miércoles, 27 de noviembre de 2013

Doctrina de la Gracia: Preludio

"No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas"(Hebreos 13:9).


       Hoy en día, no sólo en nuestras iglesias pentecostales, sino que en la gran mayoría de las congregaciones cristianas y protestantes, se acepta, enseña y practica un extenso código de doctrinas humanas que no hayan cavidad en la Escritura, o se contradicen en gran medida con ella. Lo relevante de esto es que, gran parte de estas doctrinas comprometen de manera significativa el corazón del evangelio de Cristo: la doctrina de la salvación sólo por gracia. Involucran y enseñan como verdades absolutas doctrinas que no están en la Palabra de Dios o pueden distorsionar o pervertir la interpretación adecuada de esta misma. Ante ello, la responsabilidad de todo cristiano es responder de acuerdo a las Escrituras, examinar si las doctrinas o prácticas adoptadas están o no acordes a la Palabra de Dios, y defender la fe si estas contienen errores. El gran problema es que esta actitud no se enseña en nuestras congregaciones, facilitan el poder del enemigo por engañar a muchos, haciéndoles creer que se hayan en el camino directo al reino de Dios, cuando no podían estar más alejados de su gracia.

     Aunque algunas diferencias son muy sutiles, en muchas ocasiones el debate acerca de si algo es verdadero o falso, no se basa en las Escrituras, sino en el apego a doctrinas previamente enseñadas. La labor eclesial, los dogmas instruidos en las congregaciones, las revelaciones personales, la inspiración de la autoridad de la iglesia o el frecuente vocabulario que sostenemos en el tiempo, suelen pesar más que la Palabra Santa de Dios, al momento de examinar si una enseñanza es correcta o no. Cuestionar temas claves, que comprometen el corazón mismo del evangelio, llamando al examen oportuno y urgente de las Escrituras, es por muchos considerado una herejía, una murmuración delante de Dios y desobediencia a los principios enseñados desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, las enseñanzas de hoy no han pertenecido al cristianismo histórico y ortodoxo, sino más bien, son relativamente contemporáneas a nuestra sociedad individualista y amante de sí misma. En muchos momentos en la historia de la iglesia, muchos alzaron sus voces enseñando doctrinas humanas que, por ser novedosas y consistentes con pensamientos personales y culturales, hallaron éxito en la cristiandad de su tiempo. Sin embargo, su triunfo fue temporal, siendo condenadas de herejía por concilios que examinaban, con prudencia y objetividad, cada uno de sus puntos a la luz de las Escrituras. No obstante, estas doctrinas humanas se han repetido en el tiempo, y han hallado grande apogeo en nuestra era.

     La ignorancia de las Escrituras ha favorecido la mayoritaria aceptación de estas doctrinas. El nulo examen de la Palabra de Dios, característico del letargo espiritual que viven nuestras iglesias, es el principal aliado para la herejía y el error doctrinal. Muy pocas veces se enseña que antes de aceptar algo como verdadero debemos indagar si es o no una enseñanza real de las Escrituras, a fin de ser fieles a la Palabra de Dios, evitando los errores. Dios nos enseña en su Palabra que: “… no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efesios 4:14). Permítame aclarar también que no es mi intención prejuzgar a nadie, sino probar si las doctrinas que enseñamos, aceptamos y llevamos a la práctica son consistentes o no con el evangelio y el testimonio irrefutable de las Escrituras. Tampoco supongo que todas las doctrinas enseñanzas que revisaremos y someteremos al juicio de las Escrituras fueron diseñadas deliberadamente para el engaño. La principal causa para la creación, enseñanza y aceptación de estas doctrinas no es la intencionalidad de ahondar en el error, sino más bien, el analfabetismo de las Escrituras que embriaga a miles de congregaciones cristianas de hoy. Sin embargo, no por ello somos considerados víctimas de la ignorancia, sino culpables de nuestra pereza y desconocimiento de la Palabra de Dios, algo que la Escritura condena.     
     Como ya hemos dicho, las enseñanzas que evaluaremos a la luz de la Palabra de Dios comprometen en gran medida la doctrina esencial de la gracia. Nuestra percepción del evangelio al igual que nuestro entendimiento de Dios y de nosotros mismos puede oscilar de una interpretación a otra. Sin embargo, la Escritura no es de interpretación privada, sino de una singular exposición, y es mi propósito, si Dios me capacita para ello, llegar a una comprensión más o menos aproximada del mensaje global de la Palabra de Dios. Llegar a una comprensión acabada y perfecta de las Escrituras es imposible mientras nos hallemos bajo la corrupción de nuestra carne. De hecho, uno de los propósitos de la eternidad es el eterno conocimiento de Dios. Por tanto, no aseguro una irrefutable interpretación o revelación en este tema, pero si un análisis y examen riguroso en la inspiración inerrante del Espíritu Santo. Revisaremos si las enseñanzas de hoy acerca de la salvación, la gracia y el papel del hombre en todo esto, soportan o no un análisis bíblico. Si alguna de mis conclusiones presenta errores, demostrados con la Palabra de Dios, con gusto las modificaré, pues anhelo ser fiel a las Escrituras antes que a mi mismo y a mi inútil vanidad. Procedamos entonces.


