas 4:4).

     Nuestras tradiciones humanas nos obligan a pensar que el Espíritu Santo de Dios se opone al estudio de la Palabra de Dios. Así podemos escuchar a muchos pastores, predicadores, profesores, o quizás nosotros mismos, decir: “Hermanos, yo no vine preparado, esto sólo es del Espíritu”. Déjeme decirle que me parece absurdo, por no decir ridículo, que si el mismísimo Espíritu Santo inspiró a los santos hombres de Dios para escribir la Escritura, el mismo te diga: ¡No, no la leas, no te prepares! El Espíritu Santo no reemplaza nuestra obligación de Escudriñar la Palabra de Dios. Él nos guiará hacia la Verdad, pero si desconocemos las Escrituras, ¿Qué nos va inspirar? Todo el que defienda que no hay que prepararse en las Escrituras, tendría que contender con el mismo apóstol Pedro: “…estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). Nuestra preparación en la doctrina verdadera debe ser constante. Y cuando me refiero a “Prepararse en las Escrituras” me refiero a la actitud verdadera de búsqueda de Dios por medio de la Palabra, esto involucra de inmediato la comunión con el autor de la Escritura, Dios a través de su Espíritu Santo, y Él nos guía a toda verdad y justicia. Pero en ningún lugar de las Escrituras dice que no debemos prepararnos. De hecho Oseas 4:6: “Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento…” (Oseas 4:6). Asume la Palabra de Dios que si confesamos ser hijos de Dios, debemos conocer a Dios, y tardaremos todo nustro peregrinar en esta tierra y toda la eternidad de las eternidades tratando de conocer aún sea un mínimo destello de su gloria. Otra tradición asume que como la Palabra de Dios dice: la letra mata, no debemos estudiar tanto. Como si la Biblia fuera una droga, ¡consúmela pero no en exceso! Cuando el apóstol Pablo dice en 2 de Corintios 3:6 que la letra mata, más el espíritu vivifica, no se refiere al estudio o la preparación. Cualquiera que leyera tan sólo unos versículos antes se daría cuenta que el apóstol Pablo se refiere a la ley, al legalismo, al literalismo. No se refiere al estudio. Pero como pentecostales contamos anécdotas como: “Yo conocí a un hermano que se sabía la Biblia casi de memoria, y ahora anda en adulterio, y en fraudes”. Bueno, ¿Por qué yo tengo que ser igual a él? Si la Biblia enseña que no debemos ser altivos, que no debemos cometer adulterio, ni robar, entonces ese hermano no conoció la verdad, sólo la leyó, pero jamás esta obró en su vida, y para que genere una obra en él es necesaria la intervención del Espíritu Santo. Sabiamente la Escritura nos dice en 1 Corintios 2:14: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14). Estas tradiciones no son más que simples pretextos que disfrazamos de ordenanzas bíblicas, para justificar nuestra pereza, nuestra flojera. Somos analfabetos de la Palabra de Dios. No conocemos nada. Las tradiciones humanas no sólo nos obligan a ser ignorantes de la Palabra de Dios, sino que a utilizar esta misma para justificar nuestra flojera. Empujamos la Verdad de nuestras mentes.



