viernes, 8 de noviembre de 2013

No todo es adoración


"Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren"
(Juan 4:24)

"La adoración es la postración del alma ante Cristo como Dios"
Jonathan Edwards 


"Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre...Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren" (Juan 4:21,23).
     Regularmente, al hablar de adoración, nuestra mente sólo se encapsula en el culto y la alabanza cristiana. Nuestros ideales humanos de adoración suelen consumir el verdadero significado que la Escritura nos propone. La adoración en el Antiguo Testamento incluía tres conceptos no excluyentes entre sí: la sumisión, el servicio y el respeto. Sin embargo, es imposible realizar los tres sin tener un conocimiento exhaustivo de quién es el objeto de adoración: nuestro Dios. Cabe cuestionarse cómo muchas iglesias evangélicas hoy en día afirman tener una creciente adoración cuando ignoran gran parte de lo que las Escrituras enseñan. Cristo mismo mencionó: “Escudriñad las Escrituras… ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn 5:39). Es imposible tener conocimiento de Dios ignorando el principal medio que tenemos para conocerle, y por consiguiente, tener una adoración agradable delante de sus ojos.

      En el Antiguo Testamento, Dios puso los términos o bases sobre las cuales la adoración era agradable delante de sus ojos. En primer término tenemos los diez mandamientos, ley moral de Dios que el pueblo de Israel, como nación rescatada debía observar. Dios, antecediéndose a las transgresiones, y conociendo que la humanidad ha caído en pecado y está radicalmente depravada, dispuso de un sistema expiatorio, por medio del cual su nación liberada podía limpiar sus transgresiones. Este sistema expiatorio contaba con la completa dedicación de la tribu de Leví, quienes serían los sacerdotes encargados del proceso de expiación. El lugar dedicado para ello es el Tabernáculo de reunión, santuario consagrado a Dios, el cual su acceso estaba restringido para el pueblo. Sólo los levitas podían entrar al lugar Santo, y sólo el sumo sacerdote podía acceder, una vez al año, al lugar Santísimo, separado del anterior por un velo. Dios dispuso esto debido a que su presencia estaría en aquel Santuario, y por tanto, no toleraba el pecado. Todo el que accedía al lugar Santo y Santísimo debía expiar sus pecados anteriormente, de otro modo, moría irremisiblemente. Otro punto a considerar es que Dios exigía con mucho énfasis que el objeto a sacrificar, un cordero o macho cabrío, fuera santo, puro, sin mancha, consagrado para el sacrificio. Su sangre derramada no sólo simbolizaba su muerte, sino el pago de una criatura inocente por un pueblo pecador.

       En el Nuevo Pacto, Jesús es quien reemplaza el antiguo Tabernáculo. Mediante Él podemos acceder a Dios. Y no solamente cumple esta labor de sumo sacerdocio que los levitas cumplían, sino también la de cordero que muere en sustitución por el pecado del pueblo. De esta forma, Cristo es quien ofrece el sacrificio al Padre y quien se ofrece en sacrificio. Mediante la perfección del Hijo de Dios, como cordero sin mancha, el lavamiento de pecados es efectivo y agradable a los ojos de Dios. Hebreos 10 nos declara que este sacrificio es tan eficaz que está hecho una vez, y para siempre, a diferencia de las poco efectivas expiaciones del Antiguo Pacto. El Nuevo Pacto, por tanto, toma muchos elementos del Antiguo que nos llevan a Cristo: el Tabernáculo, la expiación por los pecados, la pureza del cordero, el sacerdocio, la pascua, etc. De esta forma, la adoración cristiana sólo es concluyente y agradable a los ojos de Dios cuando tenemos un verdadero conocimiento acerca de Cristo y su sacrificio.

      No sólo adoramos dentro de las cuatro paredes del templo. La adoración y el servicio a Dios debe extenderse a cada segundo de nuestra vida, viviendo justa, sobria y piadosamente, aborreciendo el pecado y amando a Dios. Esto es un verdadero sacrificio vivo, el descrito en Romanos 12:1. Tener un enfoque restrictivo respecto a la adoración, asumiendo que esta sólo es real dentro del culto, es restringir lo que la Palabra de Dios nos dice. Al igual como los profetas cuestionaban la realización de sacrificios por parte del pueblo de Israel, sin considerar lo esencial (misericordia, arrepentimiento, aborrecimiento del pecado), así también cualquiera que enseñe que sólo en el lugar de reunión o por medio de la alabanza servimos y adoramos a Dios, está ignorando gran parte de la enseñanza de la Palabra de Dios acerca de este tema. Adorar a Dios compromete cada aspecto de nuestra vida. Cristo pasa a ser el centro de todas las cosas. Nuestro mediador, nuestra salvación, nuestro libertador, el único cordero santo que derrama su sangre una vez y para siempre y quien ofrece este sacrificio delante de Dios, en un santuario celestial, no hecho por manos de hombres. Jesús ahora es nuestro templo, sólo por Él y en Él podemos acceder a Dios y tener una comunión. Al igual como al pueblo de Israel, Dios exige a su pueblo redimido eternamente, la iglesia, una vida en sacrificio vivo, un combate contra el pecado y una obediencia plena a sus preceptos. La santidad y el conocimiento de Dios por medio de su Palabra son las bases para una adoración genuina y agradable a los ojos de Dios.

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