¿Qué es lo que se enseña actualmente en nuestras congregaciones?

      Si miramos en la historia de la iglesia, la doctrina enseñada en nuestros tiempos acerca de la salvación, la gracia y la fe en Cristo Jesús, es muy similar a la postulada en la protesta arminiana de 1610. En aquel tiempo, los arminianos, seguidores de la teología de Jacobo Arminio, teólogo holandés de la Universidad de Leiden, propusieron cinco puntos que resumían sus conclusiones. A pesar que los puntos del Remonstrants, el pliego de protesta de los arminianos, no son exactamente los presentados a continuación, estos pueden ser resumidos de la siguiente forma:

1. El hombre nunca está tan completamente corrupto por el pecado que no pueda creer salvadoramente en el evangelio cuando se le es presentado.

2. El hombre nunca está tan completamente controlado por Dios como para no poder rechazar su gracia.

3. La elección es el resultado de que Dios, viendo a través del tiempo, prevé que un pecador aceptará a Cristo. Por lo tanto, Dios elige a aquellos que primero lo escogen a Él.

4. La muerte de Cristo no asegura la salvación de nadie pues no aseguró el don de la fe; en cambio, lo que hizo fue crear una posibilidad de salvación para todos sí tan sólo eligen creer.

5. Es responsabilidad de los creyentes mantenerse en un estado de gracia al guardar su fe; aquellos que fallan en este punto, caen y se pierden.

       En el presente, los cristianos aceptan inequívocamente cada uno o la mayoría de estos puntos, o como se enseña en nuestras iglesias pentecostales, se acatan con un rotundo amén. Quizás muchos no entiendan alguno de estos puntos por su lenguaje conciso, pero es tal la aceptación de estos en la enseñanza de hoy que no reconocer su presencia es casi imposible.

     El primer punto nos dice que el hombre no es totalmente corrupto delante de Dios, es decir, que tiene aún la capacidad de elegir si aceptar o no el evangelio. Es lo que llamamos libre albedrío. Según esta doctrina, Dios ha dado a cada hombre una libre voluntad para escogerle o no, y es este último el que decide acceder o no a la salvación. Algunos alcanzan la vida eterna por el buen uso de su libre albedrío, y por el contrario, los que no escogieron a Cristo, se pierden. Esto nos indica que el hombre tiene la habilidad intrínseca de iniciar una relación con Dios, es decir, no está tan corrompido por el pecado para no tener fe. Para asegurar esta postura vamos a la Escritura, y citamos de manera clásica distintos pasajes que al parecer respaldan en gran medida la doctrina del decisionismo, es decir, la elección por Dios:
“En que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”
(Juan 3:18).

“Porque todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo”(Romanos 10:13).