Pablo enseñando en Berea, en donde se encontraba una
sinagoga. Los judíos de esta localidad estaban tan
comprometidos con la Escritura que examinaban las palabras
del apóstol para reconocer si eran válidas o no.
La Escritura considera esta actitud como diligente
(Hechos 17:10-11)
      Mientras más ignoramos la Verdad, la Palabra de Dios, más probable es que aprobemos doctrinas que no son parte de la Verdad o que se oponen a ella. Como consecuencia de nuestro analfabetismo bíblico y nuestra actitud perezosa por la búsqueda de Dios por medio de las Escrituras, aceptamos todas las cosas de una forma completamente irreflexiva. Terminamos admitiendo como correcto todo lo que se nos enseña, mientras no se salga de nuestros propios criterios de aceptable. Aceptamos todo lo que se nos dice con un Amén, descansando en la idea que todo lo anunciado desde el altar proviene de Dios. Asumimos que el no confirmar la enseñanza con un Amén representa una pérdida de la bendición que Dios desea darnos. Lo digo porque lo he escuchado: Hermano si usted no confirma al Señor va a perder la bendición. Es por ello, que en nuestras iglesias pentecostales la confirmación o aceptación de todo lo que se expone llega a ser algo automático. Todo lo que el pastor enseñe, todo lo que el predicador diga, todo lo que se diga desde el altar debe ser aceptado en mi vida con un Amén, de otra forma perderé mi bendición. Como si las bendiciones de Dios fueran unos globos que yo suelto al cielo, y el que dice Amén rápidamente se apodera de él, pues de otra forma se escapa. Hermanos, en ningún lugar de la Escritura usted podrá encontrar algo semejante. Jamás la Palabra de Dios aconseja admitir o consentir todo lo que se pronuncia desde el altar, descansando siempre en el supuesto que todas las doctrinas o enseñanzas que emita el pastor, predicador, profesor, o hermano cualquiera que nos esté hablando fueron dadas directamente por el Espíritu Santo. Antes la Palabra de Dios es sabia en decirnos: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). El apóstol Juan fue enfático en decir: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). Las Escrituras nos mandan a examinar todo lo que se nos exponga, no bajo el lente de nuestras tradiciones o costumbres, sino a la luz de la Santa Palabra de Dios. Jesús nos dice en Marcos 4:22: “Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a la luz” (Marcos 4:22). Aquella luz, que el apóstol Pedro reconocía como una antorcha que nos ilumina en el sendero es la Palabra de Dios. Debemos evaluar todas las cosas, con espíritu crítico. Recordemos lo que el apóstol Pablo nos aconseja al principio, antes de ser contrarios a la Verdad, cómplices de las tradiciones de los hombres, mi deber está con la Palabra de Dios. Antes de confirmar algo que puede ser incorrecto, yo necesito corroborar en las Escrituras si lo que se está enseñando es la Verdad. Un ejemplo claro de esto lo encontramos en Hechos capítulo 17. Pablo y Silas, en su segundo viaje misionero, antes de ir a Atenas son enviados a Berea, una localidad judía. Dice que cuando llegaron entraron en la sinagoga de los judíos, y se admiraron de lo siguiente: el versículo 11 relata: “Y estos (los judíos) eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:11). Estos judíos no eran negligentes, su deber estaba con la Palabra de Dios, y antes de aceptar algo ciegamente se esforzaban, no sólo en el momento de la predicación, sino que dice la Escritura cada día en examinar las palabras de Pablo a la luz de la Palabra de Dios. ¡El decir Amén a todo lo que se enseña como un loro no es una muestra de ser un hombre espiritual o seguidor de una supuesta “Sana doctrina”! Un hombre comprometido con la Palabra de Dios examina la Escritura para no ser falto delante de ella.

     Una de las consecuencias más terribles de nuestra ignorancia bíblica es la aceptación de muchas doctrinas como verdaderas, cuando quizás ninguna de ellas es parte de la Verdad. Y aquí viene lo delicado: Admitimos que Dios nos comunica algo en especial, cuando Él no nos ha dicho tal cosa. Hermanos, Dios ya lo ha dicho todo. Lo que antes aconteció, hoy acontece y próximamente ocurrirá es la consumación que lo que Dios ya ha dicho. La Escritura es suficiente, Dios hoy habla por su Palabra. Nosotros lo pentecostales muchas veces valoramos en gran medida nuestras propias anécdotas, experiencias, testimonios, visiones, sueños, “es que Dios me dijo esto”, en fin, valoramos eso antes que la Palabra de Dios.