     Hoy en día se enseña que el nuevo nacimiento es precedido por la fe, y por tanto, de una decisión personal por Dios. Todo en nuestra enseñanza, la redención, la salvación, la justificación, la adopción y el perdón de Dios suelen ser consecuencia del buen uso del libre albedrío, y por tanto, para que exista tal decisión o tendencia en nuestra voluntad al evangelio, el hombre debe tener la capacidad para escoger entre la salvación y la condenación. En sencillas palabras, para que todo esto realmente sea consistente con las doctrinas actuales, y por ende, podamos acceder a la salvación, el hombre necesita, sí o sí, de la capacidad para escoger el bien o el mal, y por ende, de una naturaleza que le permita tal decisión. A esto se debe la conclusión que el hombre no está lo suficientemente corrompido para no poder ejercitar salvadoramente su libre albedrío, es decir, en su propia naturaleza existe la facultad de llegar al bien de Dios.

     Según esta enseñanza, Dios concedió un libre albedrío desde la creación que no ha sido adulterado o pervertido por el pecado, a tal punto, que aún tenemos la posibilidad de aceptar el bien o elegir no pecar. Así como Dios creó a Adán con la libertad de escoger si cumplir o no el mandato de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal (Génesis 1:16-17), Dios mismo ha conferido a cada ser humano la misma capacidad de escoger o no a Dios. Al parecer, el libre albedrío no fue corrompido por el pecado ni la muerte espiritual, sino más bien ha permanecido intacto como una característica esencial en el hombre, de la cual no ha habido ningún bloqueo para que por medio de este lleguemos al bien. Quizás el hombre ha nublado su vista por el pecado, o ha sido un tanto más receptivo a este, pero con respecto al libre albedrío, todos podemos llegar a Dios en igual forma, puesto que tenemos la capacidad de llegar a Él por nuestra propia decisión. De esta forma, el último determinante en la salvación es donde deposita el hombre su decisión, si en Dios o en el diablo, es decir, sólo se salva quien acepte la oferta de salvación.

       El segundo punto nos dice que aunque Dios deslumbre al hombre con la gracia de la salvación, este último puede ser lo suficientemente libre de aceptar o rechazar esa gracia. La gracia de Dios, por lo tanto, se puede resistir. La oferta de salvación puede ser rechazada por el hombre en el ejercicio de su libre voluntad. En el hombre está la decisión de abrir o no el corazón a Dios, y por tanto, puede resistirse a ser salvo. La gracia de Dios jamás pasará a llevar nuestra decisión por Él, y por ende, el amor inmerecido que Dios tiene depende de aquellos que le amen. Lamentablemente la gracia de Dios está limitada por el pecador, quien termina por decidir si la acepta para salvación o la rechaza persistiendo en su perdición. Sabemos que el hombre, por naturaleza aborrece a Dios, no lo ama, pero aún en la revelación misma de la gracia de Dios, puede negarse a ser salvo. Para ello citamos ciertos pasajes en la Escritura:



“Más no todos obedecieron al evangelio…”
(Romanos 10:16).

“y no queréis venir a mí para que tengáis vida”
(Juan 5:40).

“¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo…”
(Hechos 7:51).

     El tercer punto nos indica que la doctrina de la predestinación, que los calvinistas tanto defienden y enseñan, no es unilateral, es decir, no es Dios quien nos ha escogido, somos nosotros quienes aceptamos el evangelio de Cristo, y Dios ha previsto esto antes de la creación y por ello nos ha elegido. Esta sería la explicación que damos cuando el apóstol Pablo nos habla de predestinación o elección de Dios. En otras palabras, en la predestinación que habla la Biblia, Dios no escoge a nadie desde antes de la fundación del mundo, sin prever en el tiempo quienes realmente lo aceptarían, condicionando la elección de Dios a la fe de los creyentes. En resumen, la decisión por la salvación no es de Dios, es del hombre.

“Porque a los que antes conoció, también los predestinó…"
(Romanos 8:29)


       El cuarto punto nos dice que la muerte de Cristo pagó la posibilidad de ingresar al reino de los cielos, es decir, el camino para que accediéramos a la salvación. Jesús murió por toda la humanidad, no sólo por la iglesia, y pago para todo el mundo el mismo precio: la posibilidad para llegar al reino de los cielos, a la gloria de Dios. Finalmente, al pagar por todos y cada una de las personas del mundo, sólo son salvos aquellos que aceptan su mediación y sacrificio, puesto que si Jesús hubiese pagado la muerte que todo el mundo debía nadie iría al infierno. Sin embargo, de alguna forma sostenemos que Jesús pagó esa muerte, pero con la condición que si el hombre rechazare tal sacrificio, iría al infierno, y a su vez, si el hombre lo aceptare, entraría en el reino de Dios. Por tanto, Jesús murió para hacer posible la salvación de todos los pecadores. Para justificar esto vamos a la Escritura y mencionamos distintos versículos que, al parecer, nos hacen aceptar las conclusiones vistas anteriormente:

“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
(Juan 3:16).

“Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”
(1 Juan 2:2)

“…no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento”
(2 Pedro 3:9)


     El quinto punto es aún más controversial. Nos dice que la salvación es responsabilidad de los creyentes. Dios la otorga y el hombre debe cuidarla, de otro modo, la perderá. En sencillas palabras, la salvación se puede perder. Todo esto concluimos de manera sencilla debido a la gran cantidad de hombres y mujeres que, según nuestra observación, fueron creyentes o fieles congregantes durante algún tiempo, y después volvieron a su pecado, incluso a un peor estado. Nuestra explicación es que aquella persona fue salva por un tiempo pero luego perdió aquella bendición por su pecado.

      Gran parte de las iglesias evangélicas consideran la doctrina de la perseverancia de los santos (la enseñanza que la salvación no se pierde) como una falsa doctrina, que incita o permite a los cristianos vivir una vida licenciosa en pecado, de todas formas, dicen ellos, ya están salvados. Para otras congregaciones, el tema es radicalmente opuesto: la salvación es segura y no la perdemos, aún si viviésemos como si nunca hubiésemos sido salvados. Para aquellos que defienden la pérdida de la salvación ofrecen algunos pasajes como apoyo a sus ideas, de los cuales podemos mencionar:

“Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí; y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero…”
(Mateo 12:45).
“…y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina”
(2 Pedro 2:1).
“…ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”
(Filipenses 2:12).
“¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e hiciere afrenta al Espíritu de gracia?”
(Hebreos 10:29)

“Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro vuelve a su vomito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno”
(2 Pedro 2:22)

“De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído”
(Gálatas 5:4)

      A simple vista, el hilo que une todas estas doctrinas es el ejercicio adecuado de la libre voluntad o libre albedrío. Dios entrega dadivosamente a los hombres la oportunidad de ser seres moralmente libres, que escojan si hacer o no el bien, y por tanto, de escoger o no la salvación. Si revisamos nuevamente cada una de las tesis arminianas llegamos a la conclusión que el único punto que no quieren comprometer es la libre voluntad del hombre. Cada uno de los cinco puntos es una defensa al libre albedrío del hombre, más que conclusiones que nos lleven a la Soberanía y Providencia de un Dios Eterno y Justo. La libre voluntad del pecador suele tener un peso mayor que la omnipotencia de Dios y su decreto divino a la humanidad.

      No podemos negar que esta perspectiva resulta razonable o intelectualmente satisfactoria, ya que ninguno de los puntos que hemos revisado se contrapone a la libertad que tiene el hombre de elegir entre el bien y el mal, y deja a este último la responsabilidad de acceder o no a la salvación, sin ningún compromiso previo de hacerlo. No obstante, estas doctrinas nos resultan atractivas no sólo por su respeto por el libre albedrío del hombre, sino también por su armonía con nuestros estándares de justicia. ¿Es justo que Dios escoja sólo a un grupo de personas para ser salvos, mientras que todos los demás tengan que ir al infierno? ¿Es Justo que Dios dé fe sólo a unos pocos para que sean salvos, mientras que los demás deban pagar por su pecado? ¿Es justo que Dios haya pagado el pecado de sólo algunos y no de todo el mundo? Como podemos ver, cada una de estas preguntas nos llevan a la misma respuesta: Dios no sería justo si permitiese tales cosas.