     Uno de los mandamientos dice: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano” (Éxodo 20:7). El señor Jesús cuando enseña a orar dice: “Santificado sea tu nombre”. La ley de Moisés contemplaba la pena capital, la lapidación, para el que dijere una profecía falsa en el nombre de Dios. La Escritura nos enseña en Levítico 19:12: “Y no juréis falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová” (Levítico 19:12). El apóstol Pablo, a quién citamos en esta reunión, era sumamente cuidadoso y temeroso del nombre de Dios. Expresaba con claridad cuando algo lo mandaba él, por ejemplo en 1 Corintios 7:12: “Y a los demás yo digo, no el Señor…” (1 Corintios 7:12), y cuando el Señor encomendaba algo en las Escrituras, el versículo 10 dice: “…mando, no yo, sino el Señor…” (v. 10). ¿Este temor a Dios enseñamos en nuestras iglesias pentecostales? ¿Con ese nivel de cuidado nosotros trabajamos para no ser faltos delante de Dios? No. No y No. Antes somos capaces de decir: “Hermano, el Señor lo manda a limpiar los baños”, “El Señor le dice que este año va a tener su propia casa”, “El Señor me dijo a través de mi pastor que esta semana me va a ir bien”, “El Señor le está pidiendo una ofrenda para su obra y Él le bendecirá”, “No lo mando yo, el Señor lo está mandando”, “El Señor le dice esto, y esto otro”, y el nombre del Santísimo nombre de Dios es blasfemado día y noche por nuestras fábulas, nuestros cuentos sin sentido, y nuestras necias prácticas. ¿Con qué moral decimos que alabamos a Dios, lo amamos y lo exaltamos con todo nuestro corazón, si al mismo tiempo tomamos su sagrado y bendito nombre para avalar enseñanzas impuras, mandatos humanos y doctrinas desviadas de su Santa Palabra? El apóstol Pablo nos dice: “Palabra fiel es esta… Él (Dios) no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:11 y 13). Sin embargo, en mi congregación somos capaces de enseñar cosas que se contradicen en gran medida con la Palabra de Dios, asumiendo que Él las dice. Hermano, Dios no puede mentir. No puede decir algo que vaya en contra de su Palabra. Pero durante mucho tiempo yo aceptaba todo como correcto, no escudriñaba para conocer la Verdad. Se me olvidaba completamente lo que dice Cristo en Marcos 5:34: “Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera; ni por el cielo, porque es el trono de Dios” (Marcos 5:34).

     A veces pensamos que con sólo citar un pasaje bíblico que se relacione con la enseñanza, la doctrina es correcta delante de Dios. ¿Qué pensaría si yo le dijese que la Biblia enseña que usted no debe ser de partidos de izquierda ni de derecha, sino que debe ser de un partido de centro, porque la Escritura dice: “No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal” (Proverbios 4:27)? Hermanos, no toda enseñanza que aparente tener apoyo bíblico es válida, sólo es correcta aquella que no presenta contradicciones con la Palabra de Dios, o que no intente agregar más cosas a la doctrina, pues Dios ya nos ha comunicado todo a través de la Palabra. La Escritura no es un accesorio donde nosotros podamos validar nuestras creencias.

    He escuchado a algunos hermanos decir: “El Señor me dijo esto y si lo duda pongo al Espíritu Santo de testigo”. ¿Qué es eso? ¿Es una nueva forma de juramento? ¿Es una nueva superstición? Jesús dijo: “…Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada” (Mateo 12:31). ¡Que Dios tenga misericordia! He estado presente en cultos en los que el predicador lee unos cuantos versículos y comienza a hablar cosas que no tienen absoluta relación ni consecuencia con lo que leyó. No hay un análisis bíblico. Comienza a relatar un sinfín de testimonios, experiencias, sueños, comienza a cantar, y no hay nada de Dios. Y después el coordinador dice: Hermanos, demos gracias a Dios por su hermosa Palabra. ¿Qué es eso? Muchos llegan al altar y dicen: Hermano yo no traje nada mío preparado, dejaremos que nos hable el Espíritu Santo. Dice cosas que llegan a ser abominables delante de Dios, y todo en el nombre de Dios. Y como somos igualmente de ignorantes, todo lo aceptamos como procedente de Dios. Llegamos a nuestras casas diciendo: “El Señor hoy día nos hablaba…”, y si alguien no asistió a la iglesia consulta: “¿Qué les entregó el Señor hoy?”. Desde el altar el predicador nos dice: “Hermanos, esto no se lo estoy diciendo yo, se lo está diciendo el Señor”. Y si alguien no confirma de inmediato lo que se está enseñando se le acusa que no tiene fe, no tiene doctrina y está enfermo en el espíritu. Antes de ser impactado por la luz de la Palabra no tenía idea que tenía impregnado en mi propio vocabulario la blasfemia contra Dios.