      Cada una de estas doctrinas ha sido aceptada y enseñada por la gran mayoría de nuestras congregaciones cristianas. Nuestra vida cotidiana, oración, percepción sobre los eventos que ocurren en nuestra vida, concepción sobre nuestra salvación, evangelismo, en fin, todos los ámbitos de la vida cristiana, han sido adaptados a estas enseñanzas de manera casi perfecta. Todo en nuestra enseñanza, evangelismo, doctrina y prácticas comúnmente aceptadas en el medio cristiano, es una fiel consigna de cómo estas doctrinas han influido con peso en nuestras vidas. Sin embargo, el hecho que la mayoría de las congregaciones cristianas de hoy acepten o sostengan determinadas enseñanzas no garantiza que sean correctas, pues lo correcto o incorrecto no se regula por votación, sino por su apego a la Palabra Santa de Dios.


EL DEBER DE EXAMINAR LAS ENSEÑANZAS A LA LUZ DE LA PALABRA

     Las Escrituras jamás enseñan a descansar ciegamente en un código doctrinal estático o aceptar de manera irreflexiva todo lo que se nos enseña. Antes, la Escritura es sabia en decirnos: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Tesalonicenses 5:21). Las doctrinas antes expuestas dan por hecho muchas temáticas que comprometen el corazón mismo del evangelio. Esto nos lleva a dos destinos seguros, una aceptación radical y personal de cada uno de los puntos tratados, y una nula reflexión e investigación acerca de cuán bíblicas son tales doctrinas. Sin embargo, y a contraposición de tales enseñanzas, las Escrituras nos mandan a renovarnos en el entendimiento de Dios: "No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Jamás apela al conformismo o letargo, Dios llama al examen. Por esto el apóstol Juan exhorta: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1). En este pasaje la palabra “probad” viene del griego “dokimazo” que traducido es someter a prueba, distinguir, examinar, comprobar. Nótese que esta misma palabra es usada en 2 Corintios 13:5 al decir: “Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos…”. Esto sólo nos lleva a concluir que la forma correcta de recibir cualquier enseñanza es con un espíritu crítico, deseoso de agradar a Dios, de ser consecuentes con su Palabra y no cómplices de falsas doctrinas.

        En los Hechos de los Apóstoles tenemos un ejemplo claro del examen bíblico ante cualquier doctrina. Pablo y Silas, en su segundo viaje misionero, antes de ir a Atenas son enviados a Berea, una localidad judía. A su llegada entraron en la sinagoga, y se admiraron de lo siguiente: “Y estos (los judíos) eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:11). Nótese que la actitud de estos judíos no sólo es humilde, al escuchar y recibir la palabra con toda solicitud, sino que es considerada diligente, es decir, cuidadosa y prudente de no aceptar algo que vaya en contra de la Palabra de Dios. La Escritura nos manda a examinar toda enseñanza de manera imparcial y objetiva, sometiéndola a la Escritura de manera absoluta. Tal como lo expresa la confesión de fe de Westminster: “El Juez Supremo por el cual deben decidirse todas las controversias religiosas, todos los decretos de los concilios, las opiniones de los hombres antiguos, las doctrinas de hombres y de espíritus privados, y en cuya sentencia debemos descansar, no es ningún otro más que el Espíritu Santo que habla en las Escrituras”.

UNA INTERPRETACIÓN FIEL A LAS ESCRITURAS


     Vivimos insertos en una sociedad individualista, hedonista, humanista y relativista. Para el humanismo, el centro del universo es el hombre, sus intereses y su felicidad. Para el relativismo, la verdad es relativa a cada individuo, cada hombre escoge que considera bueno o malo, y lo práctica en virtud de sus propios términos éticos. El individualismo, por su parte, enseña que todos debemos velar por nuestra propia felicidad, anhelar el cumplimiento de nuestros placeres individuales y no prestar atención al resto, salvo que nos otorguen algún beneficio o amenacen alguna de nuestras expectativas. Como consecuencia de todo esto el hombre es vanidoso y hedonista, amante de sí mismo y de sus propios deleites. Cada una de las tendencias sociales que mencioné anteriormente tienen un factor en común: todo se enfoca en el hombre, su bienestar y su libre voluntad. Escapar de esta triste condición es casi imposible, más aún cuando cada uno de los elementos que percibimos en la realidad nos sofoca a tal punto que terminamos siendo amadores de sí mismos, y nuestra comprensión de las Escrituras no suele estar inmune a esta condición.