      Observe la diferencia. La actitud que nosotros enseñamos es esta: leemos unos cuantos versículos, cerramos nuestra Biblia, y nos ponemos a confirmar y aceptar como procedente de Dios mismo todo lo que se dice desde el altar con un rotundo Amén. Antes debiésemos decir: ¡Discúlpeme Pastor si no confirmo o acepto lo que usted me está diciendo, pero yo quiero agradar a Dios, y antes de ser blasfemo y falto al nombre del Santísimo, confirmando algo que puede estar incorrecto, yo me debo tomar todo el tiempo necesario para corroborar en las Escrituras si lo que usted me está diciendo realmente es la Verdad! ¡Esa es la diferencia! ¡Y esto jamás se me enseñó en mi congregación! No puedo ser tan irresponsable de tomar todo a la ligera. Si deseamos agradar a Dios debemos evaluar nuestras prácticas, doctrinas y enseñanzas a la luz de la Escritura. Es ilógico que evaluemos la veracidad de nuestras doctrinas a la luz de nuestras propias doctrinas. Lo que distingue la verdad o la falsedad de todo pensamiento es la luz de la Palabra. Como dijo el profeta Isaías: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Isaías 55:8).

La predicación de Esteban no contó con ningún
elemento fuera de la Escritura. Todo lo que decía
estaba contemplado en la Palabra (Hechos 7).
Por defender la fe de esta forma Esteban fue
lapidado hasta la muerte, la pena que la Ley de
Moisés contemplaba para la blasfemia.
     Si no conocemos la Escritura, no conocemos a Dios, no conocemos a Jesucristo, no conocemos el evangelio. Por la ignorancia de la Escritura es que concebimos el evangelio como un modo de vida, lleno de abstinencias, testimonios y experiencias de ensayos de coro, cocinar en el casino o limpiar los baños. Eso no es el evangelio. Si el evangelio fuera un modo de vida usted y yo lo desprestigiaríamos. Pero el evangelio de Cristo es santo, pues viene del Santísimo. El evangelio es un mensaje, que nosotros reducimos al mínimo. Nosotros los pentecostales predicamos muy poco del evangelio real. Contamos nuestro testimonio, nuestras abstinencias, nuestros sentimientos y emociones, y si es que nos alcanza un poco el tiempo mencionamos algo de Cristo. ¿Ese es acaso el evangelio de la Biblia, el evangelio de Cristo, el evangelio por el cual los primeros cristianos morían degollados y quemados? ¿Ha leído en la Escritura la defensa y predicación del evangelio que hizo Esteban? En el libro de los Hechos se destina todo un capítulo a la predicación de Esteban. Él hace todo un panorama bíblico, cita las Escrituras de forma textual, cuenta la historia bíblica desde Abraham hasta los profetas, lleva las promesas del Antiguo Testamento a la época, hasta que todo desemboca en Jesucristo: “¿A cual de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores” (Hechos 7:53). ¡Por decir estas palabras Esteban murió apedreado diciendo: “…Señor, no les tomes en cuenta este pecado…” (Hechos 7:60)! ¡Esto es el evangelio! El evangelio se sostiene de la Palabra de Dios. Al predicar el evangelio debemos enseñar las Escrituras. No debemos contar nuestro testimonio, recordemos que el testimonio de Cristo son las Escrituras: “Escudriñad las Escrituras… ellas son las que dan testimonio de mi”. La primera predicación del apóstol Pedro lleno del Espíritu Santo no fue un simple: “bueno yo era un pescador y Cristo me salvó”. ¡No! Él citaba la Palabra de Dios. Cuando Felipe le predica el evangelio al etíope, juntos estudiaron el libro de Isaías. ¡Hermanos, la Escritura es indispensable en la predicación del evangelio! ¿Por qué? Porque no hay nada más que eso. Sólo la Escritura es necesaria para la predicación del evangelio. La Escritura es suficiente. ¿Para qué añadir más cosas? ¿Para que lucir nuestras abstinencias? ¿Para qué contar nuestras enredadas anécdotas? Tenemos la Escritura, el vivo testimonio de Cristo. ¿Para qué más? Sabiamente el apóstol Pedro dijo: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como una antorcha que alumbra en lugar oscuro…” (2 Pedro 1:19). ¿Y realmente estamos atentos a la Escritura como una antorcha que nos alumbra en las tinieblas de doctrinas erradas?