      Nuestra interpretación de la Escritura no debe ser humanista, sino teocéntrica, es decir, el fin de todas las cosas debe ser Dios y su Gloria. Si analizamos la Escritura sin abandonar nuestras percepciones particulares, tanto de la cultura en la que estamos inmersos como las tradiciones de la congregación cristiana en la que participamos, jamás llegaremos al significado e interpretación pura de la Palabra de Dios. El mismo apóstol Pablo dijo que nuestro conocimiento de Cristo jamás debe estar condicionado a interpretaciones o percepciones propias, eclesiales, o sociales, sino que debemos presentarnos al análisis de la Escritura: “derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:5). Una interpretación fiel de las Escrituras exalta a Dios por sobre los pensamientos particulares: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Isaías 55:8).

       Con respecto a las Escrituras, el apóstol Pedro dijo lo siguiente: “Tenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:19-21). Según lo que nos dice Dios a través del apóstol, la Escritura es suficiente para el entendimiento y conocimiento de Dios. Cualquier tradición o costumbre extra o antibíblica no nos puede dar ningún conocimiento acerca de Cristo, y por tanto, no tienen validez al momento de entender las Escrituras. Si interpretamos las Escrituras no debemos hacerlo a la luz de nuestras ideas personales o privadas, puesto que, por lo que Dios declara en este pasaje, la Escritura no vino por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios fueron inspirados por Él. A su vez, todo entendimiento de la Escritura jamás debe ser desarrollado de manera personal o particular, sino que debe ser interpretado a la luz de la misma Escritura. Si interpretamos los distintos pasajes a la sombra de nuestras propias expectativas, lo más probable es que lleguemos a adaptar o distorsionar el texto real, dándole un significado que no es consistente con la Palabra de Dios.

        El apóstol Pablo nos dice en su segunda epístola a Timoteo: “Toda la Escritura es inspirada por Dios…” (2 Timoteo 3:16). Esto nos dice que, si Dios inspiró toda la Escritura, una interpretación correcta jamás presentará contradicciones con la misma Escritura. Si Dios ha inspirado la Escritura, ¿Se contradeciría asimismo? El Espíritu Santo jamás revelará algo que riña con lo que ya ha inspirado en la Palabra: “…El no puede negarse a sí mismo…” (2 Timoteo 2:13). Al tener en consideración la frase “toda la Escritura” deducimos que no podemos entender la Palabra de Dios sin entender uno a uno sus pasajes individuales. De la misma forma, sólo podemos interpretar los pasajes específicos al entender la totalidad de la Escritura. No importa cuanto uno sostenga que algo es justo, si aquello presenta contradicciones con la Escritura, el deber del cristiano genuino y verdadero es desechar aquella idea, aunque, desde su punto de vista, resulte altamente satisfactoria.

    Ahora, después de revisar cada una de las doctrinas que comprenden las enseñanzas aceptadas por la gran mayoría de nuestras congregaciones, y velando por el examen que las Escrituras nos encomiendan a realizar sobre todas y cada una de las interpretaciones que se nos enseñan, debemos hacernos las siguientes consultas: ¿Realmente cada una de las concepciones del libre albedrío hayan su fundamento en la Escritura? ¿Acaso la Escritura nos habla que el pecador tiene la capacidad intrínseca de escoger entre el bien y el mal, y por tanto, decidir si ser o no salvo? ¿La Biblia nos dice realmente que podemos resistir la gracia de Dios? ¿Dice la Palabra de Dios que Jesucristo murió por todas y cada una de las personas de todo el mundo? ¿Hablan las menciones de la predestinación que Dios condicionó su elección a la fe de los que iban a creer en Él? ¿Puede un cristiano genuino y verdadero, nacido de nuevo, siendo una nueva criatura en Cristo Jesús, perder su salvación? Resolvamos cada una de estas preguntas a la luz de la Palabra de Dios.

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