     Antes de predicar la Palabra de Dios, la Verdad, el evangelio bendito, preferimos abundar en la ignorancia. ¿Cuántos hermanos salen a predicar a las calles sin tener idea quien es Cristo? Muchas veces lo que llamam0os evangelio no es más que una repetición de lo que se ha dicho por generaciones en plazas y lugares públicos, jamás examinando si realmente lo que predicamos es el verdadero evangelio de Cristo. A mí jamás se me enseñó que debía prepararme en el evangelio. Jamás se me enseñó que si no tenía el conocimiento de Cristo a través de la Escritura mejor es que no hablara nada de él. Lamentablemente se me enseñó todo lo contrario. Se nos dice que si quiera llegas a pensar en lo que vas a decir, estás por poco en pecado. Se nos enseña a ir con la mente en blanco, asegurando que la preparación es contraria al Espíritu, pues como dijo Cristo: “porque el Espíritu Santo os enseñará a la misma hora lo que debáis decir” (Lucas 12:12). Sin embargo, ignoramos que en el versículo anterior Jesús dice: “Cuando os trajeren a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder, o qué habréis de decir” (v.11). Jesús no establece una regla general, más bien presenta una situación específica, cargada de persecución, terror y miedo por la muerte, elementos que no permiten elaborar una defensa formal. Si pensáramos que al predicar el evangelio no debemos disponer de una preparación correcta delante de Dios, tendríamos que negar lo que asumió el apóstol Pedro: “…estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). ¿Acaso no demanda razones de nuestra fe la persona que pone su atención en una predicación colectiva? Hermanos, finalmente comprendí lo siguiente: ¡Improvisar no es predicar! Salvo ciertas disciplinas artísticas, en el mundo si alguien improvisa algo quiere decir que no le interesa, porque si le interesara lo estudiaría, lo aprendería. Improvisar la predicación del evangelio es un acto de sumo desmedro al mensaje más sublime que el hombre alguna vez pudo recibir. Predicar el evangelio en un punto de predicación no es una declaración pública que somos evangélicos. Predicar el evangelio no es hablar de nosotros mismos, donde nosotros somos los protagonistas. No se trata de mí, se trata de Él. Predicar el evangelio es glorificar a Cristo, es anunciar la Verdad y el testimonio de Cristo, de la Verdad, proviene de la Palabra de Dios. La Escritura es indispensable y suficiente en la predicación del evangelio. Y eso es algo que a mí jamás se me enseñó como pentecostal y doy gracias a Dios por libertarme de aquello.

      Nosotros, los pentecostales, pensamos que una participación activa en la organización del templo es un servicio a Dios. Así he escuchado durante toda mi vida que la forma de servir a Dios es asistir a los cultos y a los ensayos, es trabajar en el templo. Pensamos que rendir un servicio a Dios es asistir a la actividad que la organización de la iglesia considere apropiada. De esta forma, si alguien no asiste por un tiempo se le considera que ha perdido la fe, que ya no le interesan las cosas de Dios, que ya no tiene una relación personal con Cristo. Consideramos que cumplir la voluntad de Dios es estar en línea con los requisitos que los hombres del templo pronuncian. Hemos transformado el servicio a Dios en un acto presencial. Nuestras tradiciones humanas nos han obligado a pensar y aceptar que el servicio a Dios está estrecha y suficientemente relacionado con el templo. Los cultos, las reuniones, conferencias, ensayos y escuelas dominicales, parecieran conusmir todo nuestro ideal de servicio. Muchos hermanos han perdido a sus familias, sus trabajos, sus estudios por pensar que en vez de estar haciendo aquellas “prácticas mundanas que no salvan” deben estar en el templo “sirviendo a Dios”. Al parecer sólo en el templo se sirve a Dios, sólo en el templo están las cosas de Dios, sólo en la organización de la Iglesia, o en la autorización de los pastores se está cumpliendo con la voluntad de Dios.

     Sin embargo, ¿Es esto bíblico? ¿Dicen las Escrituras algo similar? El apóstol Pablo nos dice en Romanos: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Romanos 12:1). Servir a Dios, estar en comunión con Dios, no es un cuadernillo de asistencia a la iglesia del 100%, servir a Dios no es entrar por la puerta de la iglesia, cantar y escuchar a un predicador, servir a Dios no es ser irresponsable con los deberes familiares, laborales, estudiantiles, servir a Dios no es estar en cada uno de los cultos. Servir a Dios es presentar nuestra mente, nuestro corazón, nuestra alma, todo nuestro ser a la voluntad de Dios. Cualquier tonto puede venir a la iglesia. Cualquier persona puede fingir un compromiso con Dios teniendo una asistencia frecuente. Pero la Verdad es esta: la Iglesia de Cristo, la congregación de los que han sido salvados y redimidos por la sangre derramada en esa cruz, tienen lo que Ezequiel y Jeremías decían. Dios hablaba por medio de Jeremías en medio del exilio: “…Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jeremías 31:33). Ezequiel mencionaba: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:26-27). La evidencia más genuina que una persona ha sido justificada por medio de la fe en Cristo Jesús no es la frecuencia con la que visita el templo. La evidencia de la salvación es una vida sometida a la Palabra de Dios, es un milagro tal que el hombre, que nace depravado delante de Dios, que sigue la voluntad de su carne, con su entendimiento entenebrecido, que se deleita de su maldad, inexplicablemente comienza a aborrecer el pecado que antes amaba y a caminar en los preceptos de Dios. Muchos pueden ir al templo, pero muy pocos pueden cumplir la voluntad de Dios, porque pocos son los salvados. Antes que Dios salga a su encuentro, el hombre vive conforme a las corrientes de este mundo, en pecado lo concibe su madre, está destituido de la gloria de Dios, y está inhabilitado para hacer lo bueno. Una naturaleza corrupta sólo puede generar obras corruptas, de otro modo sería ilógico, tal como lo plantea Jesús: “No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos” (v. 18). Jesús también dice: “El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mateo 12:35). Así la Biblia nos dice que solamente la obra de Dios en el hombre puede generar frutos buenos. Así como Ezequiel vio a esos huesos secos que eran restituidos por el poder de Dios, así Dios mismo entrega al hombre un corazón nuevo, el Espíritu de Dios hace que el hombre ande conforme a la voluntad divina: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Efesios 2:10).

    Y nosotros hemos reducido todo esto a una simple y mera participación en el templo. Si usted entra a un taller de mecánica, eso no lo convierte en un mecánico. Si usted entra a un templo esto no lo convierte en un cristiano. Reducir el acto de salvación, y la evidencia del milagro de Dios en el hombre, a la simple asistencia al templo es minimizar la gracia y la misericordia de Dios. Leer Mateo 7:21-23. Piense esto: ¿En qué lugar en toda la tierra se exclama más el nombre de Dios, diciendo “Señor, Señor te alabamos te exaltamos”? ¿En qué lugar en este planeta hay más personas que profetizan, o echan fuera demonios y hacen milagros? ¿Es en el centro comercial? Jesús nos dice que la mera confesión de labios sobre el servicio a Dios y la visita a los templos, no es garantía del cumplimiento de su voluntad.


     Así mismo, a causa de la ignorancia de la Palabra de Dios, no sólo en las iglesias pentecostales, sino en la gran mayoría de las iglesias evangélicas se engañan a los fieles por dinero y poder. Se les promete que ofrendando abultadamente pueden acceder a las bendiciones de Dios. Se nos dice: “Venga a la mesita a buscar su bendición”, “Si el Señor le pide es para bendecirlo”, “Reclame su bendición”, “No pierda su bendición”, etc. Comúnmente se insiste que el aporte es voluntario, pero el peso que tengo por no darlo es mucho más grande. Por no darlo se nos dice: “Que pensamos en materialismo”, “Que Satanás va a robar nuestra bendición”, “Que Dios no nos va a bendecir”, etc. ¿Pero esto es válido a la luz de la Palabra de Dios? Si nosotros vamos al discurso más objetivo sobre la ofrenda, que se encuentra en 2 Corintios, nosotros nos encontramos con que Pablo recolectaba una ofrenda para hermanos de la iglesia de Macedonia, cuando escuchamos lo siguiente: “Cada uno dé como propuso en su corazón: no con tristeza, NI POR NECESIDAD, porque Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7). Hermanos, garantizar bendiciones por medio de la ofrenda SI es incentivar el interés económico en la hermandad, contrario a la ofrenda voluntaria que enseñaba el apóstol Pablo. En nuestras iglesias enseñamos que la ofrenda puede comprar el favor de Dios. Esa es una herejía. Hermanos, las bendiciones de Dios son dadas de gracia y misericordia. El dinero no puede ejercer una especie de ventaja delante de Dios. Si Jesús dijo: “Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas” (Mateo 6:33), ¿Por qué debemos pagar una suma de dinero para que Él nos bendiga? Parece que se nos ha olvidado lo que ocurrió en Samaria, donde el apóstol Pedro le dice a un hombre llamado Simón: “…Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero” (Hechos 8:20). He escuchado en mi propia congregación: “El Señor hoy día le está pidiendo”. Recaemos en la blasfemia. ¿Cómo entonces podemos explicar aquel salmo que dice: “Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud” (Salmo 50:12)? Con seguridad la regla más satisfactoria para la ofrenda es esta: Jesús dijo: “…de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:8). No sólo por la ofrenda se roba sino también por el diezmo, que fue abolido por Cristo mismo.

     Mientras la Biblia nos dice en Hebreos: “…huid de la idolatría” (Hebreos 13:9), somos capaces de exaltar a nuestros predicadores y pastores como verdaderos semidioses, infalibles e incuestionables. En nuestras iglesias pentecostales, los pastores son idolatrados a tal punto que se les considera “ungidos de Jehová”, “Ángeles de la iglesia”, “profetas del punto”, sin dejar pasar el punto que si alguien se atrevería a cuestionar su enseñanza se está oponiendo a Dios mismo. La Escritura resume esto en la palabra Idolatría. Mientras más exaltamos a nuestros pastores como únicos reveladores de la voluntad de Dios más estamos propensos a ser manipulados por mensajes extrabíblicos y más nos descuidamos del estudio de la Palabra de Dios. Para defender tal cosa las iglesias citan mucho el pasaje de Hebreos el cual dice: “Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas…” (Hebreos 13:17). Sin embargo, ¿Por qué no citan el versículo 7 en el que dice: “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la Palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe” (Hebreos 13:7)? No es una sumisión ciega. La Biblia manda un examen. Porque si el pastor llega a desviarse de la Palabra de Dios, ¿Cómo llegaremos al conocimiento de su error si nos sometemos a él de forma irreflexiva? Hermanos, la unción del pastor no existe en el Nuevo Pacto. El título de “ungido de Jehová” estaba únicamente reservado a los sacerdotes levitas, a los reyes de Israel, y a los descendientes de David. En el Nuevo Pacto, toda la iglesia de Cristo es ungida. ¿O no dice Juan en su primera epístola: “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas” (1 Juan 2:20). No existe ninguna unción exclusiva para ningún personaje en especial en la iglesia. De esta forma, la exigencia de sumisión al pastor que muchas iglesias pentecostales enseñan no es bíblica.

       Por decir esto muchos hermanos han sido considerados como rebeldes, se creen pastor, tiene demonio, letrado, porfiado, descarriado, enfermo en el espíritu, está probado en su fe, no sigue la sana doctrina, etc. Por no seguir la ideología de la mayoría son amedrentados con apelativos no dignos de quien intenta seguir la doctrina verdadera. Hermanos, el hecho que la mayoría acepte determinadas prácticas no garantiza que aquellas sean correctas, pues lo correcto o incorrecto no se regula por votación, sino por una revisión de su apego a las Escrituras. ¿Quién está en error? ¿Quién es el descarriado? ¿Aquel que busca la voluntad de Dios por medio de la Escritura para no ser falto ante Él? ¿O Aquellos que siguen con una actitud sometida el designio de un determinado líder, aquellos que siguen un camino de una forma tan cómoda que jamás se alertan de su error?

     Hermanos, las tradiciones humanas han envuelto mi congregación y muchas más en un aturdimiento y letargo espiritual terrible. Mientras muchos saltan alabando a Dios y confirman diciendo Amén, estamos a años luz de la verdadera doctrina. Es hora de una reforma. Las tradiciones humanas son una droga mortífera que nos separa de Cristo. Rescatemos la doctrina verdadera, seamos libres de ellas. Por decir estas palabras con seguridad muchos hombres de iglesia se molestarán, pues su sistema se verá mermado por la misma Palabra de Dios. Pero antes de ser aturdido por mensajes que no son parte de la Biblia, mi deber, al igual como el del apóstol Pablo en la iglesia de Galacia, es realizar una defensa de la fe. Debemos buscar la voluntad de Dios:

"No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta"
(Romanos 12:2).

1 comentario:

  1. muy bueno . me gustaria juntarme con personas q tengan inquietud en estudiar ,entender el mensaje de jesus ,para armar algo en argentina , ya que por un a;o he buscado sin exito. patry.

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